Se despierta y él no está en la cama. Roza la sábana fría. Se levanta. Corre la puerta entreabierta. Él está sentado con los pies sobre la tierra húmeda de la zanja. Se sienta a su lado y le pone la mano en la espalda. Él no se mueve pero ella siente un ligero temblor en su espina dorsal. Quedan así, en silencio, un rato. 

—Vamos adentro, nos van a agarrar los mosquitos otra vez.

—Cantan, ¿viste?

—Dale, vamos adentro que si nos pican otra vez, se pone feo. Nos da una hemorragia.

—Hay vacuna. Hoy me pagaron cincuenta mil pesos por los dos años de trabajo. Aprovecharon  que falté por lo del dengue y me dijeron que no vuelva más. Nadie encarga  tarimas de madera este año.

—Vamos adentro –repite la chica.   

—Son las hembras las que tienen voz y vuelan cerca de los cuerpos. Yo veo unos hombrecitos montándolas. Pero ellas cantan igual. A dúo te apuntan y te atraviesan. 

Ella suspira.

—Una  de las  parejas no para de cantarme que me mate –él continúa.

—Yo voy a estar acá para que nada te pase.

—Es como que quieren menstruar y no pueden, y entonces se aferran a mis piernas y se alimentan hasta hinchar su cuerpo de rojo. Seguro que es la vecina la que nos manda esto. Nunca nos quiso, ni a mi mamá ni a mí. Recuerdo que cuando llegamos de Asunción, ella, por la noche, nos tiraba aceite y caca de perro en la puerta. 

Ella mira hacia el fondo de la casa, donde comienza un terreno abandonado. 

—Ayer llamé a la Municipalidad para que corten el pastizal del baldío. Me dijeron que a ellos no les corresponde, que pertenece al ferrocarril. Entonces llamé a un teléfono que me dieron ellos. Les expliqué que ahí crecen mosquitos y ratas. Dijeron que lo tiene que cortar la Municipalidad. Seguro que si alguien hace un rancho, aparecen veinte dueños. 

—¿Me escuchaste lo que te dije antes?

—Sí, no te preocupes. Todos saben que esa mujer va al loquero todos los meses para que le den unas pastillas. Pero, también, puede ser la familia dueña del almacén donde yo trabajé a los trece. ¿Te acordás que el hijo ya tenía veintiséis y se había enamorado de mí?  Está resentido porque yo nunca le di nada. Ellos siempre andan con cuentos por el barrio.  Si inventan con palabras también pueden murmurar espantos así. 

—Así fue como Dios hizo el Mundo, “en un principio fue el Verbo” –dijo el pastor una vez que fui al Templo.

—Yo rezo todas las noches para que todo se arregle. Dale, vení adentro, mañana nos despertamos y nos vamos al parque a tomar tereré.

—No creo. Tendría que ocurrir un milagro para que yo llegue al amanecer.

 

Un helicóptero sobrevuela el barrio. El sonido de las hélices se aleja. Sólo se escucha a los mosquitos que zumban mientras las gotas de transpiración resbalan sobre los cuerpos tibios. Ella enciende un espiral que ha traído de adentro de la casa. El olor a humo suave se mezcla con el aroma del pasto y de la tierra. Se concentra en la lumbre hasta que su rostro se ilumina. Un trozo de voluta gris, cae. 

Las nubes cubren parte de una luna llena de agua. El cielo nocturno se ha quebrado en dos. Ahora se escucha el grillar, y el canto de las mosquitas con sus jinetes arriba y tres disparos que vienen desde la calle de atrás de la vía.

Los dos corren adentro y se abrazan. Largo rato. Finalmente se sientan en la cocina. Ella se levanta, toma un recipiente de plástico y revisa cuánto queda de yerba mate. Llena una botella de agua y la pone en la heladera, al fondo, donde más enfría. 

—Para mañana –susurra. 

En el barro de la zanja sólo ha quedado la impresión de las huellas de unos pies, dos gotas de sangre y cenizas.

 

Foto: Titi Nicola

Publicado en el semanario El Eslabón del 26/10/24

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