Era una madrugada muy oscura, y sólo los refucilos, de vez en cuando, me mostraban la huella. El barro se pegaba a las patas de mi moro, hacía la marcha lenta. De repente, las fugaces iluminaciones de la tormenta me dijeron que no estaba solo. Unos metros más adelante, otro jinete se desplazaba en igual sentido. Me pareció raro, la soledad del campo es lo constante y encontrarse con alguien una noche así era casi imposible.
La enfermedad persistente de Ladislau me había obligado a salir antes del amanecer; estaba muy oscuro y el temporal parecía cerca, pero yo debía llegar a Nogoyá, hablar con el Dr. Benítez, contarle lo que le pasaba a mi hijo, y pedirle remedios. Entonces me dije que sí, definitivamente era rarísimo que tuviera compañía, que otra persona recorriera el camino a esa hora y con una lluvia próxima. Apuré el paso del moro para alcanzarlo, y en ese momento descubrí que el otro montaba un tobiano patas blancas. Yo había tenido uno igual hacía veinte años y su recuerdo me vino a la memoria.
El viaje a Nogoyá no era fácil. Había que recorrer doce leguas de camino pantanoso, pero era nuestra realidad en Don Cristóbal. Siempre nos veíamos en la necesidad de ir hasta allá cuando las enfermedades superaban a las curanderas. La noche anterior yo había dejado el moro en el potrerito del nochero, para tenerlo a mano por si acaso debía salir de imprevisto.
Me puse a la par del hombre del tobiano, lo saludé y empezamos a hablar. Me contó que se llamaba Aniceto, y con algo de asombro le dije que yo tenía el mismo nombre. Charlamos del caballo que montaba, y cuando le referí que había tenido uno igual, me explicó –como si se excusara– que hacía poco lo había comprado en la estancia de los Rubio. Eso no me sorprendió, pese a que yo también había conseguido mi tobiano ahí. Muchas veces las estancias crían tropillas de un mismo pelo.
No había sido fácil ensillar cuando el día era todavía noche, aunque ya estaba acostumbrado. Sabía de memoria el lugar de cada pilcha del recado y para mí la oscuridad es siempre compañera del hombre de campo, no me incomoda ni me asusta. Ladislau tenía una tos persistente, mucha fiebre, hacía varios días que estaba en cama; hablándolo con mi mujer, Gila, decidimos consultar al médico.
La tormenta se acercaba cada vez más, y me alivió que hubiese un compañero para el viaje. Mi tocayo, Aniceto, empezó a referir detalles de su vida. «Cumplí treinta y dos años», dijo, «estoy casado, tengo tres hijos». Yo también le conté la mía. «Ya cumplí cincuenta y dos», resalté, «estoy casado y tenemos seis hijos». En ese momento me di cuenta de que veinte años atrás yo también tenía treinta y dos años y tres hijos.
Los truenos se escuchaban sobre nuestras cabezas y empezaron a caer las primeras gotas, pero seguimos charlando al tranco. Al rato, un gran relámpago me encegueció y el estruendo que siguió asustó a mi caballo, que corcoveó y nos retrasó. Cuando pude amansarlo, no vi más a mi compañero. Me detuve, miré hacia todas partes. El hombre del tobiano patas blancas había desaparecido. Seguí camino.
Siempre viví en la zona, pero nunca me hice carne de ninguna de las historias ni mitos ni relatos de campo, que son muy populares: la luz mala, las ánimas en pena, los aparecidos y otras tantas creencias que pasan de boca en boca y de generación en generación. Sin embargo, puedo asegurar que en aquella madrugada –de un 1925 muy lluvioso– estuve cara a cara con la sombra que sería.
Foto: Graciela Pizarro
Publicado en el semanario El Eslabón del 02/11/24
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