Fue el viernes 10 de abril de 1992 y en la provincia mediterránea, esa noche vencimos a Banco de Córdoba y ascendimos a la máxima categoría del básquet nacional, donde tuvimos doce temporadas.  

Desde las categorías de ascenso hasta incluso las doce temporadas mencionadas una dupla se destacó por su hacer en pos de la victoria de Regatas, el club de San Nicolás, del cual soy fanático. Es por esto que quiero reparar una injusticia, hacer el reconocimiento que el mencionado dúo nunca tuvo.

Regatas, que disputó la liga nacional de básquetbol en las diferentes categorías, tanto de ascenso como de Primera División, contó con innumerables duplas que fueron artífices de triunfos, y por lo tanto de alegrías para el pueblo ribereño. Algunas, que quedaron en mi memoria, son: Edgar León y John Deveraux; John Bishop y Wallace; Tony Parker y James Parker; John Deveraux y Vic Alexander, por nombrar algunas. 

Por esos años, los equipos que integraban la liga podían utilizar dos jugadores extranjeros. Los cuales debido a la paridad del dólar con nuestra moneda eran talentosos y con mucha trayectoria, por haber jugado en Europa o la misma NBA. Por lo tanto, hacían mucha diferencia en una competencia que daba sus primeros pasos dentro de una organización de equipos profesionales. Lo expuesto dimensiona mi propósito, no sólo por lo que significó tener una buena dupla, sino, también, porque la nuestra estaba integrada por socios, nacidos y criados a escasas cuadras del club.      

Como todo deporte de conjunto la victoria depende del hacer de quienes se encuentran en la cancha, en el básquet tienen más protagonismo que en el fútbol, debido a que son menos jugadores y que la cancha es mucho más chica. Si bien es más preciso por disputarse con las manos, los pormenores exteriores o el contexto también son hacedores de triunfos. Bueno, los detalles que este dúo agregó a cada partido fueron fundamentales para el desempeño del local. Más allá de los dos posibles resultados, le debemos parte de los triunfos y mayores dificultades para los contrarios en la derrota.

El estadio La Ribera, como su nombre lo indica está pegado al Paraná, a escasos metros. Dentro del mismo la cancha se ubica paralela al río. Es decir que un aro da al norte y otro al sur, siguiendo el sentido de como corre el agua. Los aros se encuentran a tres metros y cinco centímetros de altura y cada uno es sostenido por una torre denominada jirafa. Por muchos años, las jirafas de la Ribera estaban compuestas por rectángulos de caños que, uno sobre el otro unidos por parantes, conformaban la estructura que sostenía el tablero y el anillo donde se encesta. Precisamente, uno a cada costado de la jirafa sur, la que da a la cancha de tenis (dato para entendidos), se ubicaba la mencionada dupla.

Con una fina y detallada destreza para adjetivar a los players rivales, destacando particularidades estéticas pocos convencionales o fuera de los estándares normativos, más una cantidad de insultos e improperios por minuto de juego insuperables, adicionando comentarios con sorna y ridiculizando las acciones torpes, ridículas o errores de los contrarios, estos dos ganadores del baloncesto han sacado de quicio a incontables rivales que visitaron la Ribera, sin reparar en el talento, ni el fuste con el que pudieran contar. Logrando más de una vez la ira más profunda e ilógica con sólo comentarios superficiales. También es menester dar cuenta del excelente porcentaje de eficiencia, rara vez pasaron desapercibidos para alguno de los visitantes.

Un párrafo aparte merecen las conversiones que valen simples, es decir un sólo tanto. Estas conversiones se arrojan desde detrás de la línea de tiro libre, mientras que dos compañeros del rival disputan el rebote con cuatro jugadores de Regatas, todos apostados a ambos costados de la zona pintada, como el área en el fútbol. Ninguno tiene posibilidad de obstaculizar el lanzamiento, inclusive el tirador puede tomar unos pocos segundos para preparar el tiro.

En este contexto, los integrantes de nuestra dupla no sólo agudizaban el ingenio para adjetivar al lanzador de forma poco cortés y bastante despiadada, sino que además de manera imperceptible le agregaban a la jirafa un diminuto movimiento mecedor que a la altura del aro se transformaba en algo más importante.

El movimiento del aro no sólo disminuía las posibilidades que poseía el lanzador de convertir, sino que también cuando éste lo percibía comenzaba a quejarse y en ocasiones terminaba fastidiándose, más si era víctima de varias faltas.

Ambos se inclinaron por el deporte de la ovalada y es muy probable que el 99 por ciento de los rivales que perdieron la concentración y la confianza debajo de ese aro desconozcan sus nombres. Sin embargo, merecen ser reconocidos, sobre todo, por quienes amamos los colores azul y naranja.

Uno pilar y el otro hooker fueron las posiciones que ocuparon dentro de una cancha con “H” en sus extremos y desde donde aportaron para las victorias de los ribereños, es lo que puede creer cualquier hijo de vecino, incluso ellos mismos. Pero quienes, alguna vez, pateamos los parrilleros del club sabemos la verdad: Pupi y Alejo, y va toda mi admiración para ellos, fueron y son la dupla que más aportó a nuestro básquet. Ninguna otra pudo superarla, y muchos menos desde dentro del rectángulo de juego.

Publicado en el semanario El Eslabón del 09/11/24

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