La última vez que fuimos al bosque lo hicimos colgados de un tren de carga, agarrados fuertemente, sacudiéndonos con él. Mientras atravesaba veloz y ruidosamente el puente de hierro, pensamos que nos arrancaría el brazo y que moriríamos al caer sobre las piedras, pero no fue así. Cuando aminoró la marcha, abrimos los ojos y estuvimos en el mundo otra vez. Bastó una rápida mirada para bajar coordinados y salir corriendo en la misma dirección: una colina descendiente de pasto y pequeñas flores que terminaba en el bosque.
Del terrible momento en el tren, no quedaba nada. Una música flotaba en el aire, compuesta de pájaros, risas y la brisa que transportaba nuestros deseos. En el claro limitado por la entrada al bosque y el arroyo, tuve el primer síntoma de telepatía: sentía a mis amigos dentro de mí, todos sus rostros y sus voces superpuestas. Juntos experimentamos un cosquilleo que condujo a una serie de juegos espontáneos. Nos perseguimos unos a otros, volaban zapatillas y remeras, hicimos un enorme dibujo con ramitas, piedras y arena. Algunos se besaban, Sofi dio un emotivo discurso que nos hacía llorar y reír a la vez. El tiempo se estiraba y contraía como un chicle.
Transcurrieron incontables horas o minutos hasta que cierta desazón empezó a reinar. Embotados, nos fuimos aislando en pensamientos que llegaban como un torrente, y ni con esfuerzo pudimos retomar los juegos. Yo empecé a preguntarme qué hacía allí, por qué cedí ante la insistencia de mis nuevos amigos, si hace 100 años que no venía. Entonces me acordé: estábamos aquí para presenciar algo extraordinario. Los miré, y no hizo falta decirlo para que todos lo supieran. Caminé en silencio al interior del bosque, y los demás, lentamente, fueron incorporándose y me siguieron.
Esa fue la primera y única vez que vimos a Amanita.
La penumbra nos hizo entornar los ojos. En este laberinto vegetal, algunos lugares estaban bañados de luz rosa y otros cubiertos de un humo fangoso. Un silbido agudo nos invitaba a adentrarnos más. Fue fácil encontrar el camino con esas referencias del brillo y el color. De a uno nos fuimos deteniendo alrededor de lo que nos llamaba. Amanita, de vestido blanco, disfrutaba de un rayo de sol. Tenía un ancho sombrero rojo que tapaba sus ojos pero nos mostraba su espléndida sonrisa. Atrás suyo, un oscuro tabaquillo, de tronco lacerado y deforme, con musgo colgando, la protegía de intrusos y depredadores. El árbol nos daba terror. Cuando nos quisimos acercar, algo horrible nos envolvió y nos sacudió como si estuviéramos dentro de una licuadora. Retrocedimos un par de pasos y cesó, aunque la presencia amenazante ya era consciente de nosotros y la sentíamos crecer. Pensamos en irnos pero ver a Amanita nos tranquilizaba y su canto nos llenaba de esperanza. Manu no aguantó más y corrió hasta ella, pero la sombra negra del árbol rugió y lo dejó tirado en el piso, temblando. Cuando lo levantamos tenía los ojos desorbitados y perdidos y por un largo rato no pudimos hacerlo volver. Con el resto decidimos que lo mejor era no dejarse llevar por ideas, sino esperar hasta que Amanita nos diga qué hacer.
Los colores y sonidos del bosque oscilaban, cambiando intensidades, que aprendimos a controlar con nuestra intención. Shanti hizo sonar un cuenco tibetano. Diego se sumó con el bongó y Adrián, con mucho respeto, empezó a cantar:
No es necesario/ que experimente más/ absorbo tus sapiencias/ de mil siglos atrás/ acaricio a la hiedra/ y a la humanidad/ absorbo sus tristezas/ espacialmente/ Trama Pacha Mama su conjuro en Villa Seca/ Trama Pacha Mama su conjuro en Villa Seca…
Mientras repetíamos el último mantra, un silencio absoluto, como nunca habíamos experimentado, se manifestó alrededor y dentro nuestro. Concentración y conexión nos hicieron ligeros y la ausencia de dogmas y pensamientos nos permitieron atestiguar lo que sucedió a continuación.
El árbol negro era como una pintura de fondo, inerte. A nuestro alrededor, sentíamos que plantas, piedras y animales se movían, pero no los podíamos ver. Amanita se había parado; era una mujer muy alta que miraba hacia arriba. Al imitarla vimos, a través del techo de ramas, el cielo completo. No es que los árboles se corrieran sino que veíamos, al mismo tiempo, cielo y follaje. Había allá arriba una enorme pantalla rectangular que emitía, con un filtro naranja, una sucesión frenética de imágenes de personas en situaciones cotidianas.
Parecían sacadas de la televisión. La pantalla perdía rigidez, empezó a moverse como un fluido viscoso hasta formar el contorno de una figura humana pero más alargada, y luego otra. Fueron creciendo hasta empezar a salir de la pantalla, como quien atraviesa una ventana pequeña: primero la cabeza y los hombros, luego los brazos, el tronco y finalmente las piernas. Eran gigantescos seres sin rostro, cabello ni vestimenta. Todo su exterior era una masa homogénea de colores suaves en continuo movimiento (todavía podíamos ver los árboles y el cielo). Los dos seres estaban tomados de las manos. Uno inclinó suavemente la cabeza mientras el otro recorrió, con la palma hacia arriba de la mano libre, toda la extensión que lo rodeaba: nos saludaban.
Sofi gritó y se fue corriendo por donde vinimos, Matías dijo “¡uauu, que flash!” y salió tras ella. Jorge y Gustavo hablaban a los gritos y no dejaban de moverse, nerviosos. Vi a una especie de lagarto transparente trepar sobre sus cuerpos sin que ellos lo notaran. Uno de los gigantes acercó su cara sin rostro hasta ocupar sus cuerpos. Entonces Gustavo se fue y Jorge se quedó, en silencio y paralizado. Lo que siguió a continuación es difícil de contar. Vi a mis amigos experimentar varias transformaciones, pasar de niños a viejos, de monstruos a criaturas hermosas. Luego los vi como huevos luminosos, de donde salían infinitos tentáculos que llegaban a los dedos de los gigantes sin rostro. Los seres estaban entrevistando a mis amigos, y parecían satisfechos. Me empecé a preguntar si también hablarían conmigo cuando vi venir la nave.
Como todo en esa tarde, estaba y no estaba, no era algo material pero existía en el presente: todos alzamos la vista para verla. Había crecido desde un punto del cielo hasta casi ocupar todo el espacio, sin tapar nada. Sus contornos eran de luces de colores que se movían sin parar. No tenía puertas ni parabrisas pero dentro de ella, se veía claramente al tripulante. Manejaba la nave parado, sin tocar nada. No era otro gigante sin rostro (que de repente ya no estaban) sino un hombre de piel arrugada y ojos pequeños. Tenía una marcada estampa maya en los collares, la corona y los dibujos de la túnica, hecha de fibras luminosas que, como la nave, mutaban sin cesar.
Yo ya conocía al hombre maya, de una de las últimas veces que vine al bosque. Hace muchos años era un asiduo visitante y casi nada me asustaba. Había aprendido algunas cosas, como evitar que los animales transparentes se te metieran en el cuerpo, incluso llegué a jugar con alguno. A veces palpaba el mundo con fibras luminosas que salían de mi estómago. Pero más que nada había aprendido a ser receptivo a cualquier cosa que pudiera pasar en este lugar. Pero la invitación del maya a irme con él, el día que apareció su nave, me hizo dudar. Le transmití que no, que aún me quedaban cosas que hacer, que tenía un concierto la semana siguiente y además había una chica que volver a ver. El maya sin emitir palabras expresó algo que tomé como “buena elección” y su nave desapareció en un punto del cielo. Nunca más volví a verlo hasta hoy, aunque varias veces pensé en ese encuentro.
Me preguntaba si realmente hubo una nave que estuvo a punto de llevarme quién sabe a dónde, quizás en un viaje sin retorno. Luego, las visitas al bosque fueron perdiendo sentido para mí y dejé de venir. Ahora, de regreso muchos años después, supe que todo había sido cierto, y pude ver cómo el maya interpelaba a mis amigos, uno a uno, con la misma invitación. Con una capacidad para ver que me sorprendía, supe que casi todos ellos dijeron que sí.
Usando los tentáculos luminosos que salían de sus cuerpos, treparon por los árboles hasta alcanzar la nave. Se los veía brillantes y hermosos cuando fueron absorbidos por ella. Sentí que, más que yéndose, estaban volviendo a su hogar. Quise hacerlo yo también, irme con ellos. Pero el hombre de la túnica, esta vez, no me había invitado. Mis amigos me saludaron, ya sin forma precisa, mientras la nave desaparecía en un punto y el bosque volvía, como una lenta estampida, a su realidad ordinaria. Busqué a los que se habían quedado y nos abrazamos felices y cansados. Antes de volver al claro con los demás, llamé por última vez a Amanita. Sólo pude ver, por un ínfimo instante, su sonrisa, que sin mover los labios me dijo “buena elección”.
Foto: Mariano Basavilbaso
Publicado en el semanario El Eslabón del 30/11/24
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