Ante el constante bombardeo de provocaciones que vivimos cotidianamente, agudizado por la lógica odiante, denuncista e indignada de quienes participan de los medios digitales, ya sea como productores de contenidos o como usuarios, el cinismo de los medios tradicionales que ante la llegada de las fiestas, y aprovechando la abstinencia de consumo, picanean con recetas como las propiedades del guiso de cuajo y la apología del no hay plata en todas las instituciones del estado, recuperar algunos rituales que pongan el eje sobre las personas y los afectos es quizás más importante que lo que ponemos en la mesa a la hora de sentarnos a festejar.

Recuerdo que las mejores fiestas no fueron aquellas en las que hubo muchos regalos, ni las que llenaron el cielo de fuegos artificiales de colores, tampoco las que tuvieron lechón, chivito y cordero. Las mejores fiestas fueron en base a la predisposición, a no poner expectativas más que en el encontrarse con gente con la que bancaste todo el año. Para festejar la vida y bailar, y comer lo que tengamos como si fuera el mejor de todos los manjares, y tomar lo que nos dé el cuero, y sobre todo no echar culpas, no medir, y bancarse la energía que surge. En algún punto hay algo del orden de esta nueva racionalidad meritocrática que nos impide disfrutar con otros, porque competimos y criticamos, porque el lugar que nos asignamos mutuamente no tiene magia.

Sí, fue magia. ¿Cómo fue posible disfrutar todas esas fiestas donde no sobraba nada? ¿Cómo pudimos ser tan felices con tan poco? La centralidad de las fiestas no estaba en el consumo, la alegría del encuentro ponía en un marco de reciprocidad y de multiplicidad, de festejo y de valoración del acontecimiento. Nadie salía igual de esos carnavales, a todos nos cambiaba la vida, nos llenaba de magia, de poder de afectar a los que queremos de la mejor manera. Algunos bailaban, otros disfrutaban charlando, y éramos todos diferentes, formábamos una biodiversidad hermosa y la magia servía para potenciar la singularidad de cada uno y cada una. No estoy idealizando, había peleas y discusiones, algún borracho que se ponía agreta, alguna puteada propia de la intensidad, pero contábamos con mecanismos que priorizaban lo colectivo y siempre parábamos la bronca yendo a bailar todos juntos.

La frustración comenzó con el traspaso de ser laburantes a ser consumidores. Los problemas comenzaron cuando los comensales empezaron a competir por los mejores regalos, cuando se reemplazó la alegría de verte de nuevo por el mirá que ridículo lo que se puso. La competencia es siempre desleal, reemplazamos nuestros rituales tan propios por los del mercado, y empezamos a hacer numeritos sobre lo que gastó cada uno, cuando las fiestas eran la posibilidad concreta de bancar entre los que teníamos a los que la estaban pasando peor económicamente. Creemos que nos volvimos sofisticados, que hablar del auto que cambié o el terreno en Córdoba que me voy a comprar, sea cierto o no, demuestra lo bien que me va en la vida. Dejamos de estar atentos a la felicidad de nuestros afectos, mirando sus caras en la pantalla y vendiendo nuestra alma al dios del me gusta.

Tengo claro que la historia no retrocede, pero también creo que la magia no se termina y que podemos encontrar nuevas maneras de construir rituales que nos dignifiquen individual y colectivamente. Y aclaro lo individual porque nadie que se mire al espejo con desdén y tristeza, nadie que no pueda sostener sus valores porque sólo dependen del tener, ninguna persona que no pueda quererse un poco y poder pensar que se va a realizar en la vida, teniendo cierta coherencia entre lo que siente, lo que dice, lo que piensa y cómo actúa, puede aportar a lo colectivo esa energía que permita la construcción de espacios de colaboración con valores compartidos y una práctica en común. 

Hemos desterrado la magia e incorporado la tarjeta de crédito. Nuestros sueños dependían de nosotros, nuestros valores se podían sostener con un poco de actitud y eso nos hacía sentir que la vida es dignidad. Los rituales y la magia son importantes, y salirnos de los roles sociales que nos establecieron los dueños del poder real es difícil, pero no es imposible. Volver a vernos con ojos de amor, de amistad, de comprensión es fundamental. Pasar a degüello al juez interno que todos cargamos es imperativo. Que no le falte lo básico a nadie, que cada encuentro sea un acontecimiento, que cada bailongo sea un carnaval, que nos podamos cagar de la risa de nosotros mismos, y que resolvamos lo material sin competencia ni crueldades son mis deseos para estas fiestas.

Salut.

Publicado en el semanario El Eslabón del 14/12/24

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