Camila soñó que estaba escalando una montaña con una mujer vieja a la que no lograba identificar. En un momento se encontraban con un peldaño más alto que el resto. Camila lo trepaba y se daba vuelta para ayudar a la mujer. Estiraba su brazo e intentaba levantarla, pero era muy pesada. Camila no se animaba a mirarla a los ojos: estaba segura de que iba a haber algo demasiado terrible en su mirada, algo que no podría soportar. En ese momento se despertó, sobresaltada. Eran las 3.35 de la madrugada. Prendió la lámpara y buscó a Raviol, su perro, que estaba hecho un ovillo en la punta de la cama. Seguía respirando con dificultad. 

Adoptar un perro había sido su primera decisión, cuando se mudó de la casa de sus padres a un monoambiente en el centro. A mamá y papá no les gustaban los animales, y apenas se mudó lo primero que hizo, antes de sacar la ropa de la valija, fue sentarse en el piso con el celular y buscar un perrito en adopción.

Se acordaba como si hubiera sido ayer. Pero no había sido ayer: había sido hacía doce años. 

—Pobrecito, mi chiquito –dijo, mientras lo acariciaba. 

Apagó la luz y volvió a acostarse, pero le costó dormirse. Le venían imágenes del sueño a la cabeza. En un momento se rindió y volvió a agarrar el celular. Eran las 4.28. Boludeó un rato y después editó la alarma y la puso a las 8.50, veinte minutos más tarde que la que había sido la alarma original.

Se despertó a las 9.25, de golpe. Miró el celular: no recordaba si la alarma había sonado o no. “Me demoré”, mandó al grupo de la familia. Puso agua en la pava y volvió a la pieza para vestirse. Raviol seguía acostado y la miraba con cansancio. Hacía algunos días le había salido una mancha blanca en el ojo izquierdo, y a Camila le pareció que estaba más grande.

—Buen día, Raviol, ¿cómo te sentís hoy? ¿Querés caminar un poquito?

Lo bajó de la cama, lo apoyó suavemente en la alfombra, luego se alejó y lo llamó. Raviol la miró largamente, sacó la lengua y se recostó en el piso. Camila lo acarició un rato y le rascó la panza. Después se vistió, corrió hasta la cocina y apagó el agua, que ya estaba hirviendo. Desayunó mirando la pared. Antes de irse, volvió a saludar a Raviol, que la miraba con tristeza.

—Me voy un rato y vuelvo, Raviol. Mamá ya vuelve, no te preocupes. 

La casa de sus padres quedaba a unas cincuenta cuadras. Cuando era más joven y salía seguido, esas cincuenta cuadras, al mediodía y con resaca, se le hacían eternas. Ahora casi todos los sábados se acostaba temprano y caía a desayunar.

—Buenaaaaaaas –saludó Camila al entrar.

—Hola, hija –dijo su mamá–. Cuidado con la bici, no me vayas a manchar la pared.

Camila llevó la bicicleta hasta el patio y la apoyó en el pasto. Fue hasta la heladera, se sirvió un vaso de agua y se acercó a la mesa.

—Hola, ma. Hola, pa –dijo. 

—Estamos viendo la misa del Papa –dijo la mamá. 

En la tele, un tipo barbudo con una túnica roja alzaba una biblia en el aire. Después apareció una toma aérea que mostraba el patio de la Casa de Santa Marta, iluminado por una serie de velas. 

—Eso lo deben haber hecho con un dron –dijo el papá. 

—¿Es Youtube? –preguntó Camila.

—Sí, el otro día Adriana me comentó que estaban estas misas. Está muy bueno –dijo la mamá.

—Ahora hay un cura nuevo en la iglesia–dijo el papá. 

—No me cae muy bien –dijo la mamá–. Igual seguimos yendo a misa, pero este es el Papa. No vas a comparar. 

Camila se sentó y le pasaron un mate. El Papa empezaba a leer el evangelio del día. Su madre puso pausa y le ofreció una bandeja con facturas.

—¿Querés? 

—En un ratito agarro.

—¿Por qué se te hizo tarde? 

—Me quedé dormida. Anoche no me podía dormir. 

—Igual que tu padre –dijo la mamá, y volvió a poner play a la misa. 

—El comportamiento fraterno, de mansedumbre, de paz. Pidamos al espíritu santo… –decía el Papa, pero la mamá de Camila volvió a pausar el video. 

—Hoy estamos solos. Federico está en Rosario. 

—¿Todavía? –preguntó Camila–. Pensé que volvía ayer.

—Se tuvo que quedar.

—Va a haber que comer por él –dijo Camila, riéndose–. Paso al baño. 

Cuando volvió, sus padres seguían viendo la misa. Pero cuando su mamá la vio acercarse, volvió a pausar el video.

—¿Por qué no lo ven después? –dijo Camila–. No tiene mucho sentido estar pausando una misa cada dos segundos. Bah, tengo entendido que está mal eso.

—Sí, pero bueno, acá nadie se entera. 

—Dios es omnipresente –dijo el papá.

—Ya sé que Dios es omnipresente, Ricardo –dijo la mamá, y apagó el televisor. 

—¿Y por qué no podías dormir, hija? 

—Estoy preocupada por Raviol. Está enfermo.

—¿Qué tiene? –preguntó el papá.

—No sé, está raro. Está todo el día echado, no se mueve. Respira mal. Tose. El veterinario no sabe qué puede ser. 

—¿Cuántos años tiene?

—Doce.

—Y bueno, hija, ya está grande. 

—Sí, ya sé. 

—¿Y qué te preocupa? –preguntó la mamá.

—Me voy a limpiar la parrilla–dijo el papá, y se levantó.

—¿Cómo qué me preocupa?

—Claro, del perro, ¿qué te preocupa? 

—Me preocupa el perro, mamá. No entiendo tu pregunta. Es un ser querido.

—Doce años. Me acuerdo cuando lo adoptaste, que decías que te ibas a recibir y te ibas a mudar a un lugar con pasto. 

—Andate a cagar, mamá. 

Camila se levantó y salió al patio. Su papá escurría el trapo amarillo sobre el pasto y la miró, pero no dijo nada. Siguió caminando hasta el fondo del patio, donde estaba la enredadera con flores blancas. Arrancó un par de flores y acarició los pétalos, uno por uno. Su papá se acercó con un tenedor en la mano. 

—Camila. 

—Qué.

—Dios quiera que no, pero si… lo podés enterrar acá, ¿sabés? 

Camila no respondió. Le hubiera gustado irse pegando un portazo. Pero ella no era así, no le salía. Así que se quedó, ayudó a preparar las ensaladas, puso la mesa, comió, tomó un café y se fue a eso de las 5. Llegó, se pegó una ducha, se tiró en la cama con el celular y se quedó dormida.

 

Se despertó a las ocho, transpirando. Raviol aullaba y se retorcía en el piso. Asustada, se levantó y lo alzó. Le acarició la cabeza y se quedó con una mata de pelo en su mano. Miró el piso y vio que estaba perdiendo muchísimo pelo. Raviol seguía llorando con desesperación. Llamó al veterinario. 

—Es el cerebro –dijo el veterinario. 

Camila miraba una mancha de humedad en la pared, que estaba creciendo hacía meses.

—Pentobarbital –explicaba el veterinario-. Es lo más rápido e indoloro posible. 

—Sí, me parte el alma escucharlo así. 

Raviol gritaba desde la habitación contigua. 

—Bueno, podés pasar a despedirte, mientras yo me preparo. 

Camila no dijo nada. No podía creer que estuviera pasando todo tan rápido. Miró a su alrededor y sintió que el aroma del perro iba a estar impregnado por semanas, quizá meses, en todas las almohadas, en todos los rincones. Con los ojos llorosos abrió la puerta y miró a Raviol. Le acarició el hocico y el perro se sobresaltó. Camila se dio cuenta de que ya estaba casi ciego. 

—Te amo, Raviol. Te voy a extrañar mucho, sabés. 

Raviol movió la cola y tosió, escupiendo un poco de flema. 

—Gracias por todo. 

Lo miró y pudo percibir, por unos segundos, un leve destello de paz. Sin dejar de llorar, se levantó y miró su habitación, en la que hacía un rato había estado durmiendo. Le pareció un poco irreal todo. Se dio vuelta y salió. 

Mientras pasaba, Camila repasó las fotos que guardaba en la pequeña biblioteca. Una era en navidad, y estaban ella y sus primos. En otra estaba Raviol, acostado en la cocina, con uno de sus juguetes. Lo había roto tres días después de que Camila se lo comprara. En la tercera foto, estaba ella con sus padres. Pero antes de agarrarla, la puerta se abrió. 

—Está hecho –dijo el veterinario. 

—Gracias –dijo Camila, y le pagó.

—Gracias. El cuerpo quedó en una caja.

—Sí, sí –dijo Camila, que aún no sabía qué iba a hacer con él–. Bajo a abrirte. 

Bajaron en silencio por el ascensor. Camila abrió la puerta y el veterinario se la quedó mirando.

—Lo lamento, querida –dijo.

—Gracias.

—Los animales son…. La gente dice que son buenos, pero va más allá de eso. 

Camila lo miró. 

—Los humanos nos creemos especiales –siguió–. Cada tanto, alguna persona hace algo nuevo, algo insólito, algo que escapa a los estándares de su tiempo y lugar. Los animales, en cambio, hacen siempre lo mismo. Repiten patrones ya establecidos. Y justamente ahí reside su inteligencia: en su simpleza, en su serenidad, en su falta de ambición, en su confianza en el orden divino. Cada especie hace su aporte para garantizar el diseño colectivo de esa coreografía hermosa que es la naturaleza.

Los faroles de la calle se encendieron justo en ese momento. La luz le confirió al veterinario un aire nuevo, casi espectral, ante los ojos de Camila.

—Es… sí, es verdad. Nunca lo había pensado así.

—Perdón. Capaz no es momento. 

—No, no. No es eso. Pero… son muchas cosas. 

—Que estés bien, querida –dijo el veterinario, secamente, y se alejó caminando. 

Camila se quedó mirando su silueta hasta que desapareció. Después subió al departamento. Fue hasta la heladera y sacó un vino que había quedado de la noche anterior. Se sirvió un vaso y lo tomó de un trago: un vaso más y llamo el taxi, pensó.

 

Foto: Nati Culasso

Publicado en el semanario El Eslabón del 14/12/24

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