
Cuando resuenan las campanadas del ocaso y el progresismo mira con cara de yo no fui. Cuando la tierra nos escupe en la cara vientos, huracanes, inundaciones y sequías. En tiempos de vacas ajenas, de éxitos en hologramas, de una estética refulgente y del terror a la vida, nos urge más que nunca encontrar el camino hacia el respeto a la diversidad.
Cuando se terminen de caer los témpanos del consumo, por la mayor parte de la sociedad, de las y los laburantes –porque va a suceder debido a la voracidad interminable de los que manejan más de la mitad de la riqueza mundial y a las transformaciones que sufrió el mundo del trabajo– De nuestras y nuestros jóvenes ya ninguno cree que va a tener un trabajo de por vida, y aunque no sean capaces de dimensionar la cantidad de derechos que pierden, se van preparando para una sociedad que les va a pagar un sueldo sin ninguna otra garantía que las horas trabajadas efectivamente, porque evidentemente ya saben cuántas horas insume un trabajo, y al ritmo de los que trabajan rápido, la fuerza centrífuga de esta gran bolsa de trabajo se encargará de eyectar al resto a las periferias, fuera del consumo, fuera del éxito fugaz, fuera del shopping y de la góndola de cuerpos de las aplicaciones de citas.
¿Qué es lo que nos perdemos? ¿Qué fue lo que perdimos antes de perder el consumo como forma de realización social? Para ingresar en la sociedad de consumo perdimos primeramente la imaginación. Dejamos de leer, de jugar en la calle, a la pelota, a trepar a los árboles, a ir a mojarrear, a salir todos juntos en bici, en las bicis que hubiera porque no quedaba nadie a gamba aunque parecíamos los acróbatas en moto del Circo Vostok. Nos fue confinando el Atari, la videocasetera y la pantalla, no olvidemos que en los 90 comenzó a funcionar la TV por cable que transmitía las 24 horas. Nos adiestraron el deseo en las cosas que se pueden comprar. Y tuvimos la primera generación en la que “quiero darle a mis hijos lo que yo no tuve” pasó a ser otra cosa. Nuestros abuelos le quisieron garantizar a nuestros viejos un estudio –y hablo de viejos laburantes– aunque sea la primaria. Si era secundaria, mejor. Nuestros viejos, en una sociedad en la que se vivía con un sólo sueldo, al menos hasta los 90, quisieron garantizar el estudio universitario a mi generación (tengo 51 años). Nuestra generación le dio a sus hijos todas las cosas materiales que pudo. Pero nunca alcanzó, vaya a saber por qué. Horas extra en el laburo, lo único que les mostramos es la competencia, el no caerse de la sociedad y seguir consumiendo.
Cuando el auto fue más importante que la casa, y las zapas de marca fueron más importantes que el plato de comida deberíamos haber frenado. No lo hicimos. Y cada vez había que laburar más para tener lo mismo, y había que estar horas en el laburo para mantener el nivel de consumo. Cada crisis que atravesamos nos sentimos rotos, cada desempleo, cada amigo que quedaba afuera del laburo formal, sentíamos culpa. La sociedad nos echaba y para que nos fuéramos nos apuntaba con el dedo y se nos reía en la cara. Impotencia, mucha impotencia y violencia en nuestras casas, y en la calle represión. Muchos años de cosas inexplicables, de pibes muertos por no dejarse pisotear por la maldita policía. Impunidad desde todas las esferas del Estado y del poder económico, y la voz de Tinelli en los televisores haciendo de las mujeres un producto para el funcionamiento de la maquinaria de deseo, como si un culo hiciera la felicidad. Así fuimos aceptando condiciones que no se revirtieron del todo cuando el Estado comenzó a estar presente. No se tocaron los planes de estudio, se siguió poniendo el Estado al servicio del mercado, al tiempo que se sacaba a las y los trabajadores de la pobreza.
Nos faltó entender algo fundamental, el huevo de la serpiente era lo igual, ese deseo instalado en la población de competir por acceder al trabajo que nos permita soñar con las vacaciones en Cancún, la casa en el barrio privado y la 4×4. Ni los militantes más encumbrados de las organizaciones autopercibidas más combativas lograron escapar de Disneylandia. Los diferentes también fueron combatidos, disciplinados, cascoteados y lapidados intelectualmente.
Es entendible el revanchismo con el que votaron a Milei. Es comprensible el tiro en su propio pie cuando le apuntamos a la cabeza tanto tiempo. Porque, después de todo, no es una cuestión de consciencia, sino de deseo. Por más que nos enojemos, no podemos seguir estigmatizando a los que piensan distinto, porque también en algunos temas todos somos minorías, pero además porque la biodiversidad es la única que puede garantizar una democracia en la que cada cual se pueda realizar como se le cante. La autodeterminación vence a la autopercepción, porque la primera crea realidades, crea seres humanos, mientras que la segunda crea una imagen, y no quiero decir con esto que no tienen derecho a verse como quieran, sino que es mucho más intenso devenir en eso que queremos ser, a sólo percibirlo.
Para poder ser diferentes tenemos que poder intentar y equivocarnos, y no ser estigmatizados por eso. Con la lógica del poder, del consumo, de la superficialidad, cualquier mala persona que vive cagando a los demás es exitosa, y los que tienen valores y los sostienen son unos pelotudos. El Diego diría que se nos escapó la tortuga, pero estoy seguro que no llegó muy lejos y que para alcanzarla sólo tenemos que empezar a respetar lo que cada una y uno eligió como vida.
Publicado en el semanario El Eslabón del 21/12/24
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