La casa, el hogar, ese punto cardinal corpóreo donde la vida comienza, el punto exacto donde nace el meridiano de Greenwich de nuestra historia. Los metros cuadrados donde el tiempo acompaña. La primera patria, el territorio fértil que labra los primeros pasos, y que riega también los primeros rasgos de conciencia. El nido construido a fuerza de trabajo, sudor y amor, donde la vida sucede. La hornalla que le da llamarada a los primeros recuerdos. El olor a guiso a fuerza de garrafa cocinándose. Los deberes de la escuela. Los mimos y la salvajada. El universo de la siesta mientras la resolana del sol se acerca como testigo. La casa, el templo, las vigas que levanta el corazón donde las arterias se van mezclando con el ruido de la cuchara y el cemento. La existencialidad de los domingos, la libertad de los sábados, el ruido de la semana, la monotonía de la rutina. El barrio, el chusmerío, la ansiedad de los vecinos, las otras casas, las praderas resplandecientes de un tango que el destino nos ve habitar. Los días buenos y malos, los que son para pegarlos con imán en la heladera y los otros que son para el olvido. Los ladrillos que construyen de a poco como pueden un sueño, un derecho. La familia, los lazos, el cariño, las peleas, los encuentros y los desencuentros. Las mascotas, las migas debajo de la mesa y los perros, los gatos comiéndoselos, el complemento animal alfombrando el ecosistema de la manada. El mantel a cuadros, la merienda, la chocolatada después de la escuela. La postal de la vida creciendo a pulmón. La casa construyéndose es la perspectiva de que la vida todavía tiene esperanzas. El derecho a la vida digna, el derecho al hogar, el derecho universal de todos a tener su propia casa, el derecho a fabricar mundos en un mundo donde no existan los desalojos. La lluvia como una sinfonía de percusión dulce en el techo de chapa. El tanque de agua como ojo panóptico en las alturas donde se pintan las nostalgias de los mejores paisajes del barrio. El almacén, el kiosquito con metegol afuera, el insomnio, la Coca Cola de vidrio, el verano. La medianera con pedazos de vidrios cortados como el acento inseguro que proveerá protección. La tele a todo volumen afuera en enero y el festival de doma de Jesús María jineteando las olas de las noches. Los cumpleaños que protegen la infancia, los globos que se pinchan pisándolos como acto de rebeldía al orden y los compañeritos del curso corriendo jugando a la mancha. El patio, las bombuchas y el tiempo una vez más corriendo a nuestras espaldas mientras todo el guacherío jugamos a ser eternos vestidos radiantes de sonrisas en el micro océano de la pelopincho. El ténder y la autopista de soga con una hilera sin fin de ropa. Los instantes de amor, de goce, de sexo, las caricias de las sábanas cuando asoma el tacto justo de la brisa. Los problemas de la familia, los secretos, la llave de la intimidad. La resolana amarillenta de luz envolviéndose en un abrazo en los huecos de la mañana. Los mates, el olor a malvón, a jazmines, el azúcar del otoño. Mis abuelos y los números de la quiniela en Crónica. El vino tinto de mesa, la soda, el asado, la mesa. Las ilusiones que se actualizan de prepo en cada brindis en las fiestas de fin de año, la asmática resaca atada a la tristeza de lo que nunca fue. Los primeros discos, Los Redondos, Viejas Locas y Charly García. La repisa y los primeros libros, Rayuela, El juguete rabioso y Operación masacre. El ritmo de la cotidianidad anda latiendo a fuerza de instinto en los revoques que convida como táctica irremediable el andar. Ese sacrificio hecho fuego material que desenfunda sin más remedios como arma ontológica el arte genuino donde uno vive.
Publicado en el semanario El Eslabón del 11/01/25
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