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Agapanto: Durante mi juventud trabajé de bibliotecaria en una escuela secundaria, la Gurruchaga.
La escuela era nueva y era una promesa: había que fundar todo, inventar. En el personal éramos todos jóvenes. En la biblioteca había que conseguir los libros, armar los muebles, inventariar.
Los alumnos que se acercaban en los recreos, los curiosos, a los que les gustaba leer, también dibujaban, conversaban. Siempre me sentí muy bien acompañada, yo también era rara. Hice amigas y amigos que todavía conservo, trabajé durante 17 años allí.
Jorgelina era muy especial, tendría unos 15 años y un día cayó con un libro de Olga Orozco, que en ese momento era una desconocida para mí –de hecho luego me lo prestó y me enamoró–. Conversábamos de todos los temas habidos y por haber. Fui la elegida para entregarle la medalla cuando se recibió. Hasta un vestido de bambula me compré para estar más elegante en el acto.
Continuamos con nuestra amistad extra escolar. Un día me invitó a comer un pescado a su casa, que ella misma cocinó a la parrilla. Por ese tiempo, ella vivía cerca del río Paraná en el barrio de La Florida. La casa integraba un conjunto de chalecitos con jardines. El de la suya estaba lleno de agapantos que son unas plantas con una vara coronada por florcitas entre celeste, azul y lila que me encantaron. Ella enseguida sacó un gajo y me lo regaló. Durante años estuvo en mi terraza ya que necesitaba sol pero no florecía.
Jori estudió Psicología, se recibió y se fue a vivir a España. Cuando volvía a visitar a su familia, nos encontrábamos. A veces se interrumpía nuestra comunicación pero siempre nos quisimos mucho. Un día decidí cambiar el agapanto a una maceta más grande: se ve que le gustó y sacó una flor. Le mandé por email la foto y ella se emocionó.
Cuando volvió a vivir a Rosario, nos vimos un par de veces. Después, se fue a vivir a Chile donde conoció a un muchacho y pololearon. Ahora tiene un niño que conocí en unos de esos viajes en los que vinieron a visitar a su familia.
Cada vez que ella o yo vemos un agapanto florecido, nos acordamos la una de la otra: no importa el lugar donde nos encontremos. Un obsequio vegetal nos une en el amor.
Ampelopsis: Una casa cubierta de esta enredadera, abrazada por su verdor. En otoño vira al rojo y en invierno desprende sus hojas dejando ver sus ramas como los tentáculos de un animal inofensivo. Guardo las hojas en bolsas negras que luego sirven de abono a las demás plantas.
A fines de noviembre, coincidiendo con mi cumpleaños, esta noble compañera estalla en diminutas flores que caen al piso y lo dejan totalmente verde flúor. Antes, esa fluorescencia cae de hoja en hoja y crea el efecto sonoro de una lluvia ligera. Las abejas y avispas acuden de todas partes para deleitarse en su néctar y produce un zumbido constante que sorprende año a año a los invitados a la fiesta.
Anturio: La mamá de mi amiga María Isabel tenía un patio lleno de plantas: algunas raras y todas hermosas. Una vez me dio un gajito de una que yo deseaba: anturio, da una flor similar a la cala pero de color rojo. Ella siempre la tenía florecida y a mí me gustaba hasta el nombre, porque me recordaba a mi papá, que se llama Antonio. El anturio tiene hojas en forma de corazón. No sé exactamente cuándo me la regaló pero hace mucho, de hecho Matilde –así se llamaba la madre de María Isabel– ya murió y ese patio fue vaciado de su floresta y la casa, alquilada a una familia.
El gajo que ella me regaló prendió en el centro de mi patio, tiene unas hojas brillantes, oscuras y duras pero hasta ahora nunca dio una flor. Quizás le falte fósforo que es lo que creo que necesita para florecer pero me niego a fertilizar artificialmente las plantas. Cada tanto le agrego compost o la cambio de maceta cuando veo que está apretada. Ya florecerá cuando tenga que florecer. Un día vino Virginia a casa y le conté la historia de mi anturio.
Durante la cuarentena, Virginia y yo decidimos ir caminando hasta la casa de nuestra amiga Lila, que nos había invitado a comer: hacía mucho que no nos veíamos y se habían permitido las reuniones afectivas.
Pasé a buscar a Virginia por República de la Sexta y tomamos por 27 de febrero hasta San Martín. Doblamos por bulevar Seguí hasta Ayacucho. Nos cruzamos con un florista y compramos un ramo de gerberas para llevarle de regalo a Lila.
En el camino vimos en un vivero un anturio con tres flores rojas. Virginia lo reconoció enseguida y pensó que si yo lo plantaba cerca de mi anturio quizás se animara a florecer. Lo compró y me lo regaló.
Llegamos cerca del mediodía a la casa de Lila. Habíamos caminado cerca de 10 kilómetros pero no nos cansamos, fuimos paseando y conversando. Se sentía el olorcito a comida desde afuera.
Azaleas: Otras que bien bailan. El 13 de septiembre se festeja en Argentina el día del bibliotecario, aunque seamos en gran mayoría bibliotecarias. Soy bibliotecaria hace muchos años y cuando trabajaba en una escuela me encargaba de hacer los pizarrones con las efemérides, yo las llamaba enfermérides, es por eso que los alumnos y profesores estaban informados acerca del día del bibliotecario. La fecha coincide con la floración de las azaleas y, como son muy vistosas y muchos saben que me gustan las plantas, un par de veces los alumnos y también los profesores me las regalaron.
Siempre con sus suelos ácidos de pinocha y sus alegres colores, de aroma ausente pero de hermoso follaje, las recibía con todo mi cariño. Pero no hubo caso: nunca sobrevivieron más que una estación. Ya no insisto. Así como hay gente que tiene suerte con las plantas o manos verdes y otras que no, hay plantas que no tienen suerte conmigo.
Cala roja: Véase Anturio
Publicado en el semanario El Eslabón del 08/02/25
Foto: Foto: Luz Herrera
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