Emilia come una naranja, en la cocina, prolijamente sentada en el extremo de la larga mesa de pino donde antaño, entre bullicio y humo de cigarros, merendaba la peonada. Hoy, en la cocina vacía, en silencio, sólo ella y Juana, su acompañante, habitan el lugar. Su mirada celeste atraviesa la ventana, cruza el patio, salta el desierto bebedero de los animales y se pierde entre los frutales; arriba, sólo el cielo de diciembre, donde las únicas nubes que se ven son las verdosas bandadas de cotorras que su padre espanta para que no dañen los ciruelos. Muerde el fragante gajo y sonríe imaginando a papá enojado, revoleando la chaqueta, insultando al verde enemigo que vuela a refugiarse en los eucaliptos de la estación.

Se levanta, inquieta. Juana le dice que no salga, ella insiste, y Juana le permite sentarse en la mecedora de la galería, pero no más lejos. Ella contesta que sí, que está bien, que lo único que quiere es esperar a Marcel, amor de su vida. Declama a viva voz que se casará con él, aunque sea sólo el peón de papá. Juana sonríe, entre divertida y resignada, como quien tiene un recuerdo del futuro, algo que sucedió y sucederá, un reflejo circular…

El sol comienza su despedida del hoy. Emilia se siente más feliz en la galería. El reverbero de la luz entre las sombras que se alargan le recuerda aún más a Marcel, a su calor, a sus besos, a una eterna primavera. Juana se asoma, le recuerda que no salga de la galería que ya anochece. Emilia asiente, pero no entra en la casa. La casa le provoca una inexplicable tristeza, siente que ella la aleja de todo lo que la hace feliz, de la luz, la primavera, el amor. Mientras se hamaca suavemente en la mecedora, se adormece pensando en la vuelta de Marcel.

Noche cerrada. Emilia aún duerme en la galería, recortada sobre un telón negro donde antes hubo cielo y árboles. Juana la observa a través de la puerta mosquitero, luego se quita el delantal, lo dobla cariñosamente y lo deja sobre la silla donde Emilia inició su ensoñación. Deja la cocina y camina a través de la sala, rumbo al dormitorio. Mientras camina recorre con su mano y con la mirada el largo aparador sobre el cual descansa, en viejas fotos, la historia familiar: Emilia, sus padres, un tímido Marcel; más allá ambos abrazados, juntos, fervientes, felices. Y luego los hijos, y los nietos, y nuevamente, luego de un camino de adioses, ellos otra vez. Emilia y Marcel.

Juana entra al oscuro dormitorio atestado de aparatos y medicamentos, apenas la luz de una lámpara. En él, un fatigado Marcel no duerme. En su vigilia, su mirada líquida, pero con el brillo del que aún espera, recibe a Juana. Pregunta por Ella, por Emilia, por su amor.

Juana suspira, acomoda las almohadas del anciano y acariciando su pecho como para librarlo de cualquier tristeza, le dice que esté tranquilo, que la señora está bien, que lo está esperando.

 

Foto: Paula Bares

Publicado en el semanario El Eslabón del 15/02/25

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