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A quienes se nos da la posibilidad de acumular bastantes décadas de vida, también se nos ofrece la oportunidad de ponderar, en carne propia, podría decirse, la vastedad del tiempo.
No es lo mismo el tiempo breve que el tiempo extenso, largo. El tiempo breve, el de la juventud, por ejemplo, suele vivirse como intensidad, como un devenir imparable y sostenido, donde todo está marcado por la rapidez de las cosas, desde el amor hasta la rutina de la vida diaria.
El tiempo de la vejez, por el contrario, porta las marcas de lo sosegado, de lo parsimonioso, cuando no de lo lánguido. En la vejez, todo se vuelve lento, incluso el paso mismo del tiempo.
Se dirá: son percepciones, el tiempo es uno y el mismo para cualquiera. Pero no: el tiempo de la vejez tiene una dinámica donde el fervor de las pasiones y los deseos ceden su lugar a una relajación y un sosiego desconocidos cuando se es joven.
Si opuestas, ambas condiciones no implican una jerarquía axiológica. Ser joven no es mejor que ser viejo, como ser viejo no es mejor que ser joven. Se trata, en todo caso, de propiedades distintas, cada una de las cuales ofrece sus propias e igualmente importantes oportunidades.
Ser viejo, por ejemplo, ofrece la posibilidad de compartir la vastedad de la vida. Claro está que eso no ocurre con cualquiera: ocurre, singularmente, con algunas parejas, como ocurre, igualmente de forma singular, con algunos amigos. Es decir, con determinadas relaciones señeras, determinadas por el amor o el afecto.
Por ello, puedo decir que con Humberto Lobbosco pude compartir la vastedad de la vida. Nací sólo seis meses antes que él, y anduvimos juntos a lo largo de más de setenta años.
Compartimos secundario y adolescencia: Humberto como un hijo de una familia de clase media desahogada, yo como hijo de una familia bien pequeño-burguesa.
Eso no impidió que nos hiciéramos muy amigos, y esa amistad se potenció, definitivamente, cuando ambos comenzamos a cursar Letras, entre los convulsionados años sesenta y setenta del siglo pasado. Por ello, nuestra amistad se centró, y se sostuvo, alrededor del mundo para nosotros venerado de las humanidades.
En plena dictadura militar, nos reuníamos junto con Graciela Ortín, otra entrañable amiga que nos dejó tempranamente, a leer ciertos textos como De la gramatología de Jacques Derrida en casa de Humberto. Seguramente que no entendíamos demasiado, pero esos encuentros estaban cargados de un valor simbólico inmenso, porque para nosotros era incursionar por terrenos del pensamiento, en momentos en que el pensar era denostado, cuando no perseguido, o sencillamente aniquilado.
Ya en democracia, Humberto se fue a Europa, a España específicamente, donde vivió varios años. Regresó en el momento dramático en que su madre comenzaba su agonía, y nunca más se marchó de Rosario.
Aquí cultivó su amistad con Aldo Oliva, una suerte de padre sustituto para él, ejerció diversos oficios, y continuó leyendo y escribiendo. Con el tiempo, comenzó a dictar cursos y talleres, hasta terminar en lo que él mismo denominaba su metier como “maestro de lectura”.
Había en eso un linaje y un legado. Humberto, lo mismo que yo, tuvo brillantes maestros de lectura. Aldo Oliva en primer lugar, pero también Nicolás Rosa o Adolfo Prieto.
Esos nombres formaban parte de toda una tradición literaria rosarina, cuyos exponentes, de a poco, se han ido perdiendo. La muerte de Humberto se suma a ese mundo espectral, para incorporar su memoria a la inmaterialidad de los signos donde lo más querido, y pasado, se aloja.
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