
Hace más de un año asumía la presidencia de la Nación Javier Milei, ante el asombro de una gran parte de la población, propios y extraños, que creían que el actual mandatario no podía llegar a ocupar ese cargo. Cumplió con creces con lo que había anunciado en su plataforma electoral: neoliberalismo crudo y duro, destrucción del aparato productivo, odio y resentimiento hacia otros sectores políticos, estigmatización de colectivos enteros de la población y recortes en todos los sectores relacionados a derechos sociales y laborales.
No mintió en ningún momento, dijo lo que iba a hacer y aún así lo votaron aquellos sectores más vulnerables de la población. En su libro del año pasado, El pobre de derecha, el sociólogo brasileño Jessé Souza desentraña cuestiones acerca de lo que aconteció en el mundo en los últimos años. El crecimiento de sectores relacionados ideológicamente a la derecha, pero sobre todo el ascenso a la presidencia de varios países de candidatos distópicos, basados en el odio, en el resentimiento y en la indignación. El caso de Bolsonaro, de Trump y de Milei, y las consecuentes políticas, acompañadas de una comunicación que naturaliza y vacía de crítica una realidad social cada vez más desigual y cruel. Los medios no son cómplices, son una de las patas del proyecto. El aparato judicial, además, es garante de todas las ilegalidades e inconstitucionalidades que permiten que esos proyectos avancen sin freno.
Souza desarrolla el concepto de Síndrome de Joker a lo que sucede en las personas vulnerables en nuestra sociedad. La imposibilidad para muchos de comer, poder comprar algún medicamento, poder alquilar una casa, destruyeron desde los cimientos cualquier perspectiva de inclusión. La humillación permanente a la que son sometidos tiene como correlato la imposibilidad, manifiesta en todos los medios, tradicionales y digitales, de rebelarse ante los poderes fácticos. La invisibilización de las responsabilidades de quienes pueden modificar aspectos de la realidad, el poder real, produce una reacción hacia los únicos que no tienen capacidad de respuesta: los pobres, las mujeres, las izquierdas, los pueblos originarios, la comunidad LGTBIQ+, entre otros.
El sentido de pertenencia que en 1983 nos despertó la necesidad de defensa absoluta de la democracia, la marcha federal, la construcción de la CTA (Central de Trabajadores Argentinos), el 19 y 20 de diciembre de 2001, los festejos patrios durante el kirchnerismo, fueron los últimos flashes de la modernidad, de una expresión comunitaria que tenía un sentido de construcción de una subjetividad colectiva, que terminaba de complementar al sujeto de derecho individual que nos enseñó el liberalismo. La pandemia macrista primero, la del Covid después, generaron las condiciones para la destrucción de todo el andamiaje estatal primero, y de las resistencias individuales después. La percepción de que podríamos sobrevivir sin necesidad de salir a la calle fue devastadora para la construcción de los vínculos entre personas, y para una concepción del poder popular movilizado. La crisis humanitaria más grande fue del orden de lo relacional, profundizándose la ausencia de empatía, de percepción de los demás como competidores en el mejor de los casos.
Hoy asistimos a este panorama sombrío, en el que no vemos ni una salida, ni la continuidad de lo mismo, sino un subsuelo más a medida que vamos bajando, como perspectiva a futuro. Un crecimiento brutal del desempleo, una pérdida de poder adquisitivo permanente y una sensación de malestar entre quienes, como vos o yo, miramos la realidad con ojos de derechos. Sin embargo, la historia funciona por quiebres y rupturas, no es lineal, por lo que podemos inferir que en algún momento nos agotemos de este modelo y comience otra etapa en nuestra historia.
¿Qué hacer en el mientras tanto?
Utilizar los espacios de participación para escuchar, para respetar, para dejar de juzgar. Recuperar el carnaval, la alegría de ser diferentes y de ser iguales por un rato, esa hermosa ambigüedad. Organizar fiestas en las que lo importante sean las personas que participen, generar espacios de baile, de arte, de expresión, y utilizar todos los medios alternativos que conozcamos para mantener vivo el espíritu festivo y la defensa del medio ambiente en un sentido amplio. Volver a escribir canciones de protesta y volver a cantar las viejas. Generar espacios transgeneracionales de intercambio simbólico, recuperar en nosotros, en nuestras mentes, en nuestros cuerpos, en nuestra identidad y afecto, el sentido de estar juntos, el compartir la experiencia no como ejercicio de autoridad sino como concientización de que hemos estado en momentos peores y salimos, no sin bajas, pero lo logramos.
La construcción de espacios de formación en todas las organizaciones políticas, sociales y sindicales es fundamental, no para repetir doctrina sin pensar, sino para poder comprender la realidad que nos toca y modificar los modos en que lo hicimos en otros tiempos. Subestimar las redes sociales, la militancia virtual, que el activismo se inscriba en la presencialidad.
Por último, tener muy en claro que si no recuperamos la vida social que teníamos antes de la pandemia, las ganas de hacer cosas, de afirmar una existencia colectiva, todos los proyectos que tengamos van a depender de representantes que muchas veces están más interesados en presentar proyectos que en juntarse con las personas a las que dicen representar. Vamos a ser espectadores de lo que decidan hacer por nosotros. Y con esto no digo que no haya que dar esa disputa, sino que tenemos que construir la fuerza suficiente para poder condicionarlos y que realmente cumplan con el mandato.
La política popular necesita de personas de carne y hueso, que no tengan lindos discursos sino que se animen a vivir de otro modo, sin tanta pantomima, sin grandes pretensiones y sintiendo en su sangre el orgullo de saber que ni individual ni colectivamente nos dimos por vencidos.
Publicado en el semanario El Eslabón del 01/03/25
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