La historia de la democracia argentina puede concentrarse íntegramente en una sola pregunta y en una sola certeza. Cuando ambas se encuentran se enciende el fuego democrático, y alrededor de ese fuego hallamos una diagramación posible de la máxima fuerza comunitaria de este país. Ahí, entonces, una posición ética frente a la política (política en su aliento etimológico, primigenio).

“¿Dónde está? / ¿dónde están?” es la pregunta nacional por excelencia, entre otras varias razones, porque acusa la búsqueda permanente a la que somos sometidos en este país que tiene a la desaparición como figura histórica estructural. Es la pregunta con la que la gran mayoría de la sociedad argentina se presenta indomesticable, insumisa frente a cualquiera que quiera cerrarla, manipularla o pisarla. En loop consciente y construyendo conciencia: dónde están los desaparecidos, los hijos robados de los desaparecidos, los desaparecidos en democracia, los pibes que se niegan a robar para la cana y que sus viejas buscan cada noche y día, de comisaría en comisaría, las mujeres que salen y nunca vuelven, los niños que de un momento a otro faltan de los patios o las veredas de sus casas. Esta lista se expande a otras desapariciones de recursos, de soberanías, simbólicas y culturales que necesitan de aquellas para suceder y así motorizar otros planes de vaciamiento y concentración de riquezas y poder.  

Foto: Télam

En cualquiera de sus ramificaciones, la lista es interminable y ruidosa porque la desaparición estructural nunca es silenciosa y a diferencia del ciclo finito que hacen la vida y la muerte, como una maniobra revanchista que sella el tiro por la culata, el desaparecido siempre aparece. Es espacio cultural, plazas, calles, canciones, películas, conversaciones, literatura, altares. Aparece hasta en lo inesperado: el desaparecido vive en el corazón de los argentinos que incluso no lo conocen pero lo reconocen compañero, camarada, compatriota. Prójimo. Una permanencia que no tiene que ver con estar presente, sino con una construcción política y social que lo trae y enuncia con todo el peso de su desaparición pero con toda la fuerza de su implicancia. Y la fotografía fue y es esencial en esa construcción: los “¿dónde están?” tienen caras, tuvieron infancia, juventud, mascotas, amores, veranos, cumpleaños, vida.

Por otro lado tenemos la certeza. Una certeza que se funda lisa y llanamente en saber que donde hay un fotoperiodista hay un espadazo a todo relato oficial, a los secretos del poder, a los intentos del poder por mantener en secreto ciertas cosas o bajo su escritura producida de despotismo y falsedad. 

Si nos quedamos con el cinismo del genocida Videla que hablaba del desaparecido como una incógnita, “no está ni vivo ni muerto”, pregunta y certeza parecen no dialogar entre sí. Pero si hay un imposible que se hace posible con la fotografía es el de registrar la ausencia, la falta, el silencio, el ruido, el dolor, es decir, todo eso que, siguiendo sus palabras maquiavélicas, “no tiene entidad”. Las fotografías de las Madres de Plaza de Mayo mirando a los ojos a la policía montada durante las rondas en la dictadura, la misma imagen en el Estado de Sitio del 2001 y luego, misma situación bajo el gobierno democrático de Macri son apenas una muestra de la incógnita que puede resolver una captura: en cada una de esas capturas –misma situación y mismo lugar– esas mujeres aparecen dando muestra del paso del tiempo en el color de sus cabellos y arrugas, pero siempre con la fotografía del rostro de sus hijos a la altura de su corazón, en sus pechos. En esas fotografías el rostro del desaparecido está intacto, a primera vista, detenido en el tiempo, pero es a través del crecimiento de sus madres y familiares que vencen el detenimiento. No se perdieron ellos ni su causa. Ellas están haciendo lo que quizás no eligieron ni compartían, como tantas veces muchas han contado, pero están haciendo lo que harían sus hijos. Una presencia doble con la que el fotoperiodismo sentencia la derrota del deseo de Videla y ofrenda un instrumento más a la memoria popular: no, no nos han vencido.

Barthes, en pleno duelo personal, escribió que la fotografía funciona como un “retorno de lo muerto”. Pero no es un retorno mórbido. Es también otra forma de respuesta a un mandato divino: Dios manda al pueblo judío a registrar todo lo que pasan para no olvidar, para que los hijos de los hijos sepan y no olviden. En esa instrucción transversal a diferentes momentos bélicos, sangrientos, sobrenaturales, emancipatorios y milagrosos, las Santas Escrituras sientan las bases del no olvidar como acto político. Un no olvido que no tiene que ver con quedarse agarrado al farol (algo que, siguiendo la ruta de las escrituras, es anticristiano) ni con un estancamiento (ídem), sino con avanzar en consecuencia de lo acontecido para construir un futuro nuevo, sin repetición ni regreso a los lugares y situaciones de las que ya fueron rescatados, salvados, sanados. 

Así, “No se olviden de Cabezas” no es sólo recordar al fotoperiodista y su coraje, su compromiso con el oficio al punto tal de quedar bajo peligro, un peligro finalmente consumado. Es también recordar la corrupción y la impunidad. Es recordar a Yabrán. Cabezas es la señalética en una ruta que pone en jaque la normalidad del poder. Parafraseando a Silvina Ocampo que proclamaba que el mundo sería muy ingrato sin la fotografía, sería muchísimo más injusto, descartable y desmemoriado sin ella. 

La fotografía hace que la memoria deje de ser abstracta para pasar a ser evidencia y, ante todo, cosa existencial. Puesta en relación intertemporal se nos presenta como otra forma de historiar y de alcanzar una verdad no relativa ni aislada. Pepe Mateos es el fotógrafo detrás de las imágenes que permitieron probar que no fue “la crisis” la que “causó dos nuevas muertes”, sino que los asesinatos de Maxi Kosteki y Darío Santillán fueron responsabilidad de la policía bonaerense. Y también fue su cámara la que capturó las primeras imágenes que circularon de Pablo Grillo desplomado por el accionar ilegal del cabo primero Guerrero, de Gendarmería Nacional. 

La analogía de la cámara con un arma no es tan naif como se cree, es lógico que sea un objetivo a sacar del medio. El fotoperiodismo no sólo es la manifestación extrema de la condición política del registro, sino (y quizás ante todo) de la lectura. Proyecto Diccionario define a la fotografía como “escribir con la luz”. Es una actividad cifrada en la reversión de todo orden: frente a “la condenación: la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”, el fotoperiodismo usa la oscuridad para la revelación. Es como si tomara el “no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a luz” y cumpliera la profecía. Gabriela Urrutibehety ironiza sobre la utilización periodística del término cobertura, “cubrir una noticia: cubrir también quiere decir tapar”. El fotoperiodismo sale ileso: descubre.

Ese descubrimiento circula y el registro fotoperiodístico implícitamente le pregunta a su observador qué ves. Anaïs Nin decía que sólo vemos lo que somos, y somos desde donde estamos. Dime qué ves frente a ciertas fotografías y te diré dónde estás. El “¿dónde está?” como interpelación política de esta nación finalmente nos alcanza a todos. Dónde está uno —uno vivo, uno que no está desaparecido, uno acá y ahora— frente a lo que el fotoperiodismo descubre. Un dónde que no nos busca, porque acá estamos, sino que nos encuentra en una posición ética y ciudadana, política. Un dónde que señala la comunidad que deseamos tener.

Es interesante este ejercicio de diálogo con el registro de la vida política de Patricia Bullrich. Por cada declaración suya diciendo algo en una dirección aparecen mil diciendo el extremo contrario. Las fotografías muestran lo mismo, pero son más interesantes cuando no se trata de su presencia y relaciones, sino de las consecuencias de sus definiciones. Bullrich es la punta de un iceberg que la acomoda en el poder a su conveniencia, pero en el fotoperiodismo siempre es lo que es: una criminal. Y es también en el fotoperiodismo que aparecen evidencias de sus únicas constantes: sin triunfos políticos propios, toda una vida dedicada a las violencias (de toda índole y manifestación) y a despreciar a los jubilados.   

Entrar en ese desprecio necesita otro texto, pero vale decir que tal vez sea porque ellos son y tienen lo que ella nunca fue ni tendrá: los jubilados son trabajadores con historia propia, con dignidad, valentía y entrega por el bien común descomunales, son disruptivos y rebeldes, y cuentan con todo el apoyo popular y familias que los acompañan con amor. En uno de los tantos testimonios de estos días, una jubilada miraba a la cámara y gritaba “¿qué te hicieron, Bullrich, qué pasó en tu vida para que seas así?”. 

Son demasiadas las veces que los argentinos le preguntamos a Bullrich qué pasó. No respondió ninguna vez. Sí lo hicieron las fotografías y reconstrucciones a través de ellas. Pero tal vez este sea el único qué pasó que le pregunta a ella por ella. Tampoco lo responderá. Ya no importa, llegará el tiempo del retorno y será justicia.

Publicado en el semanario El Eslabón del 22/03/25

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