Todo vehículo que circule detrás del suyo lo persigue. Toda persona es potencial enemigo. Las imaginarias amenazas no cesan, ni siquiera cuando llega a su hogar, donde permanece con las luces apagadas para evitar que el enemigo lo aceche. El hombre estuvo en Irak, sufre desórdenes postraumáticos, al igual que decenas de miles de veteranos. Junto a los “homeless” que deambulan por las calles de los Estados Unidos hablándole a la nada, los ex combatientes que vuelven gravemente enfermos constituyen un actor social clave en esa sociedad, donde habitualmente se producen brotes de violencia “ciega y asesina”: apenas un reflejo interior de lo que el imperio siembra por el mundo.
Se van haciendo más visibles conforme las primeras sombras cubren como un manto las calles, como si regresaran de una realidad otra. Caminan arrastrando los pies, enredados entre sus harapos y sus propias pertenencias. A veces las cargan en el changuito de un supermercado, como una suerte de irónica declaración acerca de la sociedad de consumo en la que se arrastran penosamente. Son los sin techo (“homeless” en inglés) y si bien en los Estados Unidos los caminos hacia esas formas de marginación extrema son variopintos, muchos de ellos son “locos de la guerra”, ex combatientes que volvieron con mutilaciones, algunas físicas, otras psíquicas. Constituyen un sector social importante en un país que desde los albores de su historia se ha involucrado en guerras imperialistas en los rincones más insospechados del planeta. Constituyen el alto precio que el conjunto de la sociedad estadounidense, y más específicamente los más pobres, los afroamericanos y los latinos, deben pagar para que un minúsculo grupito de grandes corporaciones haga sus negocios destruyendo y reconstruyendo países y saqueando sus recursos naturales.
El negocio del miedo ha sido uno de los más lucrativos en los Estados Unidos. Y no es una paradoja, sino apenas una consecuencia lineal. El miedo alentado desde sectores concentrados del poder se torna luego paranoia, muchas veces la paranoia asesina que desata balaceras en escuelas, centros comerciales y lugares públicos. Estos hechos, al igual que los asesinos seriales, quizás sean los aportes más genuinos de la cultura estadounidense a la civilización occidental. En la sociedad estadounidense se mata, y también se muere, por miedo. Es decir, por la instrumentalización del miedo como herramienta de poder. Una caterva de espectros creados con esos fines todavía deambula y acecha. Puede postularse una historia de los Estados Unidos a partir de los espectros creados en cada contexto histórico: chinos, japoneses, comunistas, vietnamitas, marcianos, coreanos, musulmanes, árabes.
Con tantos fantasmas sueltos por las calles, resulta inevitable que de vez en cuando alguien se asuste en demasía, enloquezca y haga un desaguisado que cueste vidas inocentes. Los análisis que intentan vincular estos hechos a cuestiones meramente individuales, privadas, soslayando el contexto social, contribuyen a ocultar las complejas causas de estos brotes de violencia “irracionales”, que están ligados, directa o indirectamente, a la cultura de la guerra, que son brotes de violencia “racionales” y hasta “justas”, según el presidente de los Estados Unidos e insólito premio Nobel de la Paz, Barack Obama.
Los que vuelven pero no vuelven
“Ya no me siento seguro en mi propia casa. Mi percepción y mi respuestas a las amenazas ha cambiado para siempre, y eso hace que el único lugar en que me siento bien es en la guerra, en Irak”, afirma un veterano de guerra tras 24 años de servicio en los Marines, apenas regresó de Medio Oriente. El hombre narró la desgarradora historia de su vida actual, civil, que se desarrolla en un medio (su casa, su pueblo, su familia) para el que ya no está preparado. La narración se publicó en Veterans Workshop, un nuevo medio alternativo estadounidense dedicado a los ex combatientes, y también puede accederse a ella a través de www.alternet.org, con el título “War Vet: I Served 40 Months in Iraq, After Which I Didn’t Want to Go Back Home” (“Veterano de guerra: Serví 40 meses en Irak, después de los cuales no quiero regresar a mi casa”)
El veterano, cuya identidad no fue revelada, padece desórdenes y stress postraumático (PTSD por sus siglas en inglés) y también daño cerebral traumático (TBI por su siglas en inglés) con pérdida de memoria. Estuvo en servicio por 24 años y permaneció 40 meses seguidos en el infierno iraquí. A medida que desgrana su pesadilla actual, que transcurre en su hogar, en su ciudad, en su país, queda claro que su historia no es sólo personal, sino que representa a un sector social, a aquellos que, al regresar, tienen que pelear la “guerra interior”, que al igual que las otras guerras, es pelea perdida.
“Desde Irak, pasó días enteros sin dormir. Es duro estar así. Cuando duermo, suelo despertarme por las pesadillas. Y en esos momentos, lo único que deseo es levantarme, tomar mi equipo, preparar mis armas y herir a alguien. Después de esas pesadillas, ya no logro volver a dormirme”, contó el veterano de 46 años. El hombre señaló que quiso quedarse en Irak porque se considera bueno en su trabajo y creyó que su aporte sería importante para los soldados menos experimentados. “Sinceramente disfrutaba de estar en Irak y de hacer un trabajo tan importante y peligroso”, indicó el hombre, que participó de cuatro misiones como voluntario.
“Sentía que estaba haciendo algo que valía la pena, más allá de la política. Y me quedé en Irak porque me adapté tan bien a ese medio, que después no quería volver a mi casa. Esto es parte de la enfermedad PTSD. Nos volvemos tan eficientes operando en combate que nos olvidamos cómo funcionar en condiciones normales. Los psicólogos les llaman habilidades para sobrevivir, son comportamientos que nos mantienen con vida durante los combates. Se trata de ser paranoico para reaccionar rápido ante cada movimiento o sonido, y la rapidez en el uso de la violencia es una buena cosa en la guerra. No es fácil desactivar esos mecanismos internos cuando uno regresa a su casa, porque de hacerlo nos sentimos inseguros”, agregó el veterano, que ofreció una descripción inmejorable de cómo las guerras “externas” ingresan al celosamente resguardado territorio de los Estados Unidos.
Es obvio que la cultura de la violencia, y la idea de “seguridad” vinculada a la eliminación física del otro, ingresa dentro de las atribuladas cabecitas de los que vuelven de matar, incapacitados ya para dejar de hacerlo.
“Aquí, a cada persona extraña la veo como una posible amenaza. Si voy manejando cerca de mi casa y hay otro vehículo detrás, yo doy varias vueltas antes de llegar a mi hogar, como para estar seguro de que no me sigue. Cuando estoy dentro de mi casa también me siento observado. Por las noches apago las luces de mi casa y cierro las persianas para que no pueda verse el interior desde afuera. Mi perro me debe creer un idiota porque siempre me ve aparecer en medio de la oscuridad”, recuerda el ex combatiente, que experimenta una suerte de síndrome de abstinencia: les faltan sus armas, su equipo, se siente desprotegido, porque ya no están sus compañeros cuidándole las espaldas.
“Si pudiera elegir, todavía estaría en Irak o Afganistán”, aseguró el veterano, que se siente incomprendido por la gente, ya que nadie entiende, según él mismo considera, lo que significa el síndrome postraumático que padece. Entre los muchos síntomas, describe el hecho de estar siempre hiperalerta, buscando amenazas en cada rincón.
“Ellos no entienden por qué estamos siempre enojados y por qué queremos estar en un medio controlado. Varios miembros de mi familia me dijeron que trate de estar relajado, y que me controle. Piensan que es sólo una cuestión de autocontrol, y que es fácil de corregir, pero no lo es. ¿Piensan que nos gusta vivir así? No se dan cuenta de que si fuera tan fácil no estaríamos bajo tratamiento. Y después se preguntan por qué no queremos hablar del tema”, narró el veterano, que señaló que tiene graves problemas de relación, dentro y fuera de su familia, y que se encuentra quebrado y sin proyectos para el futuro.
“Una bomba que estalló al costado de una calle en Irak me produjo un daño cerebral traumático, por lo que no tengo buena memoria. Me pierdo conduciendo mi auto cerca de mi pueblo. Si estoy en un hotel, me olvido del número de mi habitación, también olvido las citas y las conversaciones con la gente. No me puedo concentrar. Ya no puedo leer, como hacía antes. Tengo que releer la misma página una y otra vez, y al otro día lo mismo. Esto agrega cada día más frustración y bronca”, señaló el ex soldado, que actualmente se encuentra internado en Pathway Home, una institución que lleva adelante un programa de ayuda a los enfermos de PTSD.
“Me cuesta imaginarme a mí mismo en el futuro. No puedo ver mucho hacia adelante, como para poder planificar algo. No siento ningún interés en proyectos a largo plazo", aseguró. Allí en Irak, recordó, su único proyecto era sobrevivir día a día. Ahora, de regreso, su vida carece de sentido, confiesa. Siente que todos sus logros los obtuvo en el combate, y que ahora ya nada desea. "Parte de mí desea haber muerto en Irak”, confiesa al tiempo que justifica la invasión y reproduce el discurso belicista que propalan aquellos que promueven las guerras desde sus lujosos escritorios.
“Tienen que entender que ninguno de nosotros regresa igual que cuando se fue”, concluye, y a través de su voz escuchamos no una historia sino miles. Como en Ricardo III de Shakespeare, los asesinados en manos de la tiranía y el autoritarismo regresan, en forma de fantasmas, para asustar y condenar a sus asesinos: “Desespera y muere” repiten los espectros.