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Las denuncias por abuso sexual en la iglesia Nuestra Señora de Pompeya de Rosario, que se suman al caso del arzobispo de Santa Fe, monseñor Edgardo Storni, y a otros miles de hechos de pedofilia cometidos por sacerdotes católicos en todo el mundo, reavivan una vieja polémica. La pregunta es si constituyen excepciones, ovejas negras, manzanas podridas, o si, por el contrario, son hechos vinculados profundamente con la ideología, el destino, el poder y la supervivencia de la Iglesia Católica.

El filósofo esloveno Slavoj Zizek hace referencia a los casos de pedofilia que involucran a sacerdotes católicos en el libro donde analiza las diferentes clases de violencia (Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Paidós, 2008). El pensador intenta desentrañar “el corazón de las tinieblas”, esto es la violencia fundante que se halla en el mismísimo centro vital de las instituciones, y que así constituye su reverso negado, tapado, pero sin el cual la institución no podría siquiera existir.

Para Zizek, lejos de ser excepción, y lejos de ser asignable a los individuos, la pedofilia de los sacerdotes católicos es “indispensable” para la supervivencia de la Iglesia.

“La pedofilia de los curas católicos no es algo que atañe sólo a las personas que, a causa de razones accidentales de su historia privada sin relación alguna de la Iglesia como institución, eligieron el sacerdocio como profesión. Es un fenómeno que concierne a la Iglesia católica como tal, que está inscripto en su propio funcionamiento como institución socio-simbólica. No concierne al inconsciente privado de los individuos, sino al inconsciente de la propia institución: no es algo que ocurra porque la institución deba adaptarse a las realidades patológicas de la libido para sobrevivir, sino que se trata de algo que la institución necesita para reproducirse”, señala Zizek, que hace referencia a la noción de “inconsciente institucional” como algo que está más allá de las decisiones y las opciones individuales de las personas que integran una institución.

“Uno puede imaginar un sacerdote heterosexual (no pedófilo) que, tras años de servicio, se ve implicado en la pedofilia porque la misma lógica de la institución lo induce a ello”, agrega el filósofo esloveno, que insiste en designar esos hechos como “la cara obscena y oculta” que, precisamente por ser negada, sostiene y da vida a la institución.

Cuando Zizek analiza por qué estos hechos se encubren, es posible trazar un claro paralelo con lo que sucede en otras instituciones poderosas y verticalistas: el ejército, y la policía, donde no les suele ir muy bien a aquellos individuos que patean el tablero y, rompiendo con los códigos internos, denuncian, por ejemplo, hechos de corrupción.

“En otras palabras, no es sólo que por razones conformistas, la Iglesia intente encubrir los escándalos de pedofilia, sino que al defenderse la Iglesia defiende su secreto obsceno más íntimo. Ello implica que identificarse con este lado secreto es un elemento clave de la auténtica identidad de un sacerdote cristiano: si un sacerdote denuncia (no sólo retóricamente) se excluye a sí mismo de la comunidad eclesiástica”, señala Zizek al tiempo que ofrece una interesante propuesta: “La propia Iglesia como institución debe ser investigada en cuanto al modo en que crea de forma sistemática las condiciones para que se cometan tales delitos”.

Acaso una forma productiva de retomar las propuestas del filósofo sea bucear en la lógica interna de la Iglesia católica, más precisamente en su “moral sexual”. Un recorrido histórico por los avatares de la relación entre catolicismo y sexo nos devuelve un panorama tan claro como alarmante, en el que las patologías sexuales no surgen de la nada, ni tampoco de decisiones individuales, sino del centro mismo de la ideología que sustenta la institución, de su núcleo más duro.

Lo que primero llama la atención es una cuestión cuantitativa: el lugar que ocupa el sexo en la Iglesia. Un lugar central, importante, decisivo, privilegiado y por momentos hegemónico. Es difícil encontrar otra agrupación humana que exhiba semejante obsesión por el sexo, que ocupe tantas energías en legislar acerca del sexo, que insista desde hace tantos siglos en inmiscuirse en las alcobas para fisgonear y ver qué hace la gente con su cuerpo. Ya en este hecho hay algo notable, extraño, considerable.

De todas las acciones humanas, el sexo, como actividad consciente y consentida entre personas adultas, como acto que se realiza sin afectar a terceros, apenas posee resonancias y consecuencias directas en el conjunto de la sociedad, si lo comparamos con otros actos.

Que la gente se dedique, sin mediar violencia alguna, sin dañar a nadie, a tocarse, a intercambiar gestos y movimientos corporales, para reproducirse, o por placer, o por otros motivos personales, no parece ser, en principio, una amenaza para nadie. Pero evidentemente, considerando la historia de Occidente, hay algo detrás, algo que ignoramos y que, de alguna manera oculta, explica la fenomenal obsesión de la Iglesia católica por el sexo.

Hoy la Iglesia católica participa de la realidad más inmediata y cotidiana, y aparece opinando en los titulares de los periódicos, fundamentalmente por tres temas: matrimonio entre personas del mismo sexo, utilización de preservativos para evitar enfermedades o controlar la natalidad, y aborto. En el centro de las tres cuestiones está la sorprendente delectación católica por lo sexual, como si les resultara embriagador y narcótico el tufillo que exudan las zonas pudendas de la gente, sin importarles otros temas más urgentes y de mayor impacto colectivo.

El sexo ocupa el centro de un universo de nociones y relatos entre los que hay que contar el lugar de la mujer (en la Iglesia y en el mundo), el cuerpo, el pecado, y la culpa, entre muchos otros. La sexualidad de la Iglesia católica está relacionada, en principio, con negaciones y prohibiciones. (Y no sólo la sexualidad, sino buena parte de su moral: de los diez mandamientos, siete comienzan con “no”). Se nos indica qué no hacer, pero: ¿Cuál es la propuesta positiva, y dónde está indicado qué hacer?

Cuesta aceptar que la sexualidad aberrante de los curas abusadores de menores surja como el lado propositivo, el pútrido detritus que, por decantación, aparece entre las negaciones. El celibato, tema largamente debatido en el seno de la Iglesia desde su propia fundación, debe ser considerado en el centro de esta cuestión, como una de sus claves. Y en este punto, a través de tantos siglos y concilios eclesiásticos (Elvira, Letrán, Trento), y más allá de las opiniones encontradas dentro de la institución, asoma el espectro de Karl Marx: “Es la economía, estúpidos”, podríamos hacer decir al barbudo de Tréveris sobre este tema. Y en el propio seno de la Iglesia se dejó en claro, desde Tomás de Aquino y hasta Juan Pablo II, que el problema del celibato no es cuestión de Dios sino de los hombres: la clave está en la herencia, lo que se preserva no es el alma, ni los bienes espirituales, inmateriales. Son los bienes materiales de los curas, que gracias al celibato pasan a la Iglesia cuando los sacerdotes van al cielo, y no los heredan inoportunas esposas e hijos. Y a juzgar por lo ocurrido en los últimos dos mil años, el negocio inmobiliario Vaticano funciona “como Dios manda” y ha logrado acumular riquezas inmensas, como puede apreciarse en la fastuosa sede de esta institución.

En una entrevista con Bernard Henry-Levy titulada “No al sexo rey” y recogida en el libro Un diálogo sobre el poder (Alianza, 1985), Michel Foucault reflexiona sobre la función de las prohibiciones sexuales en los discursos represivos, y nos ofrece otros elementos para pensar sobre lo positivo-propositivo que subyace a la negación. Al pensador francés no le importan tanto las prohibiciones en sí, sino “la producción de verdad” que estas implican. El objetivo de la prohibición, asegura, es crear poder, generar una red de control, y fijar una verdad. Para Foucault el poder no le teme al sexo, sino que lo usa como instrumento para ejercer control. Lo fundamental no es la prohibición en sí, no es la prohibición lo esencial en el poder, sino apenas su límite extremo, asegura. Lo importante de la represión, señala Foucault, es el aspecto productivo-positivo, la construcción de una verdad para imponer a los demás. Quizás haya que buscar en esta dirección para poner en contexto la sorprendente obsesión de la Iglesia católica por el sexo, y la enorme diferencia entre lo que recomienda hacer a los demás, por un lado, y lo que efectivamente practican sus ministros, por el otro.

El problema excede a la Iglesia. Desde hace siglos, esta institución se erige en árbitro de la moral sexual y esto afecta a toda la sociedad, no sólo a los católicos. El relato católico, su concepción del mundo, moldea la cultura occidental, más allá de nuestras creencias personales. La sistemática sexualidad patológica y delictiva de miles de sacerdotes católicos en todo el mundo hiere la fe y las convicciones de personas sanas, bien intencionadas y con fuertes sentimientos religiosos. Estos hechos repugnan la sensibilidad de mucha gente, y es posible que generen dañinos e injustos prejuicios y generalizaciones excesivas. Acaso muchos cristianos convencidos empiecen a ver, conmovidos y confundidos por el asco, a un posible depravado sexual, un sexópata abusador de niños, detrás de cada sotana. No estarían más que repitiendo contenidos propios de la cultura popular de la Edad Media y el Renacimiento, en la que los chistes sobre cuidarse de los curas, ponerse contra la pared ante la vista de un sacerdote y ese tipo de pullas eran moneda corriente, con lo cual queda claro, y está profusamente documentado, que estos hechos, lejos de ser excepcionales, fueron centrales en una expresión cultural riquísima y multiforme que reflejaba una situación social conocida por todos. Por aquellos años, las orgías que tenían lugar en monasterios, conventos y templos eran bien conocidas por el pueblo, y es posible imaginar que aquellas fiestas harían enfurecer de envidia a los más retorcidos pornógrafos californianos de hoy. Conventos y monasterios se comunicaban a través de túneles secretos y estaban equipados con instalaciones especiales e instrumental para realizar abortos. Ocupados con sus rezos, sus cantos gregorianos y la organización de los ya mencionados eventos sociales, los sacerdotes de aquellos años no podían imaginar que siglos después, gente de su propio rebaño atacarían clínicas donde se realizan abortos, en nombre de la misma religión.

Más allá de las conocidas dificultades de traducción, nada indica que la famosa frase de Jesús “Dejad que los niños vengan a mí” (Marcos 10:14) tenga la interpretación que por estos días suele dársele en mensajes que circulan por la red, como indignadas respuestas a los nuevos escándalos por abuso sexual perpetrados por sacerdotes católicos.

La cultura popular nunca perdona, y ya se escuchan expresiones de escarnio que juegan con los significantes “bufarrón/bufanda” y endilgan a los representantes de Dios en la tierra el uso indiscriminado de esta prenda de abrigo en pleno verano.

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