Los procesos de cambio que se están desarrollando en América latina, que implican la superación del paradigma neoliberal y el consiguiente regreso de la política en términos propiamente políticos –lucha ideológica por el poder entre intereses sectoriales–, llevó al centro de la escena la disputa por el sentido, le otorgó centralidad, carnadura real y urgencia. Del resultado de las peleas en curso entre gobiernos progresistas, reformistas y revolucionarios, por un lado, y medios de comunicación concentrados al servicio de los poderes fácticos, por el otro, dependerá buena parte del futuro de la región.

Cristina vs. Clarín. Lula/Rousseff vs. O Globo. Chávez vs. Globovisión. Evo vs. La Razón. Correa vs. Teleamazonas. Estas expresiones boxísticas, que son apenas ejemplos parciales, pero paradigmáticos, pueden sonar demasiado brutales y simplificadoras. De hecho lo son, pero por esto mismo señalan, con énfasis y contundencia, un estado de situación que, de por sí, es maniqueo y viene planteado en dicotomías insalvables. Los procesos de cambio que se desarrollan en Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Uruguay y Paraguay tienen profundas diferencias entre sí. En muchos puntos no resultan comparables. Pero sí en uno, y es justamente este punto en común el que ha venido cobrando importancia, visibilidad y centralidad en los respectivos países: la pelea contra las grandes empresas mediáticas concentradas que responden al viejo paradigma neoliberal e intentan por todos los medios frenar el cambio.

En la Argentina se sancionó una ley de comunicación audiovisual que reemplazó una norma de la dictadura militar, y que está siendo resistida por sectores conservadores. Rafael Correa luchó, hasta ahora sin éxito, para hacer algo similar en Ecuador. Lula también lo intentó, pero no pudo contra O Globo y es una de las materias pendientes que le deja a su sucesora, Dilma Rousseff.

Más allá de lo diferente que puedan resultar estos procesos de cambio en marcha, tienen un parecido esencial y definitorio: luchan contra enemigos comunes, enemigos poderosos que se parecen mucho entre sí, hasta identificarse. Un mismo discurso, más allá de las profundas diferencias culturales y nacionales. Una misma prédica, un mismo gesto desesperado de aferrarse a un viejo paradigma neoliberal ya en baja y con mínimo poder de seducción entre las grandes mayorías, pero con un máximo poder de daño. Y con cierto poder de penetración en sectores medios antipolíticos, colonizados y racistas, que tienen unas ganas incontenibles de ser engañados, y se tragan con gusto cualquier burda engañifa, por más infantil e infundada que sea, siempre y cuando los confirme en su visión del mundo individualista, pasiva y servil. Acaso sea posible imaginar que son sectores formados por personas que se pretenden por fuera de la sociedad, en un inexistente más allá de las clases sociales y las ideologías. Acaso vivan en una suerte de limbo propio, de autoengaño, y tal vez por eso agradezcan ser engaños. Es un fenómeno extraño, siempre al borde de lo patológico, cualquier patraña que alimente su resentimiento y su autoengaño les resulta un manjar exquisito.

Los discursos emanados de los poderes fácticos pueden crear confusión entre la población. Pueden proponer ejes falsos de debate. Pueden hacer crecer enormes árboles que tapen el bosque. La matriz ideológica, reaccionaria, antidemocrática, antipolítica, se les notas no sólo en el contenido explícito de sus discursos, sino también en la actitud ante los lectores, oyentes y televidentes, a quienes tratan como a tontos sin sentido crítico ni capacidad de discernimiento, como a seres manejables y manipulables a los que les venden cualquier mentira, baratijas del sentido, berretas piedritas de colores. La ideología resulta también legible en la utilización sistemática de la mentira, tan pregonada por el Ministro de Propaganda de Hitler, quien pese al cianuro y la incineración todavía sigue dando letra a los sectores más retrógrados.

Pero las mentiras no siempre triunfan, y muchas veces los embates de los medios concentrados apenas generan cortinas de humo y momentos de confusión que luego son barridos por la realidad y la movilización popular. No pudieron voltear a Correa en Ecuador, por ejemplo. Ni a Chávez en Venezuela. Ni a Evo en Bolivia. En Brasil, el conglomerado O Globo hizo todo lo posible por desprestigiar a Lula. Pero no pudieron contra los logros tangibles, incontrastables, de los ocho años de gobierno del tornero mecánico, que se retira del poder con un índice de aprobación récord en el mundo: más del ochenta por ciento. O sea que esa enorme mayoría aprueba a Lula y descree de los medios que lo atacaron durante sus ocho años de gobierno. Frente a las mentiras y las difamaciones de los medios concentrados del Brasil, Lula mostró resultados concretos, multiplicando el gasto social e implementando planes que sacaron de la pobreza a más de veinte millones de personas.

En la Argentina la pelea entre el gobierno nacional y el grupo Clarín roza límites grotescos, de guiñol. Tomemos como ejemplo dos de los más patéticos empleaditos del mes de Clarín. Entre los autodenominados “líderes de la oposición” hay una señora augur, Lilita Carrió, que nunca acertó un pronóstico, ni uno sólo, pero sigue anunciando sucesivos Apocalipsis que nunca pero nunca llegan, y pito catalán. El pago de la deuda externa con reservas iba a acarrear al Armagedón, por ejemplo. Pero no, y resulta que Barack Obama se interesó por las medidas de desendeudamiento aplicadas por Cristina. Esto sucedió ante los ojos del mundo, mientras Lilita, es imaginable, enclaustrada en la celda de un convento, rezaba y le daba parejo al cilicio ante imágenes de la Virgen y de Magnetto. El otro empleado del mes, Pino Fibertel Solanas, acaso no califique ni para vicepresidente de una asociación de consumidores en un país capitalista. Es imaginable que en un té canasta de una reunión de vecinas de clase media alta, Pino sería abucheado por servil a las corporaciones.

La prédica neoliberal sigue repitiendo la gastada consigna que reza que con las actuales políticas del gobierno nacional, la Argentina va a quedar “aislada del mundo”. La realidad indica todo lo contrario: hacía mucho tiempo que la Argentina no ocupaba un papel de tanta importancia, influencia y respeto a nivel internacional. Néstor Kirchner y Cristina Fernández, avatares de Satanás para la cantinela neoliberal, lideran importantes agrupamientos internacionales. El ex presidente es secretario general de la Unasur, una organización transnacional que ya se mostró efectiva y superadora de la vieja encerrona de la dependencia continental. América latina como patio trasero de EE.UU ante la mirada impotente de la inútil OEA, siempre jugando para el Imperio por acción, timoratez u omisión, es ya cosa del pasado.

Cristina Fernández lidera el G77 más China. Queda claro que los gobiernos de los 131 países que integran el grupo evidentemente no acuerdan con la demonización de Cristina que propalan Clarín, sus empleados disfrazados de dirigentes políticos, y ciertos sectores medios, antipolíticos, dedicados a esputar hacia el cielo y servir de condones a los poderes fácticos.

El intento de golpe de Estado en Ecuador es un ejemplo aleccionador de la importancia de la lucha por el sentido, en este caso en la acepción más técnica y semántica del término “sentido”. La batalla simbólica que tuvo lugar en paralelo a la violencia sediciosa que intentó derrocar a Correa puso en el centro de la discusión la pertinencia del uso de la expresión “golpe de Estado”. En principio, se puede argumentar, apelando a la abundante experiencia histórica del continente, que un golpe de Estado no es un hecho puntual, instantáneo, sino un proceso que se desarrolla en horas, días, meses y hasta años. El derrocamiento, el reemplazo de un presidente constitucional por otro de facto, es la etapa final de un golpe de Estado, su conclusión, pero el concepto “golpe de Estado”, que señala un proceso y no un hecho súbito e instantáneo, bien puede ser aplicado cuando este proceso comienza, cuando se pone en marcha. En el caso de la intentona del 30 de septiembre contra el presidente del Ecuador, salir a denunciar “un golpe de Estado” en marcha, en ejecución, en medio de la escalada, fue la manera más efectiva de abortarlo. Los rasgos que, desde el punto de vista lingüístico-semántico, facultan a la utilización del término, estaban allí: intentos de asesinar al presidente, quien luego fue herido y además secuestrado; un aeropuerto tomado por la Fuerza Aérea; policías amotinados asesinando ciudadanos que defendían la democracia en las calles; partidos de la oposición que arengaban en contra de la continuidad de las instituciones, entre otros hechos de desestabilización. No hacía falta más, y en pleno desarrollo de los acontecimientos, desde el punto de vista político, quedó claro que hablar de “golpe de Estado” contribuía a abortarlo, mientras que evitar esa caracterización les daba aire a los golpistas. El ejemplo es revelador, porque indica la incidencia directa que las palabras pueden tener sobre la realidad. Fijar el sentido de una palabra o expresión es una acción política fundamental. De eso se trata la batalla de ideas, la batalla por el sentido, la pelea cultural en marcha.

Lo nuevo y lo viejo

Esta lucha entre gobiernos democráticos y medios hegemónicos concentrados dista mucho de ser una novedad en el continente. Lo que quizás sí tenga ciertos componentes de novedad es la manera en la que esta vieja puja se expresa hoy, por el particular contexto social actual, por los cambios tecnológicos que reconfiguraron los medios de comunicación, y debido también a la particular correlación de fuerzas, propia de cada época.

Por sólo mencionar un ejemplo, cuando el 11 de septiembre se recordó el golpe militar perpetrado en Chile contra el gobierno de Salvador Allende en 1973, en algunos medios no hegemónicos se mencionó que el empresario chileno Agustín Edwards, dueño por entonces del diario El Mercurio, la mayoría de las minas de cobre y la embotelladora Pepsi, fue quien se reunió personalmente con el genocida Henry Kissinger y el agente de la CIA Donald Kendall para tramar el golpe, y su diario recibió de la CIA dos millones de dólares con el objetivo de iniciar una campaña de desprestigio contra Allende, según reconoció la propia agencia en documentos desclasificados.

En la Argentina, la mayoría de los grandes medios, con famosas y honrosas excepciones, alentaron el golpe de 1976 y durante la dictadura publicaron los partes de prensa emanados del Ejército, que daban cuenta de falsos enfrentamientos que encubrían ejecuciones en el marco de uno de los más crueles genocidios de la historia de la humanidad. Por esto, entre otras cosas, hoy resulta bajamente canallesco que algunos periodistas argentinos osen mentir, y poner en duda la total falta de restricciones a la prensa por parte del gobierno, que es evidente, porque es un hecho constatable con sólo caminar hasta un kiosco de diarios o encender un televisor: la mayoría de publicaciones y los programas critican al gobierno con ferocidad, incluso a veces con mala intención y escasa o nula profesionalidad, en muchos casos sin respetar los mínimos estándares técnicos requeridos para el digno ejercicio de la profesión.

Los mismos que usaron y abusaron de la violencia ilegítima para someter a las mayorías del continente utilizan hoy la violencia simbólica para trabar los avances de las democracias. Cuando, por ejemplo, llaman “dictador” a Chávez, uno de los presidentes más votado y confirmado por la voluntad popular en la historia, se ejerce violencia simbólica contra el lenguaje, se violenta, se insulta y se desprecia a los lectores, oyentes y televidentes que reciben esa prédica falaz. Y se mancilla vilmente la memoria de los que cayeron masacrados y torturados en América latina, víctimas de las verdaderas dictaduras, gobiernos ilegítimos y genocidas apoyados por los mismos falsarios que hoy tildan de “dictadores” a quienes no lo son.

La batalla cultural, la lucha por el sentido, es hoy una de las grandes peleas de fondo en América latina. De eso se trata la política, justamente. Con el regreso de la política en términos políticos, se dejaron ya de lado las expresiones empresariales como “gerenciamiento” y “gestión”, tan en boga en los 90, para recurrir a palabras más adecuadas a la lucha por el poder y el cambio social. Del resultado de esta puja simbólica, léxica, semántica, dependerá, en buena medida, el futuro real, tangible y concreto de la región.

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