Esta vez la Academia decidió premiar a un escritor conservador, representante de la derecha más antipolítica, resentida y servil a las multinacionales. El galardón fue para un converso, un ex militante revolucionario que a través del desencanto, el cinismo, y la seducción que ejerce el poder se fue acercando a los intereses más concentrados hasta convertirse en un enemigo de la integración y la liberación de América latina a las que antes pareció defender. Tras la aparente incoherencia subyace la lógica del capitalismo concentrado y los avatares del mercado editorial.
“El genio artístico o literario, no es, en ningún caso, garantía de lucidez política”, señaló alguna vez el propio Mario Vargas Llosa, quien durante su vida ofreció su “lucidez política” a las causas revolucionarias de América latina primero, para pasar después a jugar para el equipo de la reacción, hasta finalmente enterrar sus últimos vestigios de lucidez en el fétido pero bien remunerado sumidero de la Fundación Libertad de Rosario.
El derrotero del escritor peruano puede parecer incoherente, pero quizás no lo sea, y tal vez responda a otra lógica: la del avance de la concentración económica propia de esta etapa del capitalismo. La clave está, quizás, en los avatares del mercado editorial y la necesidad de ubicarse siempre donde más calienta el solcito al amparo de los poderosos.
Hay que recordar que en la época del llamado boom de la literatura latinoamericana en los 60, tener posiciones de izquierda no sólo no era un inconveniente en términos de popularidad, celebridad y mercado editorial, sino todo lo contrario. Las cosas después cambiaron, y el derrotero de cada uno de los intelectuales que por entonces se mostraron revolucionarios (como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, y Julio Cortázar, por ejemplo) se fue definiendo a través de los años. El tiempo fue dejando claro el mayor o menor grado de sinceridad de aquellas posiciones revolucionarias. La historia resignificó aquellas posturas.
El cambio de posición no es en sí mismo un hecho reprochable, en absoluto. Pero no todos los cambios implican lo mismo. El dato es que Vargas Llosa siempre estuvo en el lugar más conveniente a sus intereses. Sus cambios no fueron incoherentes ni espasmódicos, respondieron a la lógica de hierro de la seducción del poder concentrado hacia ciertos intelectuales.
Vargas Llosa resultó ser una suerte de Juan José Sebreli andino. Ambos están marcados por el resentimiento, el odio a todo aquello que huela a popular o revolucionario. Los psicólogos encuadran la cuestión en la problemática propia de los conversos. Aquellos que alguna vez tuvieron posiciones de izquierda y luego cambiaron de camiseta abrigan una suerte de odio hacia sí mismos, dicen los especialistas, un rechazo cerril y a veces torpe hacia lo que alguna vez fueron. Por eso el converso sobreactúa su nueva fe y su rechazo al dogma abandonado.
En 1966, el sociólogo francés Pierre Bourdieu acuñó el concepto de "campo intelectual", destacando las intrincadas relaciones entre los intelectuales y el poder, y señalando que todo producto cultural tiene una doble naturaleza: es mercancía y a la vez significación. Vargas Llosa, que escribió novelas impecables desde el punto de vista de la técnica narrativa, eligió la mercancía y enfiló para la Fundación Libertad. En el marco de la interpretación psicológica del cambio de camiseta, y mientras Jacques Lacan siga con el celular apagado, habrá que recurrir a Peter Capusotto y su “American Psycobolche”. Allí, con la seriedad que sólo puede ofrecer la parodia, se ilustra el derrotero del reciente Premio Nobel de Literatura.