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Con fastuosas ceremonias en el Palacio de Bellas Artes de México y la Catedral de Bogotá, el establishment político-cultural completó la operación de incorporación y pasteurización del narrador estrella. Pero la creatividad de su obra sigue generando imaginarios y universos inasibles, refractarios al mercadeo
Revuelo en la Ciudad de México. Acordes de Bartok, Bach, Mozart y vallenatos de Alejandro Durán. Las mariposas amarillas se arremolinaron furiosas, como aves de presa enanas y disfrazadas, en torno al palacio, imponente, que se convirtió en centro de todas las miradas, las luces, los deseos y los signos. Había una urna de madera, color café, junto a flores amarillas, sobre un atril negro.
El edificio que hizo encolerizar a las mariposas era el Palacio de Bellas Artes, bien aderezado para la ocasión. Dentro, había presidentes, ministros, funcionarios, directores de institutos, fundaciones, consejos, colegios, colegiaturas, universidades y otras instituciones. Los presidentes de México y Colombia realizaron, estólidos, una guardia de honor cuando llegó la noche.
Fuera del palacio, con más agitación, con movimientos vivos, miles de personas leían, conversaban o se entregaban a la creación de un gran magma de emblemas, fotos, recuerdos y textos.
Flores amarillas y revuelo, y signos, en Ciudad de México y también, después, en Bogotá, Colombia. Dos ceremonias solemnes. La de Colombia duró una hora y media. Se realizó en la Catedral Primada de Bogotá, en la Santa Iglesia Catedral Primada Basílica Metropolitana de la Inmaculada Concepción de María. Hubo signos, brillos y fastos repartidos con generosidad. La Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia interpretó “Réquiem” de Mozart, primero, luego piezas corales, y finalmente, al cierre, el vallenato «La casa en el aire», de Rafael Escalona, quien fue amigo del homenajeado.
Los músicos de la Orquesta intentaron exhibir mariposas amarillas prendidas en sus sobrios trajes negros y en sus quietos atriles, pero los animalitos no parecieron estar de muy de acuerdo con el gesto, y se rebelaron, y huyeron. Volaron un poco, antes de caer muertos, tal vez asfixiados por el aire denso de la Catedral, sobredosis de incienso.
Noche en el Palacio de las Bellas Artes de la Ciudad de México. Estalla el aplauso. Y el color amarillo, omnipresente, cae convertido en una lluvia de pétalos y mariposas enfurecidas con las molduras y los relieves barrocos del palacio mexicano.
Hay otros colores en la escena. El rojo, notable, de la alfombra donde está el atril donde está la urna. La alfombra trepa con su rojo por las escaleras de mármol. A cada lado de las escaleras hay banderas. De México. De Colombia. Cada una de ellas ofrece colores, signos, emblemas, mensajes.
También hubo ceremonias, despedidas y explosiones de colores en Aracataca, Colombia, y en pequeños rincones y calles de toda América latina.
La literatura, como tantas otras instituciones que funcionan dentro del capitalismo, es convertida en mercancía. Y los escritores son convertidos en productos, figuras públicas, estrellas, celebridades. Para realizar esta alquimia se los pasteuriza, se los convierte en símbolos vacíos, en significantes maleables y utilizables por los poderes fácticos. Los propios escritores contribuyen y colaboran, de distinta manera y en distinto grado, según los casos, con esta construcción de una imagen pública, oficial, mediática, a la medida de las empresas y los agentes que reparten los distintos grados de legitimidad en el campo cultural.
En el devenir de este proceso de construcción de una imagen, la ideología, la militancia, la visión del mundo de los escritores-celebridades a veces se manipula, otras veces se retuerce o tergiversa, de acuerdo a las necesidades de cada momento, de cada empresa editorial, de cada gobierno. En el caso del escritor homenajeado resulta interesante analizar hasta qué punto y de qué manera contribuyó él mismo en la construcción de su celebridad.
Pero la literatura no es una mercancía más. No es un producto cualquiera en medio del vértigo del capitalismo que intenta convertirlo todo en mercancía. La literatura tiene una carga adicional. Significa. Y esto no sólo remite a la posibilidad de contar historias, crear mundos, reflejar una situación social, y dar cuenta de un contexto histórico particular.
La literatura es un artefacto que no para de crear significados, mundos, contextos, historias. Es creación. Es “poiésis”, término griego del que deriva poesía y significa, simplemente, creación, porque viene de los verbos “hacer” y “crear”. Tanto el autor como el lector crean. Se encuentran, y crean, juntos, en un proceso íntimo y a la vez colectivo. Este proceso siempre está comenzando. El fasto palaciego no siempre puede alanzarlo. A veces, ni siquiera rozarlo.
Cuando un escritor-celebridad es además latinoamericano, y es admirado en todo el mundo, desde Europa, desde Estados Unidos, y desde los poderes fácticos de América latina se desata una redundante andanada de homenajes, frases laudatorias, gestos y ademanes aspaventosos, exagerados, solemnes e hipócritas.
De esta manera, los poderes fácticos reafirman y consolidan la resignificación interesada de la obra y la figura del creador en cuestión. A los europeos les encanta darse baños de exotismo latinoamericano. Ellos inventaron una América latina acorde con su limitado imaginario eurocéntrico: una mezcla apresurada de pasión bananera, sensualidad selvática, magia, gracia, y quién sabe qué otros componentes surgidos de la mala conciencia de imperialistas y colonialistas.
El homenajeado afirmaba detestar esa simplificación, esa América latina convertida en cliché. Exactamente eso, justamente eso hizo el establishment multinacional de las editoriales, cada vez más concentradas, con su obra y su imaginario. Pero algunos críticos sostienen, sin embargo, que ciertas pistas de esos clichés están en los propios textos del autor colombiano.
Había una urna de madera, color café, junto a flores amarillas, sobre un atril negro. Y dentro de esa urna estaban las cenizas de un escritor, un inventor de mundos, un creador de imaginarios. Un inventor de artefactos –novelas, cuentos, crónicas– que, una vez puestos en funcionamiento, producen significaciones, sin parar, sin control, durante años, siglos, milenios.
En cada rincón de América latina y del mundo hubo lectores que se vieron maravillados, sobrepasados, modificados para siempre por las novelas, los cuentos y las crónicas que escribió el homenajeado. La lectura es un encuentro entre dos historias, dos mundos, dos imaginarios. Y eso, ese fenómeno, que es histórico, social, y a la vez íntimo, no es homenajeable con fastos, pompas, presidentes y funcionarios. No lo dañan los brillos ni las palabras vacías.
Muchos de los mandatarios y funcionarios presentes en las solemnes ceremonias han demostrado, a través de sus gestiones, de sus actos de gobierno, de sus vidas, que no sueñan con la misma América latina que soñó e inventó el homenajeado, hombre de izquierda, amigo de la Revolución Cubana y de los procesos revolucionarios de América latina.
Pero la gran multiprocesadora semiótica del capitalismo funciona siempre igual, con o sin la colaboración del propio homenajeado. Sea Nelson Mandela o quien sea. La figura pública, la celebridad, la estrella, provenga de la política o de la “cultura”, se convierte en una suerte de santo pasteurizado, ecuménico, ahistórico, apolítico y sin contradicciones.
Las ceremonias oficiales, las más pomposas, justamente, muestran las posibilidades casi infinitas de la incorporación, de la asimilación y resignificación de las obras de arte por parte de los poderes fácticos.
Pero también, al mismo tiempo, el fasto oficial muestra los límites de estas estratagemas de deglución. Los muestra en la estolidez vacua de las ceremonias, en los gestos obvios, estridentes, banales, que parecen surgir de lecturas que no se percatan del verdadero poder de un artefacto poético. No son esas las flores amarillas que imaginó y amó el escritor homenajeado, ni las mariposas. Al mostrarse en medio de ese fasto palaciego, dejan de serlo. Porque la literatura, además de ser mercancía, es creación. Y esto último es cosa cimarrona, indomable. La vacua pompa no llega a rozar siquiera el asombro, el pasmo, la emoción y la alegría que producen los textos.
Había una urna de madera, color café, junto a flores amarillas, sobre un atril negro. Dentro de esa urna estaban las cenizas de un escritor. Pero esa quietud solemne es engañosa. En la cabeza de millones de personas de este planeta bullen mundos, incontrolables, imparables.
(Publicada en el eslabón nº 140)