Frankenstein metaforiza cómo una creación humana, histórica, se convierte en monstruo y se torna incontrolable. En la etimología de la palabra “monstruo” está la idea de “aviso” y “advertencia”. La violencia terrorista es síntoma y producto de un determinado estado de cosas. Intentar reponer el contexto del horror es una tarea difícil, muchas veces rechazada, acusada de “justificar” la violencia. Pero significa todo lo contrario: es el mayor compromiso posible con la verdad, la paz y la memoria de las víctimas.
Lo reprimido, lo escondido detrás de manipulaciones y mentiras, regresa. Y regresa siempre como monstruo. Un monstruo que avisa, advierte y denuncia. Un monstruo que ofrece, además, una suerte de tomografía del estado de cosas en el mundo.
La monstruosa violencia que se desató en París exhibe, resume y sintetiza las violencias del mundo de hoy. Se vincula con las ideologías y los imaginarios dominantes y sus consecuencias. “Si no se entiende cuál es el papel de la primera potencia mundial tampoco se podrá comprender qué es Al Qaeda”, escribió Pedro Brieger en su libro Qué es Al Qaeda. Terrorismo y violencia política.
La afirmación de Brieger invita a profundizar sobre el papel de Estados Unidos y las demás potencias mundiales en la configuración del mundo actual. Pero no sólo eso. A la hora de poner el horror en su contexto, la lista es larga, compleja y siempre incompleta, injusta y polémica. Los resultados de la “guerra contra el terror”, que se reveló como una lucrativa promoción del terrorismo por parte de quienes dicen combatirlo, es uno de los primeros y más importantes elementos de una enumeración de factores contextuales que resulta variopinta y tiende a infinito.
El triunfo del capitalismo financiero sobre las otras formas de capitalismo también integra el complejo universo contextual. Nunca antes, en la historia del mundo, el mercado ocupó un lugar tan importante en la regulación de las relaciones humanas, nunca se llegó a un grado tal de mercantilización de todos los aspectos de la realidad social, afirmó, antes de que esta realidad se hiciese tan evidente como lo es hoy, el filósofo austríaco Kart Polanyi (1886-1964) en su libro La gran transformación.
El triunfo del capitalismo financiero implicó además la entronización de los bancos, que tienen más poder que los Estados: sin bancos que laven dinero no habría ni terrorismo ni narcotráfico. Pero sin bancos no habría capitalismo financiero. Estamos en problemas.
La contextualización del horror debe incluir también la desastrosa situación de Medio Oriente, producto de las invasiones de Estados Unidos y la OTAN y de un sinnúmero de problemas internos de cada país.
También hay que tener en cuenta la destrucción del Estado de Bienestar en una Europa convertida hoy en la vanguardia neoliberal del planeta, con los recortes y la consiguiente pauperización de amplios sectores de la población.
La dictadura de los banqueros destruyó además, como condición de posibilidad de su instauración, los últimos vestigios de democracia en Europa, cuyos ciudadanos no se sienten representados por sus gobiernos. La espiral de protestas y represión en los países europeos es síntoma de esta situación de crisis de representatividad. Los gobiernos, votados por el pueblo, pero a disposición de los banqueros, pierden apoyo y legitimidad a poco de asumir.
La violencia espantosa que se desató en París, y que se suma a la que padecen millones de civiles no combatientes, todos los días, desde hace años, en Medio Oriente y África, es apenas la punta de un iceberg que incluye todas y cada una de las formas de violencia que actualmente se padecen en el mundo.
Los ciudadanos de este planeta soportan varias formas de terrorismo: terrorismo de Estado (con Estados Unidos, la OTAN e Israel a la cabeza), y también terrorismo paraestatal, privado, corporativo y narco, entre tantos otros.
Por detrás de las fachadas, muchas veces asoma el mero y burdo afán de lucro. La guerra contra el terror creó una nueva clase social en los Estados Unidos. Se llama “la oligarquía del 11 de septiembre”. Son los multimillonarios que venden cámaras de seguridad y aviones no tripulados (drones) entre otros insumos. Ellos se benefician de que cada vez haya más terroristas. Ellos, sus intereses, explican la rara alquimia de una guerra que multiplica y promueve aquello que dice combatir.
La violencia terrorista convive con la denominada violencia sistémica, la del sistema capitalista, que ha alcanzado niveles de inequidad en la distribución de la riqueza con pocos antecedentes históricos, como demuestra el economista francés Thomas Pikkety en su reciente libro El capital en el siglo XXI. Este grado superlativo de injusticia, afirma el autor, mina además las bases mismas de la democracia.
La violencia simbólica que ejercen los medios de comunicación hegemónicos al servicio de los poderes fácticos también ha alcanzado por estos días un poder de manipulación pocas veces visto. Junto al cartel “Todos somos Charlie Hebdo” se vieron otros que decían “Todos somos manipulados”. Las grandes corporaciones mediáticas dejaron de cumplir con su función de informar a la ciudadanía, y esto también corroe las bases mismas de la democracia. La ciudadanía carece de la información básica a la hora de tomar decisiones.
Contexto o justificación
Cada vez que sucede un atentado como el ataque a la revista Charlie Hebdo, las opiniones y los análisis ofrecen múltiples matices. Pero hay dos posturas generales que aglutinan la mayoría de los enfoques. Asoman siempre dos universos semánticos que se repiten, una y otra vez, hasta el hartazgo.
Por un lado, están los que condenan la violencia sin ofrecer el contexto histórico-político en que se produce. Des-historizan la violencia, la diluyen en una condena emocional que no aporta demasiado al análisis. Por el otro lado, están los que intentan, muchas veces sin éxito, buscar el contexto, poner los hechos en perspectiva histórica, ir más allá de la meras fórmulas de condena. Esta última posición es muchas veces criticada con dureza. Se la acusa de “justificar” la violencia.
Algunas veces, esta acusación es injusta. Por el contrario, intentar reponer el contexto histórico, lejos de justificar la violencia, es la mejor y más profunda forma de condenarla. Implica un compromiso mayor con la verdad, la justicia y la paz. Es la mejor forma de homenajear la memoria de los asesinados.
Reponer el contexto no disminuye la responsabilidad ni la culpa de los asesinos. Todo lo contrario. Es un intento de ir al fondo de la cuestión y denunciar la responsabilidad y la culpa de todos, pero todos, todos los asesinos, sin excepciones, y sin hacer selecciones interesadas, muchas veces malintencionadas. No hay asesinos mejores que otros.
Quienes tienen la obligación de analizar y expresarse sobre estos temas se enfrentan a una gran responsabilidad. La tarea es difícil. Pero vale la pena. Quedarse en la condena ahistórica y sumar adjetivos es más cómodo, más fácil, menos comprometido. Pero la inflación de adjetivos termina banalizando los hechos. Sirve, a los sumo, para ponerse del lado de los “buenos”, para refugiarse en una verdad sin historia ni entidad.
Condenar la violencia “en general” sin intentar siquiera desentrañar la morfología de esta violencia en particular, la que hoy aterra al mundo, es un gesto sin consecuencias históricas. Hay que tratar de identificar y erradicar esta violencia, la que lleva el ADN de esta época, la que está configurada y alimentada por otras violencias de este momento preciso de la historia.
Para reconstruir el contexto, hay que hacerse preguntas, investigar, estudiar, y arriesgar siempre nuevas preguntas e hipótesis que muchas veces resultan incómodas. Quienes se animan a la esforzada tarea de reponer el contexto se ven enfrentados a la complejidad de todo hecho humano y de toda sociedad.
La historia nos enseña que todos los hechos son multicausales, que son una maraña donde se mezclan, a veces caóticamente, lo obvio y lo visible con lo larvado, lo cercano con lo lejano, lo inmediato con lo remoto. Y además, también se mezclan, en proporciones inestables, impredecibles, distintas manifestaciones de lo político, lo económico, lo psicológico y los imaginarios sociales, entre otros factores de una lista infinita.
Es más fácil buscarse un buen diccionario de sinónimos y acumular adjetivos. Fue un ataque cobarde, sangriento, injustificable, atroz, aleve, feroz, indignante, salvaje, inhumano, extremo, asqueante, vicioso, perverso, hienal, repugnante.
Es mucho más difícil intentar pensar, interrogarse, analizar, y osar deconstruir los discursos emanados de los voceros de los poderes fácticos. Es difícil, entre otras cosas, porque es mucho lo que ignoramos, tan lejos de los hechos, y no sólo en el sentido físico. El intento, muchas veces, está condenado al fracaso. Pero quizás, de todos modos, valga la pena.
Conti
11/01/2015 en 18:59
Por algo algunos le decimos «El profesor». Aguante Bilsky!
Let
12/01/2015 en 18:04
«El profe», siempre con una mirada tan esclarecedora.