Foto: Télam.
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En algún momento señalamos que aunque el tiempo es una abstracción destinada a fijar una denominación al transcurrir de la materia, en política cobra vida y se configura en un factor trascendente. Reafirmamos esa visión sin entrar a debatir con biólogos ni filósofos.

Situar las cosas en su real dimensión no implica relativizar la voluntad de modificar aquellas que resultan inadecuadas. En cierto modo puede ayudar a valorar algunos aspectos que dinamizan esa búsqueda, pues recuerda que los avances no deben ser desmerecidos por el tramo faltante.

Digámoslo entonces: nunca un pueblo estuvo tan movilizado por sus derechos como el argentino durante este primer año de gobierno liberal. Una parte enorme de la sociedad atisbó rápidamente de qué se trataba el macrismo y salió a batallar en las calles para evitar su desarrollo.

Las multitudes movilizadas por los sindicatos, las organizaciones sociales, los espacios educacionales y las agrupaciones políticas populares a lo largo de este período no guardan relación con lo ocurrido en 1955, 1976, 1990. No está mal rescatar aquellos tramos resistentes y las figuras que los promovieron, pero puede resultar perjudicial su idealización.

En la Argentina, felizmente, las elecciones pesan. Ganar un comicio implica tener la posibilidad de gobernar. Cuando el pueblo lo logró, aplicó sus programas de la mejor manera que pudo. Es lógico que la zona antinacional y antipopular de la comunidad, al alcanzar la victoria, intente un proyecto contrastante. El primer año, en todos los casos, implica facilidades. Luego, todo se complejiza.

A diferencia de lo ocurrido con Juan Domingo Perón y Néstor Kirchner, que al arribar al gobierno empezaron a construir sus mayorías políticas populares, Mauricio Macri decrece en la consideración pública más rápido que cualquier otro gobernante. Pasa que lleva un año en el gobierno y si bien su acción resulta depredadora, se ampara en la confusión y la esperanza que necesariamente acompañan el impacto inicial.

Para la subjetividad del argentino que recuerda a Martínez de Hoz, a Cavallo y a los variados antecesores de los actuales gobernantes, nada alcanza. Ya sabemos adónde conduce. Se está cumpliendo el aniversario de aquella vibrante gesta expulsiva de la desindustrialización que resultó el 19 y 20 de diciembre de 2001. El que visualiza el decurso, siente y piensa “qué se vayan ahora, antes que la sangre llegue al río”.

Es genuino. Pero hace un año perdimos las elecciones. Por tanto, entre el deseo y la realidad existe un tramo a recorrer. Y, vale insistir, ese recorrido es menor que el conocido históricamente. Entonces, cabe reconocer como un valor la intensa capacidad movilizadora de este pueblo y la caída en el nivel de credibilidad del oficialismo.

Esta observación de carácter político-temporal viene a cuento porque se están viviendo momentos angustiantes sin más fundamento que la percepción interna. Pueden verse militantes que, retornando de movilizaciones gigantescas, preparan el mate y dicen a sus compañeros “acá nadie hace nada, nadie se mueve”. A partir de allí, empieza la búsqueda de responsables, de aquiescentes, de traidores.

Esta observación no oculta la existencia de tácticas distintas en el seno del movimiento nacional y popular, ni de acercamientos lamentables y perjudiciales al liberalismo en el gobierno. Sólo intenta rechazar aquél postulado que deriva en negar lo logrado y confundir diferencias con caminos antagónicos.

Es ostensible que mientras el 25 por ciento de esta sociedad está alineada con las variantes del gorilismo antipopular, un hueso duro de roer que no modificará su comportamiento, cerca de un 50 por ciento posee en mayor o menor medida convicciones nacionales y populares ligadas al mercado interno y el desarrollo productivo. Estamos asistiendo al pasaje del resto, esa faja que osciló y en segunda vuelta se volcó sobre el macrismo, hacia una actitud opositora.

Ese sector, más permeable que otros a la propaganda mediática, ofuscado por detalles en la gestión anterior y con identidad social lábil, evidencia sorpresa por las dificultades y corcovea a la hora de admitir errores propios en las decisiones electorales.

Es inteligente poner programas nacional populares sobre la mesa social para debatir abiertamente, y combinar esas propuestas con movilizaciones. Si las mismas son desplegadas en unidad, mejor. Si se realizan sectorialmente, también contribuyen a la gestación de un ambiente de malestar que identifica progresivamente a más espacios de la población.

Valen estas líneas con el sincero objetivo de cerrar un año que, aunque inocultablemente signado por una derrota profunda, contiene muchos más elementos a considerar, y no todos de rasgo negativo.

La historia de nuestro pueblo debe servir como acicate para entender, revisar y proyectar. No como una imagen lejana deificada que termina en conclusiones autocompasivas tales como “todo tiempo pasado fue mejor”.

Muchos grandes hombres que reivindicamos justamente, incluyo a mis maestros y a personas de mi familia directa, no lograron, en 18 años, imponer un gobierno nacional y popular. Quienes peleamos con todo lo disponible contra la dictadura no logramos, en 8 años, voltearla. Los que nos opusimos al menemismo no pudimos, en una década, quitarlo del medio. El aplauso para aquellas gestas no puede ser ajeno al resultado de las mismas.

Sería más sencillo para quienes atravesamos varios períodos indicar: nosotros sí que luchábamos en serio. Basta de macanas y de autobombo: los hombres y mujeres que hoy se están movilizando en la Argentina despertaron antes que en aquellos heroicos períodos. A un año de gobierno, el macrismo no ha cautivado –pese a disponer de los medios y la estructura estatal– la voluntad de ningún nuevo sector de la población.

Es angustiante, lo admitimos, ser gobernados por esta gente. Pero la angustia no construye política. La acción nacional popular en las calles, sí.

* Director de La Señal Medios / Area Periodística Radio Gráfica.

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