Desde que existe la democracia, en todas sus variantes históricas, el lenguaje es quizás el insumo fundamental de la política.
Entre los griegos, inventores datados de ese sistema caracterizado por ser un gobierno del pueblo y para el pueblo, la democracia suponía una institución fundamental, el “ágora”, y una práctica característica, el “pólemos”.
El “ágora” era el espacio público –la plaza– donde los ciudadanos atenienses concurrían para intercambiar bienes, pero además para debatir los asuntos inherentes al gobierno de la ciudad. En esos debates, todos los ciudadanos eran iguales y poseían los mismos derechos, y por ello se consideraba que en ellos residía el poder que regía la vida en común.
Mientras que el “pólemos” –vocablo que remite originariamente a guerra– suponía las formas de un debate público –polémica–, en el cual antes que imponer decisiones a los demás, se trataba de convencerlos de la conveniencia racional de adoptarlas. La forma de dirimir las posiciones enfrentadas en el evento polémico era, desde luego, el voto.
Así nació la demo-cracia, literalmente: “el gobierno (kratos) del pueblo (demos)”. Se trataba, por consiguiente, de un sistema donde la palabra cobraba un valor fundamental,
porque era el medio, el instrumento, que posibilitaba su ejercicio.
Sin embargo, la palabra democrática, la palabra política entre los griegos, no era una
palabra cualquiera: tenía como objetivo, y como función, lograr la adhesión de un auditorio a las tesis esgrimidas por un orador, lo cual la situaba en el campo genérico de los discursos retóricos.
Ya Aristóteles había distinguido, en tal sentido, las características de la palabra persuasiva respecto de las características de la palabra demostrativa. Porque así como ésta tenía por finalidad demostrar la validez de una proposición de tipo universal, es decir, la verdad de una palabra (científica o filosófica) por encima de sus circunstancias de producción y recepción, la palabra persuasiva (retórica) tenía como finalidad lograr la adhesión de un auditorio al discurso de un orador, bastando para ello que fuera verosímil (creíble) sin que fuese necesariamente verdadera.
En esa distinción se jugaba, como es obvio, una valoración –la palabra filosófica vale más que la palabra retórica–, tanto como un reconocimiento: a diferencia de la palabra científica o filosófica, la palabra retórica –o política, en este caso– era la única capaz de provocar efectos prácticos en los otros. ¿Cuáles? Aquellos que llevan, por ejemplo, a modificar opiniones, ideas o creencias, modificando asimismo posturas y comportamientos sociales.
De esa palabra retórica, y por ende política, habría de nutrirse la democracia moderna.
Con otras modalidades, obviamente, porque a diferencia de la democracia griega, a la que puede considerarse como una democracia directa, la democracia moderna se constituyó bajo las formas de la democracia representativa.
Esto significa, por ejemplo, que en las democracias modernas “el pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes”. Lo cual supone, además, que el uso de la palabra, que el ejercicio persuasivo del lenguaje, ya no queda en manos del conjunto sino tan sólo en manos de quienes deliberan, en su nombre, en los ámbitos parlamentarios.
Es por ello que, en las democracias actuales, la capacidad oratoria de los políticos se presenta, en principio, como un rasgo decisivo. Las democracias modernas europeas, desde sus albores, fueron pródigas en oradores brillantes, como Víctor Hugo en la Francia decimonónica.
No es casualidad que en esas democracias se hayan destacados figuras ligadas al mundo literario y del pensamiento. Y así, en nuestras tierras, la incipiente democracia argentina, no sólo representativa sino incluso restrictiva –hablamos de la democracia instituida a partir de 1880– también fue pródiga en figuras de ese tipo: pensamos, por ejemplo, en un Cané, un González, un Wilde, un Justo.
Si a nuestra democracia primitiva la llamamos restrictiva es porque en ella el voto era más un procedimiento aparente que una práctica real. La democracia mayor, aquella que se basa en el voto real del conjunto de los ciudadanos, habría de advenir recién con los gobiernos populares de Yrigoyen y Perón, al instituir el voto universal, secreto y obligatorio, el primero; y el voto femenino, el segundo.
Ese movimiento fue acompañado por la irrupción de figuras caracterizadas por una inmensa capacidad oratoria. Digamos, por mentar casos notorios, la figura de Perón, la figura de Eva Duarte, la figura de Alfonsín, la figura de Cristina Fernández. Figuras para las cuales interpelar, conmover, seducir y persuadir a millones de argentinos era un ejercicio constante y habitual, que les permitía ejecutar proyectos políticos transformadores de circunstancias históricas precedentes.
Sin embargo, el estallido de los medios de comunicación audiovisuales y las nuevas tecnologías de base informática operado en las últimas décadas, vendría a alterar profundamente el universo y el escenario político contemporáneo. Porque ahora no resulta decisivo gozar de una buena oratoria para ganar elecciones o discusiones parlamentarias; basta, por el contrario, contar con medios adictos y con dispositivos eficaces en las redes sociales para torcer la opinión pública en un sentido determinado.
Acaso por ello –junto con otras razones imposibles de elucidar acá– tengamos un presidente carente no sólo de oratoria sino además de una competencia lingüística básica. Son conocidos los furcios o los lapsus de Mauricio Macri, y no es necesario que nos detengamos en ellos.
Resulta más útil, por el contrario, detenerse en la pregunta acerca de su sentido. Porque si esos furcios o lapsus algún sentido poseen, debe ser el de la destitución de toda una tradición cultural y política, que hacía de la palabra el instrumento fundamental para la acción pública y comunicativa.
En el gobierno de Cambiemos, como en todo gobierno neo-liberal contemporáneo que de tal se precie, ese instrumento parece haber sido reemplazado por otro, el de la imagen omnipresente y persuasiva que seduce audiencias vastas sin apelar al pensamiento.
¿Significa ello que la palabra política, la “tekné” retórica, ahora no es más que un anacronismo dejado de lado? De ningún modo. Lo que significa, en todo caso, es que vela a la espera de nuevos dirigentes, de nuevos líderes, que puedan rescatarla para hacer de la política, una vez más, la más noble de las prácticas humanas.