Mi infancia transcurrió durante los primeros años de la década del cincuenta, en el siglo pasado. Fueron años importantes y significativos, sobre todo desde el punto de vista de las transformaciones que experimentaba la estructura social, económica, cultural y política del país.
Pero eso lo entendería bastante después. Que en la escuela leyéramos libros que decían, por ejemplo, “Perón nos cuida”, o “Evita me ama”, me parecía algo tan natural como jugar con mis amigos a la pelota por las tardes o escuchar programas de radio donde los personajes tomaban Toddy, una bebida chocolatada cuya publicidad prometía hacernos más fuertes e inteligentes.
Así era el mundo para mí, y que las cosas se presentaran de esa manera no me provocaba dudas ni cuestionamientos. Y aunque no me disgustaba ir a la escuela, donde mi madre fue maestra y después vice directora, lo que más me gustaba era leer las revistas que se mostraban, pródigas, en los exhibidores del quiosco que quedaba en la otra cuadra de mi casa. Allí encontraba revistas de historietas, de la editorial Frontera, y después de Hora Cero, o de humor, como Rico Tipo, e incluso, hacia la segunda mitad de la década, las famosas “mexicanas”, que comenzaron a importarse después de 1955 para terminar con la industria nacional del cómic.
Por curioso que parezca, podría decir que me formó tanto la escuela pública como la industria cultural de la época. Por aquel entonces no había televisión, aunque sí cines en los que podían verse películas “para chicos”, como el cine Heraldo en la calle San Martín casi Rioja, donde ahora se levanta un templo protestante. Y además había fútbol, particularmente en la cancha de Central Córdoba, que en 1957 logró el prodigio de ascender –por única vez en toda su historia– a Primera A.
Era la edad en la que somos propensos al descubrimiento y al asombro, que no provenía del mundo inmediato y real –siempre familiar y por lo tanto obvio– sino de ese mundo ficcional que nos interpelaba metiendo una cuña en nuestra concreta y rutinaria cotidianeidad, posibilitando que lo imaginario se hiciera allí presente.
Si la confrontación con los relatos que ofrecían las revistas o las películas lograba despegarnos de la insignificancia del mundo real, ello se veía intensificado, en mi caso, por tener un padre que también era un narrador excelente. Mi padre había sido, de joven, militante anarquista, y se había formado en la experiencia de hacer teatro de sesgo político y social, al que eran tan afectos los anarquistas de principio de siglo. Por eso, sin haber tenido una educación formal importante, poseía de todas maneras una vasta formación cultural, producto de su militancia en el anarquismo de principios del siglo XX.
En aquellos años cincuenta, cuando yo me iniciaba como lector de revistas y espectador de películas, mi padre me leía versiones infantiles de las epopeyas homéricas, sobre todo en el verano, cuando estaba de vacaciones y había más tiempo para esas lecturas. No miento si digo que, mientras cursaba los primeros años de la escuela primaria, los nombres de Aquiles, Ulises o Agamenón me resultaban tan familiares como los de San Martín o Belgrano.
Mi padre estimulaba así, seguramente que con sabiduría, mi afición por los relatos épicos y fantásticos. Él había aprendido, creo que con esfuerzo y no sin costo, que el trato con esas obras maestras podía ennoblecer a cualquier persona: demás está decir lo que debía valorar que ese vínculo lo practicase un niño. Su propio origen lo había llevado a esa consideración, ya que sus padres habían sido muy humildes, y en un pueblo remoto de Tucumán habían formado una familia compuesta por nueve hijos.
Marcada por un sino trágico, esa familia había perdido tempranamente al progenitor; ante ello, la madre había optado por trasladarse al sur con toda su prole, por lo que mi padre y sus hermanos habían terminado por criarse en Rosario, la ciudad que los había acogido.
Yo había escuchado el relato de ese traslado en más de una oportunidad. Al principio me parecía algo intrascendente, una de las tantas cosas dadas que me ofrecía la vida, hasta que comencé a interesarme por las formas que había adoptado. ¿Cómo habían viajado mi padre y sus hermanos hasta esta ciudad?, me interrogaba, imaginando diversas respuestas que no terminaban de convencerme.
Así fue que un día le pregunté cómo había llegado a Rosario junto con mis tíos y mi abuela, y él me respondió lo siguiente: en carreta. ¿En carreta?, volví a preguntarle, incrédulo, y entonces me contó que, una vez que la abuela había tomado la decisión de mudarse al sur en busca de mejores condiciones de vida, había preparado una carreta en la que todos viajarían. También me contó que habían hecho un viaje de días, atravesando el desierto santiagueño, con la abuela tomando entre sus manos las riendas de los caballos con que conducía el carruaje, y que mi tío Antonio –el más belicoso de la familia– iba sentado atrás, sosteniendo un fusil cargado de municiones con el fin de repeler los ataques de los indios que habrían de producirse a lo largo de esa travesía.
Confieso que al principio creí esa historia. La tomé por verdadera, mientras imaginaba la figura épica de una madre coraje que transportaba a sus hijos por peligrosos territorios poblados de salvajes, tal como lo harían los héroes de las historietas que leía o de las películas que veía los sábados en el cine Heraldo.
Hasta que alguna vez, cuando estaba abandonando la infancia, comprendí que eso no era más que otro relato, compuesto ahora por mi propio padre. Creo que, a pesar de ello, nunca le dije que lo suyo no era más que una ficción, porque siempre me gustó –debería corregirme y decir que me sigue gustando– imaginar que la abuela era un personaje de western, mi padre un niño a la conquista del oeste, y mi tío Antonio un jovencito que podía tirar tan bien como los héroes de las películas norteamericanas o de las revistas provenientes de México.
Fuente: El Eslabón