Tilcara es un lugar maravilloso. Maravilloso aquí no equivale a paradisíaco ni mucho menos a bucólico: esos adjetivos jamás podrían condecirse con su sustancia desgarrada y antitética, hecha tanto de criollos como de coyas, cuando no de blancos que se ven, a la legua, venidos desde fuera.
Tilcara es un pedazo de la Pacha Mama, la Madre Tierra. La veneran solamente los tilcareños ancestrales, sus auténticos hijos. Esa categoría más que biológica es cultural, puesto que no es necesario provenir de sus comunidades originarias para sentirse tilcareño.
Así, podría decirse que lo tilcareño se percibe en el aire, para quien tenga sus percepciones despiertas. Cuando por las tardecitas uno se dirige al barcito del Tukuta Gordillo se encuentra con la presencia prístina de ese espíritu de Tilcara, que se manifiesta en la música del Tukuta, del mismo modo que en su palabra.
Porque el Tukuta, cuando habla, filosofa. Filosofa acerca de la condición humana, acerca de la relación del hombre con la tierra, acerca de la identidad de los pueblos que son capaces de construir su destino. “Como los chinos”, dice el Tukuta, que anduvo tocando por la tierra de Confucio y volvió maravillado por el modo en que las viejitas chinas ofrecen sus mercancías en la calle manteniéndola siempre limpia.
Son como nuestras viejas, sigue diciendo Tukuta, que viven la dignidad de ser parte de un pueblo indomable.
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De Tilcara vamos en un taxi a Maimará, para conocer la casa de Rodolfo Kush. La casa está en un sitio alejado de la calle principal, en una subida escarpada. Como no sabemos su ubicación, le preguntamos a un lugareño. “Es la casa de las espinitas”, nos dice, lo que será suficiente para que el chofer la encuentre.
Las espinitas son unos cactus pequeños, o unos cardones, que para nosotros resultarían imperceptibles. Pero no para la mirada del chofer que, rápido, hacia ellas nos lleva.
Al llegar, nos recibe Bety, una joven lugareña que oficia de asistente de la viuda de Kush. Nos dice que la señora no podrá recibirnos porque recién se ha levantado y está desayunando. “Pero si quieren puedo enseñarles la biblioteca”, ofrece.
Aceptamos gustosos y entramos en la casa, en cuyo acceso se encuentra justamente el estudio de Kush.
Es un espacio pequeño, poblado de libros cuidadosamente protegidos por unas cubiertas de nilón que han de preservarlos. Miramos curiosos, y nos enfrentamos con nombres de autores a veces para nosotros desconocidos, y a veces familiares, como Hegel, que en medio de una hilera apretada descuella.
Además de los libros, en el estudio se halla una vieja Remington, debidamente tapada por su antiguo estuche, junto con algunos cuadros y pilas de casetes grabados por Kush.
Bety nos cuenta que hace dos años que trabaja en la casa. Cuando comenzó no sabía quién había sido el hombre que en ese lugar había producido sus estudios y sus reflexiones acerca de las culturas aborígenes. Dice que sintió curiosidad por averiguarlo, pero que le daba vergüenza preguntarle a la señora, por lo que se puso a investigar en internet por su cuenta, y así había descubierto quién había sido Rodolfo Kush.
Aprovechamos entonces para comentar la importancia que tiene su obra. A Bety le parece contradictoria, por tratarse de la creación de un blanco dedicado a comprender el pensamiento aborigen.
Sin embargo, comparte nuestra opinión acerca de esa importancia. “Con la señora vamos leyendo la obra juntas”, nos cuenta, con un indisimulable dejo de orgullo. “Ya vamos por la mitad del segundo tomo”, refiere, mientras señala la edición de los tomos negros realizada por la Fundación Ross. También nos cuenta que de esos casetes se está ocupando la Universidad de Tres de Febrero, desde hace tiempo abocada a rescatar esa obra ignorada en la mayoría de las universidades argentinas.
Nos despedimos de Bety agradeciéndole por habernos permitido conocer ese verdadero santuario. Bety nos saluda desde la puerta de la casa, haciéndonos pensar que acaso en un acto de justicia histórica, ahora es ella la que le da vida a ese recinto sagrado.
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Mientras volvemos, conversamos con el chofer acerca de lo que hemos conocido. No sabía quién fue Kush, pero se muestra interesado en la historia.
La conversación va generando un clima de confianza, que hace que nos ofrezca ir por la tarde a conocer Juella.
Aceptamos de inmediato, de manera que a las pocas horas estamos nuevamente en el taxi, rumbo a un pueblo pequeño, ciertamente despoblado, mucho menor que Tilcara o Maimará. Parece Comala, se me ocurre mientras atravesamos sus calles de tierra carentes de seres vivientes, salvo un par de muchachas y algunos perros que de pronto aparecen.
El chofer nos cuenta que allí se cultivan duraznos. Tienen la fama de ser los mejores de todo Jujuy, nos dice.
Imprevistamente, o quizás no, sería imposible decidirlo, el chofer nos cuenta además que juega al fútbol. Nos enteramos así que es un típico apasionado por ese deporte, al que le dedica todo su tiempo libre.
No tiene más que dieciocho o diecinueve años, lo que hace que reconozcamos esa personalidad aún adolescente, propia de esos jóvenes a los que los padres querrían verlos dedicar su tiempo a otros menesteres.
Como compartimos el gusto por el fútbol, nos entregamos a esa conversación en vísperas de la final del Mundial en Rusia. Hablamos del futbolista jujeño más célebre, Orteguita, lo que nos lleva al tema de las gambetas en velocidad. En eso no hay como Messi, opina, diciendo que con el tiempo ha adquirido más contundencia en las definiciones de las jugadas.
Le preguntamos dónde juega, y nos dice que en una liga lugareña. ¿Tienen estadio?, queremos saber, y cuenta que sí, aunque es muy modesto.
“Lástima que el año que viene se me termina”, se lamenta. Intrigados le preguntamos por qué. “Porque he de entrar a la Gendarmería”, nos explica. “Y encima –agrega–, mi hermanito entrará al Ejército”.