La presentación de un libro de Eduardo Toniolli (Manuel Gálvez. Una historia del nacionalismo argentino) representó una oportunidad excelente para revisitar un tema ciertamente acallado en el debate público.
Es notorio que el tema del nacionalismo –no sólo argentino, sino en general– parece devaluado en las discusiones académicas y políticas.
No resulta ajeno, respecto de ello, el hecho de que las derechas a escala mundial se hallen sometidas por la hegemonía del neo-liberalismo, más allá de expresiones puntuales donde el nacionalismo pretende ser un dique de contención frente a lo extranjero, aunque en un sentido étnico antes que económico.
De la misma manera, tampoco resulta ajeno que importantes sectores de las izquierdas persistan en un internacionalismo intransigente, para el cual las transformaciones revolucionarias no pueden limitarse dentro de marcos nacionales.
De tal modo, salvo como manifestación anacrónica y desfasada respecto del presente, el nacionalismo parecería condenado a la mera rememoración o a la evocación nostálgica.
Pero ¿cuánto hay de justo, o de acertado, en esa visión que hace del nacionalismo algo disociado de la realidad de nuestro hoy o nuestro ahora?
Porque, mutatis mutandis, el nacionalismo no deja de persistir en un conjunto de discursos y de prácticas que sostienen el valor de lo nacional, ya sea desde el campo de la economía (defendamos la industria nacional, suele decirse), de la cultura (estamos colonizados por ideas eurocéntricas que nos someten, se alega), o del deporte (todos deseábamos ganar otra Copa del Mundo, admitimos).
Pero entonces: ¿en qué registro verdadero, en qué dimensión incontrastable, se asienta el nacionalismo actualmente? No en lo político, desde ya, aunque ese no en lo político obedezca más a razones de interés que de auténticas convicciones o creencias. Porque la resistencia de la política en admitir al nacionalismo se basa siempre en la subordinación de lo imaginario, de los valores y las identidades –en definitiva, de lo ideológico–, al plano de la razón práctica.
Se niega al nacionalismo (se re-niega de él, podría decirse) porque resulta un invitado indeseable, impresentable, para el conjunto de estrategias políticas –aún antagónicas– que pretenden disputar el poder a escala local o global. Y sin embargo, el nacionalismo persiste.
¿A qué se debe entonces, deberíamos preguntarnos, esa persistencia que, como un auténtico retorno de lo reprimido –para decirlo con un lenguaje psicoanalítico– insiste en irrumpir en las hablas contemporáneas?
Acaso una buena manera de intentar elucidarlo consista en remontarse hacia los comienzos de un pensamiento y de un discurso que afirman, en la era de la modernidad, no sólo el sentido sino además, y de manera fundamental, el valor de lo nacional –de la nacionalidad– en el concierto de las comunidades humanas.
Al respecto, vale recordar que antes de la modernidad europea las comunidades existentes suponían otras formas de agrupamiento. Desde la forma de los imperios, que congregaban comunidades diversas y heterogéneas, hasta la forma de las monarquías, cuyos súbditos asimismo generalmente carecían de alguna suerte de común denominador.
Fue necesario que las comunidades europeas se agruparan en torno a una lengua, y se organizaran a partir de un estado, para que surgiera la idea moderna de nación, entendida como una colectividad nucleada alrededor de una historia y una lengua propias, capaces de brindar una identidad articulada en (por) una cultura asimismo idiosincrásica.
El pensamiento alemán en primer lugar –el llamado Círculo de Jena, y autores como Johann G. von Herder–, y el pensamiento francés después, con sus epígonos hispánicos y latinoamericanos, no tardaron en establecer una serie de proposiciones que habrían de configurar ese campo laxo, pero no por ello incierto, al que conocemos como nacionalismo, inevitablemente ligado, en sus orígenes, al fenómeno del romanticismo europeo.
Porque para uno y para otro, una cuestión esencial se agitaba en sus búsquedas y construcciones teóricas: la cuestión de la identidad, entendida ya sea en términos personales como en términos de colectivos.
En efecto: ¿qué es el nacionalismo, sino una búsqueda infatigable de los rasgos que definen una identidad común, o en común, que permita equiparar a un número amplio pero no ilimitado de individuos? Esa identidad es lo que, para esos precursores, hacía posible la existencia de una lengua y una historia nacionales, sostenidas por un estado nacional, que se manifestaban a través de una literatura y una cultura igualmente nacionales. Y el gran protagonista de ese evento, para ellos, era el pueblo, ese sujeto colectivo donde se encarnaba y encontraba su sentido más hondo el concepto mismo de nación.
Por paradójico que resulte, esa doctrina se traspoló al mundo americano, donde habría de enraizarse con indiscutible energía. Lo cual debería hacernos reflexionar, antes que en lo extraño de su implantación, en las razones profundas, decisivas, de su asunción por parte de las comunidades americanas.
Porque la idea rectora de nación, y el nacionalismo como doctrina ideológica y política, sería lo que habría de guiar los procesos emancipatorios de las comunidades americanas, a partir de los siglos XVIII y XIX desde el norte hasta el sur del continente.
Claro está que el resultado de esos procesos no cuajó siempre de manera nítida y adecuada, dado que en diversas ocasiones los límites políticos de las naciones –los estados nacionales– no se correspondían con la realidad cultural, ya que no lingüística, sobre la que se asentaban.
De todas maneras, fue el discurso y el pensamiento nacionalista lo que estuvo en la base de los procesos emancipatorios americanos. Es sabido que ello quedaría desvirtuado cuando, avanzando el siglo XIX, los estados latinoamericanos terminaran sometiéndose al nuevo orden establecido por el capitalismo triunfante a escala mundial, a través de diversas formas de dominación colonialista o imperialista. Sin embargo, el nacionalismo habría de persistir por estas latitudes, no sólo como ideología sino también como estructura de sentimiento.
Juan José Hernández Arregui supo señalar, ya en el siglo XX, el carácter emancipador que el nacionalismo popular suponía respecto del dominio imperialista. Para ese pensador argentino prácticamente olvidado, la dialéctica que orientaba la lucha por la liberación de los pueblos no estaba dada por la confrontación entre clases sino por el enfrentamiento entre concepciones nacionales antagónicas.
Así, podía decirse que esa dialéctica persiste –o insiste– todavía, en nuestro propio presente. Y aunque sus manifestaciones casi nunca sean nítidas o transparentes, un deseo, una vocación o una necesidad de identidad la siguen sosteniendo en la vida contemporánea. Que sus formas sean desde una divisa deportiva hasta una poética literaria o musical, no niega que el nacionalismo, aunque sea de modo larvado, prosiga alentando las búsquedas y las expectativas de tantas y variadas comunidades en todo el mundo.