1957 es, para la historia de la cultura argentina, un año particular, puesto que en su transcurrir aparecen dos obras inmensamente significativas: El Eternauta, de Héctor Germán Oesterheld, y Operación Masacre, de Rodolfo Walsh.

Se trataba, por cierto, de dos obras especiales, que en su mero acontecer lograban trastocar cánones y convenciones culturales fuertemente arraigados.

Porque ambas obras pertenecían, en principio, a lo que podría llamarse cultura de masas, es decir, el universo de productos generados por la también llamada industria cultural, ese campo de la producción que en el siglo XX abarcaba periódicos, revistas, transmisiones radiales, infinidad de géneros musicales y, por supuesto, el cinematógrafo.

En la tradición académica de Occidente, cultura de masas no deja de ser un concepto peyorativo, puesto que, ya en su mera enunciación, presupone públicos o audiencias acríticas, consumistas y pasivas. Así, la teoría crítica que se ocupa de ella no deja de señalar la función de sometimiento, respecto de las clases dominantes en una sociedad, que cumpliría esa cultura.

Pero la cultura de masas, o mejor dicho, sus productos, también pueden pensarse desde la perspectiva de una cultura popular, que no sería simplemente lo que remite a un sustrato telúrico y folk, sino al conjunto de manifestaciones por medio de las cuales un pueblo se reconoce y se expresa. Demás está decir que, en el siglo XX, esa cultura popular -en muchos casos de condición urbana- se configura y se constituye a partir de las apropiaciones y usos que el pueblo practica respecto de la cultura de masas.

O por decirlo de otro modo: la cultura popular urbana, desde el siglo pasado, nunca deja de ser un fenómeno signado por un marcado sincretismo, que en la medida en que le quita todo tipo de esencialidad en su material devenir, le confiere las formas propias de lo mezclado o lo híbrido.

Para evitar el riesgo de que esto suene como una especulación abstracta, será conveniente referirlo a las obras anteriormente mentadas, desplegando a través de su análisis el sentido que pretendemos asignarles a estos conceptos.

Así, lo primero que debería decirse sería que El Eternauta no es otra cosa que un comic, para llamarlo con el nombre originario del género al que pertenece. Trasladado el concepto a nuestra lengua, diremos entonces que no es más que una historieta, es decir, una historia narrada por medio de imágenes dibujadas, que están acompañadas por un texto que sostiene y precisa el sentido de lo que se narra.

Resulta obvio recordar la función de entretenimiento que ese género supone en su aparición a comienzos del siglo XX. Pero en la Argentina de 1957, el género, gracias al talento creativo de Héctor Oesterheld, se transforma en otra cosa: se transforma en una potentísima alegoría que da cuenta, de manera figurada, de la tragedia histórica que por entonces padecía el país.

Porque, ¿qué es El Eternauta sino la versión popular de una epopeya protagonizada por gente del común, por sujetos del pueblo, al resistir la invasión siniestra de unos monstruosos colonizadores?…

Si en ese pasaje que lleva de la historieta a la épica se juega la apropiación que la cultura popular practica en relación con los recursos y medios de la cultura de masas, lo mismo ocurre con la escritura de Operación Masacre.

El relato de Walsh -también vale recordarlo- se compone en principio como una serie de artículos periodísticos, que se publican en distintos  periódicos políticos y gremiales. De manera que nace también en el contexto de un género característico de la industria cultural -el periodismo- para convertirse, finalmente, en libro. Pero esos artículos, de la misma manera que el libro que los contiene, también iban a representar un uso inusual y transgresivo de los materiales y procedimientos propios de la cultura de masas. Porque Walsh, cuando escribe, no solamente informa sino que además narra, dándole voz a los protagonistas de sus notas, víctimas todas de la represión ilegal a los supuestos partícipes de la asonada comandada por el General Valle en 1956.

Ello supone ir más allá del acto de informar -que se cree es lo que define a la actividad periodística- para contar los hechos adoptando un determinado punto de vista, que terminará chocando con los estereotipos de la cultura de masas al inscribir la perspectiva -y las voces- de los sujetos subalternos, verdaderas víctimas -en este caso- del sistema dominante.

De manera que tanto El Eternauta como Operación Masacre pueden pensarse como el pasaje que va desde el campo de la industria cultural al de las culturas populares. Esta proposición resultaría incompleta si no señaláramos el carácter político de dicho pasaje, puesto que la apropiación de los materiales y recursos de la industria cultural que practican estas obras no hubiese sido posible de no haber sido un acto de politización de los usos y consumos populares.

Para situarlo en un registro más amplio: 1957 es el año en que ya está operando la resistencia peronista. A ello se llega porque en 1955 se había producido el golpe que depuso al gobierno democrático y constitucional de Juan Domingo Perón, comandado en un primer momento por Lonardi y después por Aramburu y Rojas. En 1956, a su vez, se había producido el levantamiento del General Juan José Valle, sangrientamente reprimido por la Revolución Fusiladora. De ese modo, 1957 es un año signado por una resistencia popular a la dictadura que cobra incluso manifestaciones violentas.

En ese contexto, entonces, nacen El Eternauta y Operación Masacre, como respuesta político-cultural al avasallamiento impuesto por el poder dominante. Son, por lo tanto, el resultado de un proceso de sincretismo cultural, donde dos autores comprometidos practican audaces y trascendentes apropiaciones de lo que ofrece la industria cultural de la época, para generar dos obras maestras de la cultura popular argentina. Pero la afinidad entre sus posiciones no iba a terminar allí: en realidad, podría decirse que allí comienza. Porque siguieron trayectorias políticas similares, siempre militando en el campo popular, hasta converger a principios de los años 70 en la organización Montoneros, y terminar como víctimas de la represión genocida en su condición final de dos más de los 30.000 desaparecidos.

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