El ferrocarril me ha facilitado enormemente el trabajo. Sobre todo el Buenos Aires al Pacífico, que se extiende como una cicatriz en la espalda de la pampa hacia el poniente. Los negocios andan muy bien y en esto el tren tiene mucho que ver. El tónico que fabrica abuela Flora se vende mucho. Fue un acierto no pegar ninguna etiqueta en los frasquitos, porque a los polacos se los vendo como remedio para las quemaduras. Los pobres sufren mucho el sol de por acá y en los campamentos del ferrocarril uno los identifica en seguida, andan todos colorados y cubiertos de ampollas. Durante el viaje aprovecho para vender en los vagones, que siempre parten de Buenos Aires cargados de gringos y gallegos. Es increíble la fascinación que provoca el paisaje en esta gente. A veces pareciera que les resultara imposible despegar los ojos de las ventanillas, donde si no fuera por los postes del telégrafo uno diría que el tren no se mueve, tan igual de marrón y desierto es el campo, y de limpio y celeste el cielo. Me ha dado muy buenos resultados bajar a vender en las estaciones.
En los pueblos que han crecido a la vera de las vías, la llegada de los trenes es el principal entretenimiento. Las niñas emperifolladas se pasean con las matronas que huelen a colonia, los caballeros se ponen goma en los bigotes enroscados para fumar un cigarro en el andén, mujeres de rostro acriollado ofrecen empanadas a los viajeros. Todo es un pandemonio de gente que va y viene bajo la distraída mirada del jefe de estación, que invariablemente es un inglés de ojos tristes que siempre parece estar en otro lado, quizás extrañando las verdes colinas del Devonshire. Fue en una de esas estaciones, en una aldea que se llama Rufino, donde me sucedió lo que voy a contar. Me pasé allí un día entero, porque cuando llegó la noticia de la muerte de don Manuel Quintana los trenes dejaron de correr hasta el día siguiente, en que asumió Figueroa Alcorta. Ahí conocí a Antonio Pozzo.
***
El tren apoya sus patas de fierro en los tendones acerados, ciempiés perezoso durmiendo bajo la luna un sueño de traqueteos interminables. El viajante camina por el andén valija en mano. Al sur de la estación, la luz plateada se recuesta sobre un descampado en el que se adivinan un almacén con las luces encendidas, y algunos ranchos silenciosos. De los vagones se descuelgan los ronquidos del pasaje y los suspiros de una pareja de inmigrantes, que hace el amor entre el alboroto de un par de gallinas que se resisten al sueño. El viajante se acomoda en un banco de madera, junto a un hombre que parece dormido. Antonio Pozzo, encantado, le dice el hombre. Tiene una cámara fotográfica colgada del cuello y unos espejuelos pinza-nariz que se mueven como ojos de gato en la penumbra. El fotógrafo es un tipo locuaz, y evidentemente no puede conciliar el sueño. ¿Hace mucho que recorre el interior? –le pregunta con acento del Piamonte–, porque yo ando buscando a un indio. El último de los de lanza, creo. Un hijo de Pincén que, según me dijeron, no quiso acristianarse y anda por estos pagos atropellando los trenes. Imagínese, sería la foto de mi vida, un indio solitario que pretende detener al ferrocarril con una lanza. No se ría, en Río Cuarto dicen que ha lanceado a un maquinista. Es la foto que me falta para retirarme, porque a Pincén ya lo fotografié en Buenos Aires. Fue por el setenta y ocho, cuando lo capturó el Coronel Villegas en Trenque Lauquen, me acuerdo como si fuera hoy. Los llevaban caminando por las calles de la Capital, rumbo al Sexto Regimiento de Línea. Al frente iba Pincén, encadenado, lo seguían toda su familia y cinco o seis capitanejos que no levantaban la vista del empedrado. Pincén no, el viejo no bajaba los ojos. Yo le pedí a Villegas que me dejara fotografiarlo. Y escuche esto porque no me lo va a creer. Le hice cuatro tomas, pero no servía ninguna. Pincén tenía una mirada tan triste, que en vez de un guerrero parecía un huérfano desconsolado. No bajaba los ojos, pero miraba como pidiendo socorro. No había caso, las fotos no servían. Hasta que llegó un tal Francisco Moreno, que hacía poco había fundado un museo, y trajo una lanza. Cuando Pincén empuñó el arma se transformó en otro hombre. Creo que entre la multitud que se había juntado, no hubo uno al que no se le pusiera la piel de gallina. Confieso que, cuando lo miré a través de la lente, sentí por un momento que correría hacia mí y me partiría en dos de un chuzazo. Le tomé la fotografía con lo justo, porque el Coronel le arrancó la lanza de las manos y volvió a encadenarlo. En un segundo volvió a tener esa mirada de chico abandonado y la caravana de prisioneros se alejó por la calle Victoria. Les tomé otra foto, parecían perdidos, extraviados en el laberinto de calles empedradas y ajenas al drama de esa gente, que había perdido para siempre el horizonte.
*(Del cuaderno de bitácora de mi amigo el viajante) Nota: La única foto de Pincén, tomada por Antonio Pozzo el viernes 13 de diciembre de 1878, fue publicada por la Nación al día siguiente.