Era el año del Centenario y yo me encontraba en Buenos Aires, comprando las telas que después vendería en la campaña. En el almacén atiborrado de rollos y recortes, que colgaban como bambalinas de una escenografía esquizofrénica, deambulábamos sólo dos clientes. Un anciano elegante de perita encanecida y yo. El viejo revolvía puntillas y brocados con cierta timidez. Mire, me dijo señalando con el bastón de caña oscura una seda bordada de bacanales y lujuriosas siluetas entrelazadas en hilo de plata, ¿será imprudente para una recién casada?, es para mi nieta.

Le dí mi opinión y lo llevé hasta los estampados en tonos pastel. Yo hice mi pedido, él cargó su paquete bajo el brazo y salimos juntos del sombreado almacén. Afuera aplastaba la resolana de la siesta porteña y un bar nos invitó de inmediato a un vaso de moscato helado.

Al rato yo ya sabía que él era el Coronel Mansilla. Un tipo desdeñoso de la política, que al parecer le había traído más de un dolor de cabeza, y nostálgico de sus años de a caballo y vigilias, bajo la cuádruple mirada de la cruz del sur. Se interesó sobremanera por mi itinerario de viajante, especialmente cuando le conté que recorría el noroeste de Buenos Aires y el sur de Santa Fe. Allí empezó la historia de Marianito, me dijo, relamiéndose el bigote envinado por lucecitas pardas, en Fortín Gainza cuando lo tomaron prisionero siendo un mocoso que solamente se llamaba Pichi Painé. El relato que desgranó a continuación merece ser contado. Aunque la memoria, y el moscato, me pueden haber hurtado algunos detalles.

Leubucó es un puñado de lunares en la piel áspera y cuarteada de la pampa. Los toldos gimen, se estremecen, silban una cadencia de soledades en los labios del viento sur, que pasa como perdonándoles la vida.

La toldería del cacique Mariano Rosas ha recibido una visita inesperada. El Coronel Lucio V. Mansilla ha llegado cargado de aguardiente, azúcar, tabaco y yerba. Hace poco que Sarmiento ha firmado la paz con los ranqueles. ¿Qué quiere el Coronel? Baigorrita ya no lleva arreos para Chile. Epumer, hermano mayor y feroz ladero de Mariano, ha dejado de tomar cautivas y envejece en su toldo, mientras una viuda enamorada le soba las cicatrices. Mariano desconfía.

Él conoce bien a los cristianos porque ha vivido años en la estancia de don Juan Manuel. Por eso ha puesto al Coronel en la amansadora. Desde hace dos días, apenas la columna de soldados comenzó a dibujar una nube de arena en el horizonte, empezó a mandarle lenguaraces que agotaran su paciencia.

Los enviados son expertos en la dialéctica del desierto. Demoran la llegada reiterando hasta el cansancio las mismas fórmulas de la diplomacia ranquel. ¿Cómo está el Coronel? ¿Cómo están sus soldados? Saludos de Mariano para el Coronel. Saludos de Mariano para los soldados. ¿Ha perdido algún caballo en la travesía? Y de allí de vuelta al principio. ¿El Coronel se encuentra bien? Cada saludo se multiplica y enrevesa al infinito a medida que Mansilla se acerca a Leubucó.

Mientras, los bomberos del cacique cuentan los caballos, las armas, las municiones, los barriles de aguardiente. Envían expediciones para saber si lo que ven es solamente la vanguardia de una fuerza más poderosa.

Cuando Mansilla entra al toldo del jefe, no solamente está extenuado por el protocolo, sino también por el alcohol que le ha hecho beber Epumer para probar que es un huinca toro. Estos hombres se encuentran en la intersección de dos mundos distintos, allí donde los universos empiezan a mezclarse y se pierde la noción de lo que viene de uno u otro. Mariano tiene un hijo que, inexplicablemente, se llama Lincoln. Inexplicablemente para Mansilla, o es que el ranquel ha sabido de la prédica de aquel delgado y erecto hombre del norte.

Lucio se ha alucinado con el caracolear de los potros indios. Ansía con toda su sangre levantar surtidores de arena y tragarse los guadales sobre uno de esos animales fantásticos. Sentir las carnes endurecidas por soles y heladas. Desear una mujer y entregarse a la pasión sin más artilugios que el gesto invitante de las bocas.

Creo no haber sido nunca más feliz que en aquellos días, le confieso, me dice el viejo Coronel, precipitando su aguachenta mirada en el ambarino fulgor del moscato. Esos seres eran libres en una magnitud distinta a la que usted pueda imaginar. ¡Yo le ofrecí a Mariano una casa de ladrillos! No puedo, me contestó, los míos pensarían que ya no soy uno de ellos.

Los dos hombres se miran y el toldo parece flamear en las arenosas olas de Leubucó. Sospechan que cada uno podría ser el otro, pero saben que, tarde o temprano, uno de los dos universos será extinguido.

Mansilla viene precisamente a eso. Sarmiento le ha encargado convenir un agregado al tratado de paz, comprarle a los ranqueles la tierra que ocupan y empujarlos al sur. El hijo de Painé se resiste con los argumentos de su sangre. Esta tierra es nuestra porque aquí siempre hemos estado, le dice.

El Coronel se deshace en argumentos. El es ahora el lenguaraz. Mariano lo escucha en silencio hasta que alza la mano y llama a una de sus esposas. Al rato la mujer vuelve con un cofre de madera. El cacique lo abre y revisa un cúmulo de papeles cuidadosamente ordenados. Elige uno y se lo alarga al Coronel. Es un recorte de La Gaceta de Buenos Aires. En el artículo se describe el camino que recorrerá el proyectado ferrocarril que imagina Sarmiento. Los rieles cortan al medio las tierras de los indios.

El anciano Coronel rescata con la lengua la última perla que le adorna el bigote. Usted viene por eso, me dijo Mariano, nosotros ya sabemos. Había resignación en sus ojos y le juro que me dio rabia, terminó diciendo Mansilla mientras una mosca se bebía los vestigios del moscato sobre la mesa.

(Del Cuaderno de Bitácora de mi amigo el viajante)

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