En esta nota nos proponemos hablar de un candidato presidencial de apellido Fernández. Pero no se trata de un candidato actual, de nombre Alberto, sino de un candidato pretérito, ya lejano, cuyo nombre fue Macedonio.

Macedonio Fernández: un escritor argentino que practicó una escritura compleja, por momentos sinuosa, con la que interpelaba las verdades admitidas por el sentido común, a través de un humor y una ironía que supo heredar su discípulo más importante, Jorge Luis Borges.

Si paradójico fue su estilo –escribía parrafadas que exigían ser comprendidas por medio de una laboriosa lectura, aunque haciendo reír de manera constante al lector– también lo fue su propia vida, en grado sumo podría decirse.

Porque Macedonio Fernández fue un hombre al que podría calificarse de lateral. El adjetivo requiere de una explicación. Con lateral queremos decir que se trató de una persona que siempre eludió el centro de cualquier situación, de cualquier escena.

Gustaba situarse en los costados de todo –de la vida social, de las instituciones, de la propia literatura– para actuar desde allí. Por ello se ubicaba asimismo en los bordes, en los márgenes, de la sustancia literaria: prefería hablar a escribir, y cuando escribía, prefería desplegar su letra en la privacidad de su mundo al acto de publicar.

Sin embargo, lejos de ser una persona agobiada por ese modo de vida, era alguien que con ello gozaba. Y que, por lo mismo, disfrutaba celebrando la vida y el mundo que le tocó transitar.

De ahí que quienes le conocieron refirieran siempre su proverbial humor, su irónica forma de afrontar sus días. Macedonio Fernández parecía no tomar nada demasiado en serio, por más que su existencia haya estado marcada por momentos desdichados, como cuando perdió tempranamente a su amada esposa.

Por ello, gustaba de practicar el humor en medio de situaciones desopilantes que él mismo generaba. Así fue como –al menos de esa forma lo narra la leyenda– en algún momento decidió postularse para la Presidencia de la República. Pudo haber sido en 1922 o en 1928, los años en que el radicalismo persiguió retener la primera magistratura, lograda en 1916 por Irigoyen y en 1922 por Alvear.

Ha sido nada menos que Borges quien relató ese propósito macedoniano. Hacia los años sesenta narró que Macedonio Fernández, por aquel entonces, decidió postularse para la Presidencia de la Nación. Del mismo modo, tiempo después contó que, por aquellos años de radicalismo, con los hermanos Davobe decidieron escribir, junto con el mismo Macedonio, una novela que se llamaría El Hombre que será Presidente. Si bien esa novela jamás apareció, Borges recuerda ciertas acciones protagonizadas por mujeres de su entorno, las que escribían tarjetas propagandísticas que dejaban en bares y restaurantes de Buenos Aires, al mejor estilo macedoniano.

Notoriamente, ese episodio recordado a la distancia por Borges no cuenta con testimonios fehacientes. Pero ello no es excesivamente grave ni problemático, porque al configurarse de esa manera no deja de representar un evento también literario, una obra de ficción tramada entre el propio Borges y Macedonio Fernández.

Y si literaria es la leyenda tejida en torno a su postulación a la Presidencia, literaria es igualmente la forma en que Macedonio traza ese supuesto anhelo en su obra. Como es sabido, escribió ensayos, poesía y relatos bajo la forma de cuentos y de novelas. Una de sus novelas, precisamente, lleva por título Museo de la Novela de la Eterna, y fue un proyecto al que dedicó décadas de su vida.

Esa dedicación, de todos modos, no debería entenderse como una renuencia o incluso un temor a publicar. Debería pensarme más bien como una modalidad de su escritura, que hacía de la novela un típico work in progress –un trabajo en curso– como dirían los críticos ingleses.

Escribir, para Macedonio Fernández, significaba un devenir antes que un resultado acabado; un proceso, antes que un producto final. Por lo mismo, esa novela publicada por su hijo más de veinte años después de su muerte, tiene cincuenta y seis prólogos que la preceden. Si el número parece excesivo, desmedido, de todos modos puede entenderse si se piensa que los prólogos son ese instante previo –esa inminencia– donde la obra se anuncia.

Así, Macedonio parece disfrutar de esa suerte de preparación –como alguna vez llamó Roland Barthes a la instancia donde una novela se gesta– que se urde en la sucesión incesante de prólogos.

Pero la novela, finalmente, comienza. Y cuando lo hace, se revela de inmediato como una narración insólita, donde todo lo establecido, lo sancionado, respecto de lo que una novela debería ser, en este caso pierde entidad y sustancia. Porque esta obra de Macedonio Fernández es, claramente, otra cosa. Es una suerte de experimento, de laboratorio textual, donde el conjunto de oposiciones que rigen el advenimiento de una novela se deponen por medio del humor y la ironía que lo caracterizan.

Precisemos: si una novela se considera una obra de ficción es porque se distingue de lo que la rodea y determina, la realidad. Si hay personajes dentro de ella, es porque no se confunden con personas reales, del mismo modo como no se confundirían el autor con el lector, ni ambos con los personajes. Si la novela narra una historia es porque los sucesos que contiene obedecen a una lógica lineal, que es al mismo tiempo una verdadera cronología.

Ahora bien: nada de ello ocurre ni se comprueba en Museo de la Novela de la Eterna. En ella no se diferencia la ficción de la realidad, porque los personajes salen de una para entrar en otra. Igualmente, el personaje puede devenir lector, y el autor personaje. Y el tiempo, y la muerte, pueden mostrarse como reversibles. Todos los límites, de ese modo, están constantemente depuestos, y por ello, realmente atravesados.

En ese mundo insólito, inverosímil, hay un personaje denominado “El Presidente”. Rige la vida en la estancia que es la novela, y dispone muchas veces de personajes y hechos como lo haría un titiritero con sus muñecos.

Ese Presidente, por otra parte, por momentos aparece como una mutación, como un trocamiento del autor. Es un autor-personaje, y es un personaje-presidente.

Sin duda que en esa metamorfosis se podría leer la inscripción, la traza, de esa letra con la que Macedonio Fernández supo tramar la ficción de su postulación a la Presidencia, que aquí parece reverberar en el dibujo de un personaje que, en el ámbito de la novela, ha logrado finalmente esa condición anhelada.

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