-Vuestra majestad debe mandar se den por todas partes infinitas gracias a nuestro Señor por la victoria tan grande y señalada que ha sido servido conceder en su armada, y porque Vuestra Majestad la entienda toda como ha pasado, además de la relación que con esta va – escribió Don Juan de Austria a Felipe II de la batalla de Lepanto.
Lepanto, sobre el Mar Mediterráneo, escenario de un conflicto de intereses en el siglo XVI.
A comienzos del siglo XVI, el monopolio de Venecia fue roto por los portugueses con sus rutas circunnavegando Africa mientras que desde 1522 con la caída de Rodas, los turcos se fueron haciendo con las posesiones venecianas.
Chipre también había caído en poder de los turcos.
Fue el Papa Pío V el que financió una alianza entre venecianos y la España de Felipe II. En febrero de 1571 se firmaron los pactos entre la República de Venecia, España, la Orden de Malta y el Vaticano.
La alianza tendría una duración de tres años y el mando de la flota quedó en manos de Don Juan de Austria, hermano del rey Felipe II.
España aportó noventa galeras, cincuenta fragatas y bergantines y veinticuatro naves de servicio, mientras que doce galeras y seis fragatas eran las enviadas por el Papa. Venecia envió ciento seis galeras, seis galeazas y veinte fragatas.
Sumaban 13 mil marineros, 43 mil galeotes y 31 mil soldados. En total, 20 mil hombres respondían a España, 8 mil a Venecia y 2 mil al Vaticano.
“A Mesina llegó monseñor Odescalco, obispo de Pena, portador de las indulgencias que el Papa concedía a todos los embarcados junto con un relicario que contenía astillas de la Vera Cruz a distribuir entre los capitanas de la armada…La armada de la Liga recibió como insignia un estandarte azul decorado con Cristo crucificado y la Virgen de Guadalupe y los escudos de España, el Papa y Venecia”, sostienen las crónicas europeas.
Al amanecer del 7 de octubre de 1571, la flota turca salió al encuentro de la armada europea que recién había cruzado el cabo Scropha.
-Hoy es día de vengar afrentas. En las manos tenéis el remedio a vuestros males. Por lo tanto, menead con brío y cólera las espadas -dicen que dijo Don Juan de Austrias.
Después agregó: “Hijos, a morir hemos venido o a vencer si el cielo lo dispone. No deis ocasión para que el enemigo os pregunte con arrogancia impía, ¿dónde está vuestro Dios?. Pelead en su santo nombre, porque muertos o victoriosos, habréis de alcanzar la inmortalidad”.
“Hubo en el mar tantos muertos y despojos que las naves parecían haber encallado entre cadáveres. Las naves se quebraban con tanta facilidad como los cuerpos de los hombres, de los que sólo quedaba intacta su ira. Parecía como si se quisiera superar en destrucción a los elementos de la naturaleza”, sostienen distintas fuentes documentales.
Aunque los turcos habían sido vencidos en el centro y en la izquierda, en la derecha Uluch Alí había logrado cercar la escuadra de Andrea Doria y allí los cristianos comenzaban a peder terreno en toda la línea. En la Piamontesa de Saboya en la que iba Don Francisco de Saboya, todos sus ocupantes fueron degollados. En la Florencia del Papa, sólo hubo dieciséis sobrevivientes, todos ellos heridos. En la San Juan, también del Papa, murieron todos los soldados y los galeotes. En la Marquesa se hallaba enfermo un soldado de veinticuatro años que cuando supo que se iba a entrar en combate pidió a su capitán Francisco San Pedro que le colocara en el lugar más peligroso, pero éste le aconsejó que permaneciera en la enfermería. “Señores, ¿qué se diría de Miguel de Cervantes cuando hasta hoy he servido a Su Majestad en todas las ocasiones de guerra que se han ofrecido?. Y así no haré menos en esta jornada, enfermo y con calentura”. Doce soldados lo siguieron y fue allí cuando Cervantes perdió su brazo izquierdo.
A las cuatro de la tarde cesó la batalla.
Hubo 5 mil venecianos, 2 mil españoles y 800 hombres del Vaticano, muertos.
Los europeos tomaron 5 mil prisioneros y se calculó que murieron 25 mil turcos.
Ese fue el saldo del 7 de octubre de 1571, de la batalla de Lepanto, casi 33 mil muertos.
El 7 de octubre es el día de una masacre santificada.
El Sultán Selim sostuvo, dice la historia: “Me han rapado las barbas, ya crecerán con más fuerzas”.
El Papa instituyó aquella fecha de muerte desbocada como el de la Virgen del Rosario por considerarla la protectora de la fe durante la batalla.
El primero de mayo de 1572 murió y un año después el Sultán recuperó Túnez.
La batalla de Lepanto cerró el capítulo del Mediterráneo en la historia europea.
A partir de 1731, los rosarinos festejaban como su día el de la Virgen, todos los primeros domingos de octubre.
El 3 de mayo de 1773, desde la ciudad de Cádiz, llegó al curato del Pago de los Arroyos la imagen de “Nuestra Señora del Rosario” y que fue depositada en la iglesia construida en los terrenos donados por el capitán Santiago Montenegro, alcalde de la Santa Hermandad del lugar, el 12 de noviembre de 1757.
El gobernador Manuel María de Iriondo convirtió en ley, el 28 de junio de 1940, el 7 de octubre como “el Día de Rosario”.
Desde entonces hasta el presente, los rosarinos celebran su identidad y pertenencia en una fecha que recuerda una de las masacres más tremendas del mundo europeo.
Masacre santificada y, en forma paralela, negada a la hora de recordar su significado.
Día de la Virgen no es igual a una fecha trágica.
Hubo una deliberada reconstrucción de la historia a favor de intereses muy concretos y minoritarios.
Cada 7 de octubre, entonces, la ciudad celebra una masacre.
Una marca que permanece en el tercer milenio.
Impunidades santificadas, naturalizadas.
La historia a contramano.
De allí la necesidad de encontrar otras señales que reflejen las luchas de los que fueron más e hicieron de Rosario una ciudad rebelde y no una simple y obediente receptora de mandatos ajenos a sus propias mayorías.

*Periodista. Diputado provincial por el Frente Social y Popular (FSP).

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