Ninguna puede precisar horarios, pero sí que el día laboral arranca a primera hora y termina con el ¿último? mensaje que resuena en el celular bien tarde por la noche. Saben que desde el vamos de esa jornada habrá que leer circulares, cargar datos que les demanda el Ministerio, mantenerlo actualizado para que no se pierdan partidas, sostener –al menos con la escucha– a las familias que se quedan sin trabajo, acompañar la tarea pedagógica a la par de la del comedor escolar. Y por si fuera poco mantenerse enteras cada vez que abren las puertas de sus escuelas y sólo hay lugar para el silencio, un silencio profundo que vuelve hasta dolorosa la ausencia de los abrazos de las chicas y los chicos. Así viven sus tareas siempre las directoras y vicedirectoras, pero en tiempos de cuarentena más. Y, hay que recordarlo, el salario que cobran a fin de cada mes ni se acerca a reconocer tantas responsabilidades y compromiso a quienes se ponen en sus hombros las escuelas.
Tienen en común trabajar en realidades donde lo que abundan son las necesidades más imperiosas, desde la comida diaria hasta el trabajo. También haber elegido las escuelas donde ejercen como directivas, porque saben que hay mucho por hacer y por “desarmar esas lógicas” que condenan a los sectores más vulnerables “siempre a las páginas policiales”. Invitan a romper prejuicios, cambiar la mirada y dejarse contagiar de esa idea tan humana que les permite afirmar que “cuando una da amor recibe amor”. Acaso ¿hay algo más amoroso que la tarea de enseñar? En este 1° de Mayo, Día Internacional de las Trabajadoras y Trabajadores, Redacción Rosario conversó con cuatro directivas de escuelas públicas y privadas de la ciudad sobre cómo viven lo cotidiano y también lo excepcional que impone la pandemia.
Desarmar lógicas
Mariela Alonso es la directora de la Escuela N° 773 Pablo Pizzurno (Riobamba al 5100). “En cada una de las escuelas donde trabajé siempre pude hacer muchísimas cosas, sobre todo enseñar. Y puedo dar fe que hubo aprendizajes y muy buenos”, recoge de sus 25 años de trabajo en la docencia y en la responsabilidad de “desarmar lógicas sobre la pobreza” que ha asumido como clave de su tarea.
Está convencida que a estas escuelas, que en los concursos de ascenso “siempre quedan para el final”, tienen que habitarlas un fuerte posicionamiento político e ideológico que no las mire como espacios para hacer caridad, planteos discriminatorios y menos hacer la plancha “porque aquí poco se puede hacer”. “Aquí se demanda otra delicadeza, otra formación”, define sobre los desafíos de su trabajo.
“Este es un barrio que de noche no duerme”, dice para invitar a pensar todo lo que sucede en los márgenes de la ciudad, desde banda narcos, jóvenes asesinados, la policía que irrumpe. Con esa noche diaria llegan sus alumnas y alumnos a la escuela, también sus familias. “Necesitan ser escuchados”, dice Mariela y habla de que eso es sólo posible en un conocimiento mutuo con la comunidad. “El acercamiento es uno de los desafíos más grandes”, asegura. Y también volver a “poner al niño, y sus derechos, primero”.
“Las niñas y los niños no están en la escuela pero la escuela pública está en todo su esplendor, porque es la que está respondiendo a la emergencia”, expresa sobre cómo vive estos días de cuarentena, donde cada maestra asume el sostenimiento de la enseñanza.
“Mi lógica de trabajo como directora no es la del control. Una cosa es la función de dirección y otra que se conciba el rol de cualquier directivo como un controlador, como un patrón”, comparte su posicionamiento profesional y afirma que hace falta pensar en una nueva generación de directivos, que sean vistos como trabajadores de la educación, con los mismos derechos.
Mirar la realidad
Cristina Jelonche es vicedirectora de la Escuela María Madre de la Civilización del Amor (Ayolas al 4000). La eligió para trabajar primero como maestra, luego para asumir el actual cargo, “porque es una escuela que trabaja con el barrio, con la comunidad, es más: se creó por pedido de los vecinos”.
Cristina busca las palabras y las imágenes para hablar de cómo viven unos y otros la pandemia. “Hay muchas familias que se han quedado sin la posibilidad de salir a trabajar, porque lo hacen en negro, en el día a día”, describe de una realidad común a otros barrios. También para que se entienda que no todos disponen de medios para garantizar clases virtuales, ni las comodidades para aprender en la casa. Su tarea como vicedirectora está centrada en acompañar, estar cerca de las maestras, pero sobre todo de las familias. Es tiempo de cuidados y sostener los vínculos acuerda Cristina.
“Lo que hacen las maestras en estos días es increíble. Espero que la sociedad valore esta capacidad de resiliencia que tienen. Lo cuento y me emociono”, confía y agrega: “Nuestro trabajo hoy en día se reforzó en contener a las familias, en cómo hacer para quedarte en casa sin un mango. La escuela no solo enseña contenidos conceptuales, les enseñamos a compartir con otros”.
Cristina también es catequista y afirma que esa función también le ha aportado herramientas para afrontar los días de pandemia.
Habla de la fortaleza que hay que tener a diario, por ejemplo, cuando se reparten los bolsones de alimentos a las familias de sus alumnas y alumnos, y cada tanto aparece algún vecino pidiendo uno, “porque escuchó por la tele” que estaban entregando, y tener que decirles que no, sencillamente porque no hay.
A las miradas prejuiciosas que recaen en el barrio donde está su colegio, dice que hay que responder con el trabajo, con “ese vínculo maravilloso que se crea”. “Porque si entregás amor, recibís amor”, ofrece Cristina.
El silencio del patio
Claudia Capiglioni es la directora del Jardín de Infantes N°260, de Tío Rolo. El jardín pronto va a estrenar su nombre “Bandera del amor”, que eligieron porque el 20 de Junio es la fecha más importante que recuerdan cada año, saliendo con una larga bandera celeste y blanca por el barrio dándole pelea a los estigmas que siempre lo ubican en las páginas policiales de los medios; “y no por las cosas que pasan cotidianamente, como la amorosidad que tienen las familias al mandar los chicos al jardín vestidos como para una fiesta”.
“El nombre no hace referencia a un amor edulcorado sino al amor como derechos del niño y a las infancias como bandera”, dice su directora.
En el momento de la charla, Claudia está en la soledad del lugar. “Ahora estoy en el patio del jardín, todos los días que vengo me provoca esto: el silencio. El silencio es el impacto más fuerte”, describe en voz alta y es irremediable no estar por unos minutos parada en el mismo espacio.
El jardín abre todos los días para entregar las viandas, también para prestar la escucha atenta a las mamás que se acercan y les cuentan sus pesares. Claudia dice que ese pequeño momento de encuentro es vital para mantener el vínculo, “el cara a cara”. En estos días –suma- “el abrazo, las miradas, todo eso se esfumó. Ahora trabajamos desde otro lugar, pero se nos hace muy difícil” cuando el cuerpo está tan presente siempre.
Los días de cuarentena obligaron a “cambiar la cabeza, posicionarnos en saber que seguimos estando y no, porque en nuestro nivel (inicial) el contacto físico es fundamental”. El desafío que asumen es estar presentes como se pueda, con cuentos, por las redes, reunirse virtualmente a una hora determinada.
A Claudia como directora le gustaría “hacer más”, siempre las limitaciones son económicas y las que imponen la cuarentena. Es directora de tercera categoría, eso en materia salarial significa una diferencia ínfima con quien ejerce como maestra. Es personal único en la dirección: no hay vice, ni secretaria ni personal administrativo. La multiplicidad de tareas que asume se puede imaginar.
Ser espejos
Valeria Valvasoni es la directora de la Escuela Intercultural San Juan Diego (Juan José Paso al 2000). Lleva trabajando 28 años de los 30 que tiene esa escuela que recibe a las niñas y a los niños de la comunidad Qom. Tiene muy presente la inundación del arroyo Ludueña de años atrás, cuando el agua llegó hasta la puerta de la institución.
La realidad que impone la pandemia no es la misma que aquella vez pero Valeria asegura que las encuentra con el mismo compromiso: “La escuela abierta y nosotras cocinando, trabajando con la gente y para la gente”
Habla de cómo mutó lo cotidiano de cada día de trabajo, donde los hogares se transformaron en oficinas y salones de clases. “Soy de estar poco con el celular, y ahora me encuentro todo el tiempo mirándolo, revisando el mail varias veces en el día, acompañando a los docentes, corrigiendo”, comparte.
Con la premisa de “no invadir a las familias y cuidarse” entre colegas reparten las tareas para sus alumnas y alumnos en los más diversos formatos, haciendo valer el ingenio, siempre considerando que “ningún papá es maestro o pedagogo y muchos no terminaron la primaria”.
Valeria dice que aprendió mucho de la comunidad Qom y que eso le permite “empezar cada mañana con un tiempo de introspección, de encontrarme conmigo”. También que toma “la vida como un constante aprendizaje y oportunidad de crecer”.
El año pasado se realizó en Rosario un congreso de escuelas interculturales. Estuvo como invitada una de las ancianas de estas comunidades originarias. “Nos dijo –relata Valeria– que nosotros somos espejos. Nuestra vida interior es un espejo. Entonces como docentes tenemos que pensar mucho qué reflejamos en este tiempo de pandemia. Pienso que tenemos que reflejar serenidad, aprendizajes, encuentros de las familias con sus hijos, y de nosotros con las familias”.
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