Si “una noche asfixiante de verano” de fines de 1956 “frente a un vaso de cerveza”, a Rodolfo Walsh lo sacudió que un hombre le lanzara la frase “hay un fusilado que vive”; al antropólogo forense Bruno Rosignoli y al equipo del Centro de Estudios de Investigaciones en Arqueología y Memoria (Ceam), una mañana de abril de 2016 les sucedió algo similar cuando entre los escombros de la demolición de la Quinta Operación de Fisherton, un centro clandestino de detención (CCD) del que hasta entonces se conocía un solo sobreviviente, un hombre les dijo: “Yo estuve secuestrado en este lugar”.
El hombre trabajaba entonces en la institución escolar que había comprado el predio que contenía el chalet que estaba siendo demolido. Su empleo lo había devuelto involuntariamente, cuarenta años después, a la arquitectura en la que a los 19 años sufrió tormentos que lo enmudecieron por cuatro décadas. Él había estado secuestrado allí, pero casi nadie lo supo hasta ahora.
Una de las diferencias entre ambas escenas, la del escritor y la de los antropólogos, es que en 1956 el campo de interés de Walsh se circunscribía al cuento policial y a una potencial novela “seria” –como contó en el prólogo a Operación Masacre–, pero carecía de una militancia previa que le despertara particular curiosidad por la historia de Juan Carlos Livraga. En cambio Rosignoli y el equipo del Ceam no llegaron por azar al CCD de la zona oeste de Rosario, sino alertados por una nota publicada por este semanario que daba cuenta de la demolición del inmueble, adquirido por el Colegio San Bartolomé.
La casualidad, sí, puso a Daniel Guibes delante de ellos. La pericia de los peritos permitió que ese hombre se convirtiera, 40 años después de haber sido secuestrado y torturado en ese chalet ahora derruido, en el segundo sobreviviente de la Quinta Operación de Fisherton.
A partir de su testimonio en una causa, Daniel Guibes es hoy un ex desaparecido que tras cuatro décadas “apareció”.
Demoliendo CCD
La historia de esa “aparición” se inició en abril de 2016, en un chalet ubicado en Calasanz al 9000 del barrio de Fisherton. Donde, ya se sabía desde hacía mucho tiempo, había funcionado un centro clandestino de detenciones utilizado por la Policía Federal y la Inteligencia del Ejército durante la última dictadura cívico-militar.
“Llegamos ahí porque acababa de ser demolida la casa y nos habíamos enterado por una noticia que salió en El Eslabón, justamente”, contó el antropólogo Bruno Rosignoli. “Decidimos acercarnos al lugar para ver en qué situación se encontraba, qué se podía hacer todavía”, agregó.
No fueron convocados por el Poder Judicial, sino por su interés en preservar un sitio de memoria. El predio había sido comprado por la fundación del Colegio San Bartolomé, ubicado cerca del lugar, que quería ampliar sus instalaciones. El inmueble era un estorbo a ese objetivo. El pico y la masa eran su destino.
Allí donde la mayoría sólo vemos revoques y pintura, los antropólogos forenses descubren marcas de la memoria, indicios, pruebas judiciales e historias que, de tan a la vista, se nos vuelven imperceptibles. Para preservarlas fueron hasta la Quinta, que los aguardaba con una viva sorpresa.
“Cuando estábamos ahí se nos acerca una persona que trabajaba en la obra, nos pregunta si necesitábamos algo. Le contamos la razón por la cual nos habíamos acercado y nos dice: «Si ustedes quieren saber más de eso tienen que hablar con Daniel»”, recordó Rosignoli. “Nos da indicaciones de dónde lo podíamos encontrar. No nos explica por qué”.
Entonces fueron por el misterioso Daniel, el que “sabía más de eso” que ellos buscaban.
“Cuando ubicamos a Daniel, le comentamos quiénes éramos y qué estábamos haciendo”, dijo el antropólogo en una entrevista con El Eslabón. Obtuvieron una respuesta inesperada.
—Bueno, justamente yo estuve secuestrado en ese lugar.
Como Livraga, “el fusilado que vive”, Daniel Guibes imponía aquél día a los curiosos antropólogos de la existencia del desaparecido que 40 años después irrumpe con su testimonio, aparece, se transforma en un segundo sobreviviente de la Quinta Operacional de Fisherton.
“Fue una sorpresa muy grande, no sólo por la casualidad, sino porque la versión que hasta entonces conocíamos era que había un solo sobreviviente”, contó Rosignoli en referencia a Fernando Brarda, quien hace unas semanas declaró en el juicio oral que lleva adelante la Justicia Federal de Rosario en la denominada causa “Klotzman”.
En ese proceso oral se ventila la suerte de 29 víctimas del terrorismo de Estado que estuvieron secuestrados en ese centro de concentración, la mayoría militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores, brazo político de la guerrilla guevarista Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Todos desaparecidos.
La naturaleza del delito
La respuesta directa de Guibes –“yo estuve secuestrado en este lugar”– causaría conmoción en cualquiera. No es que los arqueólogos sean de piedra, pero los miembros del Ceam se habían topado antes con situaciones homologables, lo que aminoró el impacto.
Dice Rosignoli: “No es algo demasiado frecuente pero tampoco imposible. Sabemos muy bien que hay muchísima gente que no ha denunciado sus casos o el de sus familiares ante la Conadep en su momento ni a lo largo de los años tampoco”.
Para el antropólogo forense, “hay un registro de víctimas del terrorismo de Estado que es limitado por la misma naturaleza del delito, que es tan esquivo, y porque muchas veces los propios sobrevivientes optan, por diferentes razones, no denunciarlo”.
Por eso, “no era la primera vez que en nuestro trabajo nos topamos con una víctima del terrorismo de Estado de la cual no se conocía su existencia. No es algo tampoco tan infrecuente”.
Tras la sorpresa inicial, los antropólogos pactaron un encuentro con Guibes “en otro lugar”, porque su lugar de trabajo no lucía como el más apropiado.
“Tuvimos un par de encuentros en los cuales nos relató su historia, que no había compartido más allá de su familia más estrecha a lo largo de los años. No había denunciado su secuestro, su paso por este CCD”, rememoró Rosignoli.
Y explicó que “se trataba de una persona que después de haber pasado por esa experiencia, no había tenido la contención y el acompañamiento que quizá otros han tenido a través de la militancia o de la participación en un organismo de derechos humanos. Ni el resarcimiento y el acompañamiento por parte del Estado”.
El silencio
La experiencia de ser secuestrado una noche en su casa familiar, a los 19 años, de ser llevado vendado en el suelo de un auto a un lugar desconocido donde miembros de fuerza de seguridad lo torturaron en procura de información de la que carecía, “era algo que se había guardado para sí mismo, una experiencia traumática pero que de alguna manera estaba soterrada”, dijo Rosignoli.
La casualidad quiso que 40 años después de su secuestro, Guibes se cruzara con ese grupo de antropólogos preocupado por la demolición de un sitio de memoria, que le permitió relatar lo que por cuatro décadas “había guardado”.
Sólo en el ámbito familiar más estrecho, en ese mundo privado que resguarda el contenido de las más dramáticas historias de oídos potencialmente acechantes, Daniel Guibes relató lo sucedido.
La noche del domingo 10 de octubre de 1976 una patota policial ingresó al domicilio familiar de Felipe y Moré y La Paz, en el que residía junto a sus padres, y lo arrancó de la cama. A gritos y empujones.
Le preguntaban por Liliana Barjacoba, si la tenía escondida en esa casa. El pibe no entendía nada. Carecía de militancia, posiblemente habían ido a buscar a otro, a un vecino que unos días después abandonó el lugar, según supo más tarde su padre.
“No sé cuántas personas fueron, pero mi madre que se encontraba enfrente de mi casa, en el velorio de una vecina, me dijo que era mucha gente”, declaró Guibes en su testimonial de 2016, según publicó el diario Página/12.
“Lo que puedo decir –siguió– es que yo estaba durmiendo y que ellos entraron directamente y se llevaron las cosas de la casa, eran policías. En ese momento mi papá Antonio también fue torturado en mi casa”.
Liberado luego de una cantidad de días que no pudo determinar, Guibes no volvió a hablar del tema. No sólo durante la dictadura, tampoco en democracia. Su caso no quedó registrado en la recolección de denuncias llevada adelante por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), creada por el presidente Raúl Alfonsín al inicio de su mandato.
Tampoco la consolidación del sistema democrático –luego de los levantamientos carapintadas de los 80 y principios de los 90, ni tras los indultos del presidente Carlos Menem ni con el reinicio de los juicios por delitos de lesa humanidad– le permitieron hablar de lo sucedido.
“El por qué es algo que tiene que ver con sus decisiones, con lo particular de ese tipo de experiencias en las que no se puede esperar la misma reacción de todas las personas que han pasado por esto”, conjeturó Rosignoli ante un pedido de interpretación de este medio.
“Es un camino que transita cada uno a su manera, como puede, y no se le puede exigir o indagar sobre el por qué hace o no tal cosa”, añadió.
Del hecho al dicho
Sin embargo, el encuentro de Guibes con los antropólogos en abril de 2016, la demolición de la casa donde sufrió torturas, modificó esa comprensible conducta histórica. No se conoce la razón: Guibes debía declarar esta semana que termina en el juicio oral de la causa Klotzman, pero contrajo coronavirus y la testimonial se postergó.
Antes de llegar a declarar, los antropólogos del Ceam le plantearon como posibilidad acercarse a la unidad fiscal de causas por delitos de lesa humanidad para recibir acompañamiento institucional y con pocas expectativas de que, luego del transcurso de cuatro décadas, aceptara el convite. Se llevaron otra sorpresa.
“Es una situación bastante delicada, una persona que por un lado ni siquiera había compartido demasiado esa experiencia, muchísimos menos en un ámbito institucional y menos en un poder del Estado, era una situación delicada y no considerábamos muy probable que quisiera declarar”, dijo Rosignoli.
Y se preguntó: “¿Por qué meterse en eso después de tantos años, a esa altura, revivir todo, exponerse, salir a la luz, hacer público su nombre? Era algo bastante improbable”.
Pero al final no lo fue. “Se lo comentamos como una opción, haciéndole saber que podíamos acercarle el contacto de la unidad de lesa humanidad para que supiera que le podían dar un acompañamiento en su proceso, con o sin la posibilidad de que él testimoniara, pero podíamos acércalo a un ámbito de contención y reparación. También comentamos esta posibilidad a la Fiscalía y, afortunadamente, él considero que era una buena idea, que era oportuno y que podía encarar la situación de poder dejar por escrito una testimonial en la Fiscalía, y de esta manera pudo incorporarse el testimonio al expediente de la causa Klotzman”, relató el antropólogo.
La desaparición
Como se mencionó antes, Daniel Guibes fue chupado de su casa la noche del 10 de octubre de 1976. Escuchó ruidos mientras dormía, lo picanearon en su misma cama. Antes de llevárselo, los miembros de la patota policial le alcanzaron unas prendas de su hermana, para disimular la desnudez.
“Me llevaron en el auto a un lugar que no sabía dónde era y me tiraron en un elástico de madera con las manos atadas atrás y vendado, recomendándome a cada rato que no me moviera y que si se me aflojaban las vendas que avisara, porque si se me salían me tenían que matar”, declaró durante la instrucción de la causa judicial.
Puntualizó que “en ese lugar al que me llevaron lo único que pude ver bien es el baño porque en esos dos o tres días que estuve ahí, solo me sacaban la venda con las manos atadas delante para ir al baño, pero para mí es el mismo lugar: el chalet que tiempo después tuve la posibilidad de acceder”.
Al juez de primera instancia le contó que desde 2001 el Colegio San Bartolomé, donde trabajaba todavía en 2016 cuando declaró –ahora está jubilado– se radicó en Fisherton, “por lo cual siempre veía un chalet que estaba permanentemente custodiado por Gendarmería. Por eso los empleados del colegio teníamos que pedir permiso a los mismos para poder ingresar a cortar el pasto”.
La institución educativa adquirió el terreno donde estaba ubicado el chalet que en los tribunales federales era conocido como Quinta Operacional de Fisherton, gracias al testimonio de Brarda, el ex único sobreviviente.
“Este chalet limita con el Colegio en el que yo trabajo, que compró el terreno en 2015. Así tuve la posibilidad de ingresar a este chalet. Ahí fue donde tuve una sensación fea, porque recuerdo esos tres días: estaba en una habitación chica en el piso y podía ver una ventana que volví a ver cuando ingresé nuevamente a dicho lugar”, declaró hace cuatro años.
Y agregó: “Sentí la misma sensación al encontrarme en el mismo ambiente que cuando me secuestraron. El trayecto de la habitación al baño era el mismo que realicé cuando estuve secuestrado, el baño tenía unos azulejos verdes, todo tipo vidriado antiguo, que pude ver en el 76 al estar secuestrado y que volví a ver en 2015”. Había comenzado a aparecer.
La causa Klotzman
Tres ex miembros de la delegación Rosario de la Policía Federal Argentina (PFA) durante la última dictadura y un militar de Inteligencia retirado son juzgados por 29 casos de delitos de lesa humanidad cometidos en 1976 contra militantes del PRT-ERP.
Cuando se recupere de su afección de salud, Daniel Guibes declarará en ese proceso oral como testigo por su propio secuestro y torturas, que reveló luego de 40 años, lo que lo convirtió en el segundo sobreviviente del centro clandestino Quinta Operacional de Fisherton.
El juicio iba a iniciarse en 2017, pero por diversas postergaciones arrancó en septiembre pasado. Las demoras tuvieron como consecuencia que tres policías federales acusados, Luis Paulino Coronel, Rubén Oscar Jaime y Juan Dib, fallecieran antes de ser juzgados.
Sólo quedaron cuatro imputados: los ex policías federales Federico Almeder; René Juan Langlois y Enrique Andrés López, quienes por primera vez serán juzgados por crímenes contra la humanidad; y el mayor retirado del Ejército, Jorge Alberto Fariña, condenado a prisión perpetua en 2010 en la causa Guerrieri.
En el juicio se ventilan los pormenores de la desaparición entre el 2 y el 16 de agosto de 1976 de 29 militantes o personas identificadas por la Inteligencia del Ejército como cercanas al PRT-ERP.
De las 29 víctimas hubo solo dos sobrevivientes –que serán testigos en el juicio– y una joven cuya identidad fue restituida, que tenía diez años cuando fue secuestrada en 1976 y se convirtió en la nieta recuperada 104.
Los delitos que se juzgarán son homicidio agravado, privación ilegítima de la libertad agravada, tormentos agravados, supresión de identidad, sustracción, retención y ocultación de un menor de 10 años y asociación ilícita.
Es el primer proceso oral, desde la reapertura de los juicios por delitos de lesa humanidad, en que se juzgará a personal de la PFA y también es la primera causa que analizará lo ocurrido en el centro clandestino de detención Quinta Operacional de Fisherton”.
Fuente: El Eslabón
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