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Si algo caracteriza la época en que vivimos, es el despliegue inusitado de todas las formas de comunicación que la ciencia y la tecnología ponen a diario a nuestro alcance. Característica que se verifica minuto a minuto en el transcurrir de nuestro cotidiano, signado por diferentes estados de “conectividad” y supeditado por completo a los avatares que la deriva cibernética nos propone.
Es así que la percepción y dimensionamiento de nuestra realidad más inmediata, se concreta invariablemente a partir de un verdadero “miasma” informativo, cuyas impurezas nos vemos obligados a filtrar y cuya complejidad nos insume una tarea de decodificación ardua y sistemática.
Siempre estamos en riesgo de que la realidad informada o comentada termine siendo “la realidad” a secas y nosotros rehenes-testigos del flujo de discursos que compiten por darnos “la posta”, la escala o el baremo más ajustado, para establecer prioridades y valoraciones, o discernir analogías y diferencias.
Se instalan discursos y por supuesto quienes los fogonean, sostienen y amplifican.
Hasta aquí se diría que no hay nada nuevo bajo el sol, respecto de la manera como construimos nuestro mundo de significaciones. Una completa subordinación al campo del lenguaje y a la estructura simbólica de que estamos hechos nos impide realizarnos como sujetos “libres”, pues nuestras ideas y opiniones son producto de un intercambio incesante e indefectiblemente somos tomados por marcos referenciales que definen posicionamientos y precipitan decisiones.
Esto solamente, alcanzaría para explicar suficientemente el fenómeno y poner énfasis en lo cuantitativo y globalizado del asunto –disponibilidad tecnológica masiva y canales de comunicación infinitos– pero también es cierto –o al menos vale la pena hacerse la pregunta– si no estamos asistiendo a una nueva forma de concebir y metabolizar los aconteceres sociales, donde todo se juega en el plano discursivo y las palabras parecen intervenir como herramientas, cuya “materialidad”, peso y volumen, serían lo suficientemente determinantes para modificar vidas y hasta alterar el curso de la historia.
Ni John Austin en su mejor momento, con su filosofía de los actos del habla, hubiese llegado tan lejos como para imaginarse que en Argentina 2020 la política dirimiese sus responsabilidades a partir de conceptos, metáforas, mayor o menor violencia simbólica, marcos discursivos y epistémicos, etcétera.
Una nueva “propiedad” del relato político parece ocupar el centro de la escena y cada vez más darle la razón a un viejo tango, que cantado por Roberto Goyeneche sonaba genial: “Camuflajes, apariencias engañosas que no dejan ver las cosas como son en realidad…”.
Si lo seguimos al Polaco tendríamos que concluir que, sin dudas, detrás de los camuflajes hay intenciones, parcialidades e intereses.
Esto habilita inmediatamente otro plano de la realidad, que correspondería a lo “que pasa” y no a lo que “se dice”. Una versión más anticuada, si se quiere, no apta para posmodernismos foucaultianos y más cerca de ciertas formulaciones “polaco-marxistas”, donde el salario puede ser medido en razón de una plusvalía que enceguece con su claridad lógico-matemática, o la distribución del ingreso es considerada a partir de determinaciones económicas, inherentes a leyes inmutables de un capitalismo que no ha modificado su esencia en cientos de años.
Si nos damos un momento de reflexión, veríamos que nuestra historia reciente viene basculando entre ambas instancias y que esto no ha sido sin sus encarnaduras responsables.
Salidos del 2001 y urgidos por restablecer cierto equilibrio económico y social, la resultante electoral ganadora decide llevar a cabo su proyecto y para ello parece necesitar el auxilio de un relato, de una épica que justifique su permanencia y reproducción. Se sabe que toda cruzada que se precie de tal necesita enemigos y si no se los tiene, siempre es conveniente y posible inventarlos. Qué mejor enemigo que uno que ofrece batalla en el propio campo en que se lo desea combatir. “Los medios hegemónicos”, “La prensa gorila” serán, a partir de ahora, los destinatarios del fuego justiciero que hará tronar el escarmiento.
Es aquí donde comienzan a funcionar ciertos artificios, devenidos en expresiones fehacientes de lo que “efectivamente ocurre”.
Se nos dice que hay un “poder real” y una instancia democrática, superadora, que lo combate. La paradoja es que ese real es combatido solamente con la palabra, lo cual instala una pregunta importantísima. ¿De qué está hecho ese poder? ¿Acaso sólo de palabras? Intuimos que no –Goyeneche dixit– pero desde la política se nos reenvía a una “batalla cultural”, como única forma posible de volcar las cosas a nuestro favor.
Las ganancias de los bancos, los superávits y la acumulación de las cerealeras, la timba de bonos y Leliqs, la carrera del dólar, el reinado de la soja y la pampa húmeda, ¿son efectos de una práctica discursiva que se resuelve o modifica confrontándola con otro discurso? ¿O son realidades contantes y sonantes que dan cuenta de una configuración social y económica que sólo admite una intervención política concreta, libre de eufemismos y pantomimas electoraleras?
Si este poder real puede ceder ante una prédica evangelizadora y autolimitarse o desposeerse por efecto de un discurso antagónico, si realmente así sucediese, ¿no estaríamos a las puertas de un humanismo nuevo, absolutamente congruente con todas las alegorías e ingenuidades que anhelan una superación moral del homo sapiens, como resultado inequívoco de una evolución inexorable?
Desgraciadamente sabemos que no funciona de esa manera, que no hay verificación histórica de lo que sigue siendo hasta acá y, por ahora, nada más que una ilusión.
¿Qué está ocurriendo entonces y por qué?
La hipótesis más inmediata y además la más pedestre –para seguir fieles al Polaco– nos dice que los camuflajes siguen prestándole a la política un servicio precioso e inmejorable.
Nada más cautivante y encubridor, que un río de palabras puesto a correr entre los desfiladeros de una audiencia dispuesta a dejarse llevar por los susurros melodiosos de musas angelicales. Las mismas que se esfuerzan por ignorar los antagonismos de clase, que prefieren combatir la miseria y el hambre con “proyectos alternativos” sólo compatibles con una unidad ilusoria y ficcional.
La misma unidad que, invocada por los dueños del poder, ha sido causa principalísima de una derrota que nunca terminamos de dimensionar y de la que aún no logramos reponernos.
* Psicólogo.
Miembro de PRISMA Cooperativa de trabajo en Salud Mental.