La charla más extensa y distendida con Sandra fue en un congreso de la Juventud de la CTA en Buenos Aires. No me acuerdo si poco antes o poco después, pero fue por ahí alrededor de aquel diciembre de 2001, pico de una época signada por la resistencia agitada y constante contra el neoliberalismo salvaje. Estábamos con compañeras y compañeros de la Federación de Tierra y Vivienda, de la por entonces llamada CTA Barrios y de ATE Rosario sentados en la galería de un patio interno de una facultad de la UBA, uno de esos patios enormes donde nos desparramábamos con remeras o pecheras de varios colores sindicales, piqueteros, de empresas recuperadas, de organismos de defensa de los derechos humanos. Me acuerdo la cara de asombro de Sandra. Escuchaba todo con los ojos bien abiertos, asimilaba data sobre modos de organización popular que se habían dado pese a contextos y protagonistas tan o más complejos que los que a ella le tocaban, absorbía y proyectaba continuidad y profundización de la organización de meretrices en la que se había insertado. Disfrutaba el sentirse tratada con un respeto y un cariño que no abundaban en sus vínculos cotidianos de esos y los anteriores años de su vida. Siempre supuse que Sandra veía en esos ámbitos de encuentro de resistencias diversas el lugar ideal donde refugiarse en esa nueva etapa de su devenir. Pero el 27 de enero de 2004 todos supimos que el tiempo no le alcanzó: “Andá rajando a Iriondo y Santa Fe que mataron a Sandra Cabrera”, me dijo el Gringo Narciso apenas llegué esa mañana a la redacción de calle Dorrego del diario El Ciudadano. Y ahí estaba Sandra, ya no en medio de una charla de militancias varias. Ahí estaba Sandra acallada para siempre, con un tiro en la nuca.
Sandra era una mina que iba al frente pero entendía claramente los riesgos de los movimientos que iba resolviendo hacer: había pateado el tablero de la noche de prostitución y falopa de la zona de la Terminal, de la que formaba parte. Sabía que los jugadores de ese paño eran de pocas pulgas y de armas llevar. A la vez, se había envalentonado por encontrar respuestas en cierta prensa de la ciudad, que por entonces hacía periodismo de guerra pero contra cierres, despidos y falta de pago de salarios. La tranquilizaba que se la escuche y se refleje lo que decía sobre maltratos y extorsiones sin cuestionamientos ni preguntas sobre su rol en ese tablero en el que se sentaba a jugar noche a noche. “Yo si tengo que mover un 25 (gramos de marihuana) para darle de comer a mi hija, lo muevo”, me tiró una vez, en una de las varias “entrevistas para nota” que me tocó hacerle, con una suerte de afán de confesión que finalmente no llegó a desplegarse. Fue sólo después de su muerte que tuvimos más indicios de sus tránsitos nocturnos. “¿Qué hacés vos defendiendo a esa buchona de la Sanjua? Se hacía la buenita y laburaba para la Federal y mandaba en cana gente como loco….”, apostrofó uno de los muchachos de la esquina del barrio de zona sur donde este cronista moraba. “Bueno, loco, pero era una buena mina y se quería rescatar”, fue la respuesta al “cuestionamiento”. Pero el pibe del barrio no dio lugar a debate alguno: “¡Dejate de joder!”, cortó, y desvió. “¿Vas a ir la cancha? ¿Necesitás entrada?”.
Es obvio que para nosotros Sandra ya no era una fuente más. La redacción entera se había encariñado con semejante personaje, una puta declarada que caía por calle Dorrego a la mañana, a cara lavada, en una zanellita 50 y con su hijita igual de simpática que ella, que le daba un aire a la “Francisca” de la canción de León Gieco, o a la “Catalina Bahía”, de Pedro y Pablo. Primero Sandra caía sólo a denunciar, después también a informar que estaban armando el sindicato en Rosario. Así, ella y sus compañeras empezaron a participar de marchas por otros conflictos, como el del propio diario El Ciudadano; y el puente con el movimiento de resistencia al neoliberalismo se construyó naturalmente. El dirigente sindical Victorio Paulón fue uno de los más conmovidos por el asesinato de Sandra. “No llegamos a protegerla lo suficiente”, lamentaba. Eran tiempos de más intensidad en lo que a asesinatos de militantes se refiere. Las imágenes y reclamos por los Pocho Leprati y los Kosteki y Santillán copaban los paredones urbanos. El movimiento político y social de entonces no tuvo tiempo de salvar a Sandra, pero sí de incorporarla a esa lista aunque los expedientes judiciales que comenzaban a armarse no apuntaran para el mismo lado.
“En esa época no había tanto feminismo”, me interrumpe una compañera de esta redacción que comparto ahora, enero de 2021, mientras voy hablando esto mismo de Sandra y la época que después voy escribiendo. Claro, hoy el de Sandra es un “femicidio”, nominación que en el 2004 no se utilizaba en los medios. “¡Qué femicidio ni femicidio!”, hubiera dicho el pibe del barrio que conseguía entradas. Tal vez si hubiera habido un movimiento feminista con tanta masividad y fortaleza como el de hoy, Sandra hubiera tenido espacio y tiempo donde cobijarse mejor y no se hubiera cruzado con ese tiro en la nuca. El “hubiera” es pretérito pluscuamperfecto. El pasado que aquí se evoca, de perfecto no tiene nada. Sí tiene de heridas que podrán cicatrizar, pero no dejan de doler. La muerte de Sandra es una de ellas.
Fuente: El Eslabón