En 2008 nació en Rosario la agrupación de hijos e hijas de Veteranos del conflicto en las islas. Tienen entre 25 y 35 años y asumen la tarea de seguir malvinizando, así como lo hicieron sus padres cuando fundaron los centros de ex combatientes.
Lucía tiene un nudo que aprieta su garganta.
Le cuesta hablar de Malvinas aunque esa palabra, y la guerra, sea casi todo en su vida. “Malvinas me acompaña desde que estaba en la panza”, dice. En la escuela primaria nunca contó que era hija de un ex combatiente, nunca se sintió cómoda con ese relato escolar que se refería a la guerra tan solo para recordar la efeméride. Es que para ella –como para tantxs otrxs hijxs–, Malvinas era todos los días y todas las noches.
Pero pasaron cinco años y ese nudo empieza a disiparse. Ahora Lucía Moreyra, que vive en Capitán Bermúdez y tiene 28 años, integra una agrupación que nuclea a hijos e hijas de ex combatientes. Y las palabras se van hilando, lentamente, para tejer esa historia colectiva. “Conocer a los chicos de Generación Malvinas hizo que no me sintiera tan sola en los sentimientos”. Ser parte de la agrupación transformó su vida. Ahora Lucía puede narrar “ese pedazo de historia argentina” que lleva en la sangre, en los recuerdos de su infancia y adolescencia. Dice que ahora sí, que ahora puede hablar aunque a veces sienta ganas de llorar.
Para Ever, Malvinas está en su ADN. En su caso las palabras brotan. Lo hicieron siempre: en la mesa familiar, en un acto escolar, en su trabajo. Es uno de los iniciadores de la Subcomisión de hijos e hijas y sus recuerdos están marcados por la presencia de su papá, el VGM Edgardo Arnoldo. Desfiles, actos, actividades solidarias en el centro de ex combatientes, el dolor ante la falta de laburo. La “desmalvinización” la soportó en carne propia. A los 18 años entrevistó a su papá en su primer programa de radio al que llamó “Generación Malvinas”. “Tengo una foto donde está él, yo con un guardapolvo blanco y todos mis compañeros para un 2 de abril. Mi viejo era extrovertido, vivía Malvinas de forma plena todos los días. Entonces para nuestra familia era una cuestión cotidiana. Malvinas forma parte de mi identidad”.
“Desayunamos, almorzamos y cenamos Malvinas”, dice Claudia, quien también creció entre historias de vida punzadas por la guerra. Es hija de Ramón Almúa y se crió en medio de esa vida comunitaria que se construía alrededor de los centros de ex combatientes, el lugar de referencia que tenían en su escuela ante cualquier urgencia.
Rodrigo es de pocas palabras. Oriundo de Las Toscas, norte de la provincia, hace 15 años que vive en Rosario y 1 que se sumó a la organización de hijos e hijas. Su papá, Raúl Rubén Gonzalez, fue uno de los fundadores del Centro de Ex Combatientes de Villa Ocampo. “En un pueblo era difícil contar que eras hijo de un veterano, había que salir a patear la calle, no fue fácil. Estábamos sin asistencia y en el año 2002, mi papá nos juntó a todos y nos dijo que iba a empezar a recorrer la provincia para conocer a los veteranos”.
En la infancia de Florencia lo que primó fue el silencio. Su papá es Claudio Sanchez, otro ex combatiente de Malvinas y en palabras de su hija, una persona que llora poco y casi no habla de lo que vivió en las islas. Ella, por respeto, tampoco pregunta demasiado. Sumarse a Generación Malvinas a Florencia le significó poder conocer historias similares de otros hijos e hijas y además, acceder a información sobre lo que ocurrió durante esos 74 días en que duró la guerra. Así fue como en la última vigilia que hubo –pre pandemia–, Florencia se enteró que su papá había sido uno de los soldados que participó de la toma de las Islas el 2 de abril. “Eso fue muy impactante para mí, fue un shock. Mi papá venía de una familia muy pobre y la única vez que salía de su casa era para ir a una guerra. Hay muchas cosas que mi papá no las cuenta. Y no poder hablar de ciertas cuestiones es claramente una de las secuelas de la guerra”.
Generación Malvinas
La subcomisión de hijos e hijas del centro de ex combatientes de Rosario y San Lorenzo se formalizó en el año 2008. Uno de sus impulsores fue Ever Arnoldo, periodista e hijo del VGM ya fallecido Edgardo Arnoldo. En todo el país, Generación Malvinas se replica.
Ever dice con claridad cuál es el objetivo: continuar la lucha que iniciaron y sostuvieron sus viejos. “Ellos crearon los centros de ex combatientes y a partir de allí empezaron a trabajar por mejoras individuales y colectivas que tenían que ver con derechos que les puedan permitir tener una vida mejor, trabajo, salud, vivienda, una pensión de guerra”.
La tarea de “malvinizar” que emprendieron muchos ex combatientes luego de un doloroso proceso inverso, el de la desmalvinización, desde hace por lo menos diez años también la impulsan sus hijos e hijas que en general tienen entre 25 y 35 años. Nacieron post Malvinas y llevan esa herida colectiva de la guerra en sus propias historias personales. “Buscamos seguir malvinizando”, dice Ever. Su papá falleció hace pocos años y antes de morir, su preocupación tenía que ver con el destino de los centros de ex combatientes. ¿Qué pasaría con estas instituciones creadas por los propios veteranos cuando ellos ya no estén? La pregunta hoy tiene una respuesta concreta: son sus hijxs quienes asumieron, con orgullo, la responsabilidad de seguir poniendo en la agenda social y política la lucha por la soberanía de las Islas, el reconocimiento a quienes fueron a combatir siendo soldados de apenas 18 años, y la continuidad de un trabajo solidario que se extiende en los barrios y en las calles de Rosario y la región.
De eso se ocupa Generación Malvinas. El año pasado emprendieron la tarea de llevar las cocinas y repartir alimentos en centros comunitarios, comedores barriales y organizaciones sociales necesitadas de una ayuda básica en tiempos de cuarentena por la pandemia del Covid-19. Además, articularon con la Universidad Nacional de Rosario para ofrecer un desayuno o merienda en los lugares donde había talleres de extensión de la UNR. Dicen que es una manera de devolverle a la gente tanto cariño y agradecimiento que reciben sus viejos. El 24 de marzo de este año se sumaron a la campaña promovida por Abuelas de Plaza de Mayo y “plantaron memoria” en las plazas de Rosario.
“Seguimos una línea de trabajo que tiene que ver con los valores que aprendimos, que son la solidaridad, la lucha por la soberanía y sostener esa transformación que han hecho ellos, que tanto dolor y tanta muerte se transforme en amor. Con orgullo, nosotrxs levantamos esa bandera”, dice Ever.
Guerra nunca más
Hablar de la guerra no es nada fácil. El silencio obligado al que los jefes militares sometieron a los ex combatientes al finalizar el conflicto dejó profundas secuelas. Acaso los más de 400 suicidios de veteranos de guerra y un prologado proceso de desmalvinización, maltrato y olvido que operó para invisibilizar sus reclamos, sus historias y sus denuncias, sean una muestra de lo que significó ese perverso “pacto de silencio”. Cuenta Ever: “A la desmalvinización yo la viví con mi viejo sin laburo, sin tener para comer y sin una pensión de guerra, iniciando los centros de ex combatientes, ayudando a sus compañeros en cuestiones básicas de salud, vivienda. Fue no tener la posibilidad de contar con una calidad de vida a la altura de las circunstancias para quienes habían hecho tanto por el suelo argentino, por las islas. Mi viejo me lo contó de una forma muy sencilla: «Nosotros éramos un eslabón perdido entre la dictadura y la democracia, cuando teníamos que tocar timbre en el batallón, los milicos nos sacaban cagando y los partidos políticos nos asociaban con los militares», y ellos claramente no pertenecían a eso. Mi viejo era un soldado de 18 años que estaba haciendo el servicio militar obligatorio. Mi papá me contaba que cuando ellos volvieron de la guerra lo primero que les dijeron era que no podían hablar de Malvinas. Mi papá se negó y se comió dos días de calabozo. Eso era un pacto de silencio que pretendían los militares”.
“Para mí la guerra fue perversa”, dice Florencia sin vueltas. Ella sostiene que los pibes que mandaron a la guerra, entre ellos su viejo, además de héroes, fueron víctimas de la dictadura cívico-militar. “Hicieron lo que pudieron, pero no me entra en la cabeza cómo seres humanos pueden mandar a otros en esas condiciones y entregarlos de esa manera”. Ever sostiene que las guerras no sirven para nada. “Dejan dolor, muerte y secuelas no solo para quienes combatieron sino para su entorno. Nosotros también estamos traspasados por la guerra. Abrazamos a nuestros padres y abrazamos su transformación de no empuñar armas y sí empuñar otras herramientas de construcción. Queremos discutir soberanía pero nunca más en una guerra.”.
Costó demasiado para que el Estado pudiera reconocer derechos esenciales para los ex combatientes. Algunas conquistas se lograron tras la lucha, la organización alrededor de los centros que fundaron y la visibilización que hicieron los propios veteranos. Hoy se habla de soberanía y el reclamo por las Islas es parte de la agenda de Estado. Pero el dolor sigue. No se disipa, no desaparece. Se reaviva cada 2 abril cuando el clima en los hogares se vuelve más espeso, más espinoso. A veces surgen las palabras para seguir hablando de Malvinas. A veces sólo habita el silencio.
Muy pocos pudieron regresar a las Islas. Algunos ni siquiera lo desean, como el papá de Claudia y Florencia. Otros sí, como el viejo de Lucía, el VGM Alejandro Moreyra, quien gestionó su visa y cumplió su promesa en el 2019. “Para él fue como un cierre de su historia. Le había prometido a sus compañeros que iba a regresar”. El 23 de diciembre de ese año le contó a su hija lo que había significado el viaje a Malvinas. “Sentí que él se estaba liberando. A pesar de lo injusto de tener que sacar una visa para poder ir, pudo dejar una flor en la tumba de sus compañeros”. Ese día Lucía sintió, otra vez, el nudo apretando su garganta. Tenía ganas de llorar, como hace cinco años atrás, pero se la aguantó. Lo que más quería era escuchar a su papá, ver sus fotos y poder abrazarlo.
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