De la mano de Messi en el campo de juego y con el Diego alentando desde el cielo, la Selección volverá a jugar una final del mundo. El equipo de Scaloni superó escollos propios y ajenos. La ilusión de (casi) todo un pueblo.

Vamos con una adivinanza: ¿qué tiene en común Kevin –cartonero tucumano de 17 años que recorre con su carro una calle apretada del centro un caluroso martes de noviembre– con Bárbara –quinceañera porteña que baja las escaleras del Estadio Monumental junto con una horda de chicas como ella, afónica y emocionada por haber escuchado en vivo a su cantante pop gringo favorito, un domingo a la noche? A simple vista pareciera que nada, ¿no? Pero si uno se pone a escuchar, los dos, el Kevin y Barbie, como les dicen sus amigos, están entonando el primer verso de la misma canción. Un verso que reza (y que ya es un rezo): “Muchaaaachos / ahora nos volvimo’ a ilusionaaar…” 

Ahora bien, tanto nuestro pibe de barrio pobre como nuestra princesa de papá podrían odiar, cada uno con sus razones, a este país y a esta Selección.

Al Kevin, si no fuera por el fútbol, la bandera Argentina mucho no lo representa. Desde que nació el Estado lo excluye sistemáticamente del sistema, se pasó la vida rebuscándoselas para llevarle algo de guita a su vieja, y si tiene que robar un celular para que su hermanita menor coma, no le importa compartir nacionalidad con el transeúnte que pasea regalado por la peatonal.

A Barbie, de chica le enseñaron que hay que trabajar para cumplir el sueño de abandonar este país sin presente ni futuro, huir hacia el abrigo del maravilloso Estados Unidos, ahí donde está Disney y los shoppings más grandes que conoció en su vida. 

Y, sin embargo, los dos se olvidaron de todo cada vez que pudieron gritar un gol de la Selección. Los dos sufrieron y divisaron un futuro oscuro y deprimente después del partido contra Arabia Saudita. Los dos aprendieron insultos mexicanos para vociferar adelante del televisor. Los dos putearon a los polacos por cagones cuando se tiraron para atrás y sufrieron con los centros llovidos al área del Dibu que supieron inventar los australianos. Los dos se quedaron sin uñas en los dedos de las manos en el alargue contra los holandeses, y disfrutaron del Messi de cabeza alta y su “anda payá, bobo” después del partido.

Los dos se fueron a dormir contentos el martes pasado, añorando un domingo por fin feliz, por fin pleno, por fin consagrado. 

Así como estos personajes ficticios (pero probablemente reales), todos y cada uno de quienes habitamos el suelo argentino tenemos nuestras idas y venidas con el sentimiento patriótico, nuestros enojos y nuestros orgullos, nuestras ilusiones y decepciones, casi que en igual medida, en fin; nuestras contradicciones.

Contradicciones fundantes, reflejadas en lo universal de la historia de conquista, saqueo, sometimiento, liberación, revolución, ordenamiento. Reflejadas en lo universal de la División Internacional del Trabajo, que nos afectó hasta la industria de producción de jugadores, que vendemos afuera cuando todavía son materia prima, pero con toda la formación de nuestro suelo fértil para el crecimiento de cracks, y nos devuelven en forma de leyendas consagradas en clubes que nos son ajenos, que vienen a bailar sus últimas canciones con las piernas cansadas, oxidadas de dejar toda su fuerza por un club del cual no gritaban los goles cuando eran purretes. 

Con lo que no cuentan los europeos, en su fórmula mágica para quedarse con todos los recursos, es con el valor agregado que parece surgir como por arte de magia cuando los pibes cumplen por fin el sueño más grande de todos: vestir los colores de su país. Un valor que no pasa sólo por lo futbolístico, sino que se nutre de la reivindicación de una cultura que históricamente se retoba contra los poderosos. Por eso les molesta tanto que Messi se pare ante Van Gaal y festeje como Riquelme; por eso se enojan con el pelotazo de Paredes y ese poner el pecho de Molina; por eso tildan de azaroso y desprolijo al golazo de Julián, quien corre más de media cancha con las manos de Dios limpiándole el camino para que la historia se afirme en su curso.

Ilustración: Facundo Vitiello | El Eslabón

Contradicciones de las que se hizo abanderado el santo popular más popular y menos santo de todos; el Diego. Quizás por eso ahora en las notas de opinión de periodistas deportivos (y no tanto), en los tuits de opinólogos ad honorem y en las charlas de café se escucha tanto el adjetivo “maradoneano” tirando paredes con el sustantivo propio que nombra al capitán de nuestra selección.

Y, como diría Charly: “quizás porque” nuestra selección, con Messi a la cabeza (pero con los otros veinticinco, cuerpo técnico, kinesiólogos, utileros, aguateros y demases en la misma sintonía), está pudiendo, después de muchos años, volver a plasmar en la cancha un reflejo de este patriotismo particular que nos habita. Quizás porque el juego del equipo de Scaloni logra la convivencia del lujo y la vulgaridad, de los laureles que conseguimos, los anhelados y los que se nos escaparon. Quizás porque lograron condensar nuestras contradicciones en cada pase de gol, en cada pelota robada con lo justo, en cada atajada del Dibu. 

Quizás porque somos todos, todas y todes argentinos es que estamos todos, todas, todes y todo soñando con lo mismo.

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