Éramos muy amigos Norberto y yo. Siendo casi adulto, hice un acuerdo con mi tía. Una casa por unos años de servicio. Le lustraba los pies. El tío sudaba mucho. No era una casa muy grande ¿sabe? Había humedad y la pintura estaba medio resquebrajada, pero yo no necesitaba más. Se murió Norberto, pobre. Hacía años no lo veía, y tampoco es que hayamos terminado muy bien, pero así es la cuestión. La muerte de un conocido siempre choca, ¿no?

Cuestión que nos mudamos juntos. Nos conseguimos algunos trabajos precarios para subsistir: arroz para la panza y café para aflojarla. Pero la nuestra no era una vida llana, aunque así suene por lo que conté. Nuestra vida entera estaba destinada lo más exclusivamente posible al estudio y desarrollo de una técnica de engaño. En la secundaria, siendo compañeros y amigos, llegó a nuestras manos un diccionario y enciclopedia que otorgó a nuestros cuerpos aventureros y deseosos la teoría necesaria para la acción. Edición de Buenos Aires, 1939, Las técnicas del engaño. Recuerdo cada oración de ese libro; lo leímos hasta el hartazgo, y fue la principal referencia teórica de La discreta, como le llamamos tras discusiones profundas sobre la ontología y genealogía del engaño, así como sus clasificaciones exactas. El libro está perdido. Se lo quedó Norberto y varios años después de separarnos me lo crucé en la calle temblando, me contó que se lo habían robado. “Qué lástima”, le contesté, pero nada más. Seguía enojado.

La discreta ha pasado por muchas etapas de desarrollo, fruto de constantes discusiones, vueltas atrás, cambios metodológicos y cambios en la manera de construir un método. A su vez, la intensa lectura, comprensión y horizontes de posibilidades de interpretación de nuestro material base –para aclarar conceptos y entendernos al menos entre nosotros– conlleva otra carga temporal para nada deleznable. La discreta consta, finalmente, de una Unión moldeable de Infiltrar la sarasa y Distraer para asegurar el desconocimiento del hecho, que es, al fin y al cabo, lo que hace efectivo el resultado final, puesto que si ese otro a quien está dirigido el engaño tiene noción –gnossos– de que está siendo engañado, es imposible realizar una infiltración: sería un mero mezclar consentido, y, por ende, el arte del engaño no estaría siendo puesto en práctica.

Como dijo nuestro buen libro de edición porteña, “para hacer posible la elaboración de una técnica de engaño novedosa, débese plantear una situación concreta y puntual, detalladamente explicada, donde el engaño se efectivice a través de esa técnica”. Norberto y yo, haciendo caso como si de palabras de Dios mismo se tratase, planteamos la situación.

Locación: Café. Mesas de afuera. El tránsito de personas debe ser bajo o tan enorme que se pierda la noción del otro.

Desarrollo del engaño: Como paso primero (aunque posterior a lo que el sentido común demuestra, empezando por nacer, y a este caso concreto, la previa amistad o relación cualquiera y la llegada al bar por medios convencionales o inconvencionales) deben ser pedidas algunas bebidas que vengan en taza y (preferible aunque no obligatoriamente) con cuchara. Las bebidas deben ser ligeramente distintas, lo suficiente como para poder quejarse de un error en su preparación o entrega pero no para que una respuesta de un otro pueda invalidar la subjetividad de uno (al afirmar, por ejemplo, «este café posee demasiada leche»). Por esta misma razón, y para evitar que sean pedidas la misma bebida o algunas totalmente opuestas o inconfundibles la una con la otra, el engañado debe ser el primero en pedir. En este ejemplo, el engañado pide un café con leche, frente a lo cual el engañador debería pedir un café con leche pero con más leche que café, o con más café que leche. A partir de aquí la cuestión se aligera. Apenas se retire el mozo, habiendo dejado ya los cafés sobre la mesa, y antes de que se dé la posibilidad de probar el mismo, se debe aplicar una distracción ingeniosa, lo suficientemente ingeniosa para que el engañado se quede cabeza doblada mirando para atrás o para un costado extremo que no le permita ver ni de refilón la taza del engañador. Esta distracción, además de ser ingeniosa, debe ser lo suficientemente ambigua y realista para evitar un simple «¿qué decís?» de parte del engañado. Nuestro ejemplo es: «Mirá ese cartel» (anticipando una posible respuesta, débese estar atento a las variaciones) «¿Cuál?» «Ese de colores» «No lo veo», etc. Durante este tiempo el engañador debe actuar con una clara disociación de la palabra respecto de la acción. Mientras se efectúa la distracción, el engañador deberá sacar la sarasa que desea infiltrar y colocarla y mezclarla en su propio café rápida y silenciosamente. La distracción debe durar todo este período, y terminará con una breve actuación sonora, que consistirá de un sonido de sorbo seguido a un sonido de asco, diciendo «Me lo dieron mal. Este es tu café» (cabe destacar que no se necesitan esas palabras específicas, sino que lo que debe aflorar es el concepto de que el café que el engañador tiene enfrente –ya lleno de la sarasa– es el café perteneciente al engañado). Si el engañado, sin embargo, frente a la queja, decide, antes de responderla, insistir sobre el motivo de la distracción (en este ejemplo, el cartel de colores), el engañador debe desestimar la insistencia con frases tales como «Nada, nada», «Dejá», «Ya está», etc. Una vez puesta la atención sobre el cambio de cafés, el engañador deberá aplicar toda su capacidad retórica para convencer al engañado de que el café que le dieron es el incorrecto, y que el café del engañador es en realidad el del engañado. Una vez realizado el cambio, el engaño sería consumado”.

Con la alegría de ver el fruto de nuestro trabajo, decidimos hacernos un café para celebrar. Era una hermosa tarde. “Haceme uno doble”, le dije. “Yo me tomo uno simple pero negro y amargo”. Y lo reconocí. Reconocí el truco, el método, pero no soy tonto, no, para nada. Lo dejé que vaya a hacer el café.

Sabía que no le iba a poner nada mientras lo hacía. ¿Qué honor habría en eso? Debía aplicar La discreta, nuestro trabajo de tantos años. Mientras él se ocupaba de la preparación, fui en busca de una campera enorme que tengo, con unos bolsillos muy cómodos a la altura del pecho, donde puse toda la sarasa para el café.

Nuestra mesa es circular, con una lámpara que alumbra fuerte justo en el centro. No es tan grande. Dos personas que se sienten enfrentadas pueden tocarse quizás hasta el codo de la otra. Nuestras tazas son iguales: el mismo color, ninguna mancha, el mismo tamaño. La misma asa. Yo lo esperé, no sin antes ejercitar un poco brazos y dedos, para que la infiltración sea rápida y silenciosa. Norberto trajo los cafés. Me dio uno a mí y se sentó con el suyo, enfrentándome. Nos miramos a los ojos. “¿Escuchás eso?”, me dijo. “¿Qué?”. No le saqué los ojos de encima. “Eso, ahí afuera en la calle ¿No querés ir a ver?”. “No”, le respondí. Era vivo Norberto, aunque quizás se creía que yo era no sé. Diez años preparando esta técnica juntos y me la quería hacer de la manera más barata, como si yo fuera un cualquiera. Entonces me iluminé. “No trajiste azúcar”, le dije. “No me gusta, no sabía que a vos sí”. “Por supuesto, azúcar para el café, cómo no me va a gustar”. No me dijo nada. “¿Me la alcanzás? Está atrás tuyo”, lo tenté. Atrás no había nada, pared nomás, pero ni se dio vuelta. Ni siquiera teníamos azúcar. Me miraba fijo y callado. “Dale, estirás la mano y me la alcanzás”. Ya estaba preparándome para sacar la sarasa, ¿podía resistir así la curiosidad? Resistió. Me miró fijo, callado, quieto. Ya eran las diez de la noche. Se cortó la luz. Las siluetas apenas se delineaban en la oscuridad. “¿Te querés ir a fijar por qué se cortó la luz?”, atinó a decir. No respondí; quedé inmóvil, con los ojos fijos donde creía que estaban los suyos. Volvió la luz. El café ya estaba frío pero los cuerpos aún quietos, calientes, atentos a sonidos, a movimientos, y pensando engaños. Lo intenté convencer de una murga, de un coro callejero, de tiroteos en los que insistí tanto que yo mismo los escuchaba ya. Se hizo muy tarde y decidimos ir a dormir. Compartíamos habitación, pero no camas. Él en la suya y yo en la mía nos acostamos boca arriba, sosteniendo el café en la panza. Ninguno pegó un ojo esa noche. Nos levantamos los dos a la salida del sol, uno atento a los movimientos del otro, y nos sentamos en la mesa como antes, enfrentados, mirándonos a los ojos. Tenía hambre pero no importaba, diez años de trabajo para dejar una obra inconclusa era un dolor más grande que cualquier otra cosa.

Fueron cuatro días de engaños sin comer, sin dormir. De noche acostados café en panza y de día mirándonos fijamente, café en mesa. Ese cuarto día, a la tarde, lo decidimos. Tomamos el café de un sorbo, sin ningún agregado. Estaba frío, pero ya no importaba. Nos fuimos a cocinar un arroz. “Imbécil”, me dijo. “¿Por qué?”, le pregunté. “No pudiste, no te animaste, te falta lectura, teoría para la acción”. “Por lo menos lo intenté”. Nos peleamos. No hubo golpes ni nada de eso porque somos gente civilizada. Vendimos la casa y cada uno hizo su vida.

Yo me conseguí un trabajo respetable, me casé y tuve tres hermosos hijos, Norberto está muerto.

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