La causa Guerrieri IV trató el caso de Norma Coutada, estudiante de Arquitectura secuestrada en 1977. Su hermana Mabel y sus afectos de la militancia pudieron declarar. El represor Amelong, que ya goza de domiciliaria, volvió a provocar.
La sala de anexo del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 2 de Rosario vuelve a estar inhabilitada para una nueva audiencia de la causa Guerrieri IV. La primera declaración es de Mabel Coutada, hermana de la desaparecida Norma Coutada. El genocida presente, Juan Daniel Amelong, habla por lo bajo con un gendarme y se ríe. Luego se acomoda el pantalón. Dos o tres uniformados le cuidan la espalda. La jueza Mariela Emilce Rojas permite el ingreso de quienes quedaron afuera: “Que permanezcan de pie”.
Mabel cuenta cómo sufrió su familia el terrorismo de Estado. La mayor de cuatro hermanos nació en Santo Tomé, se recibió de politóloga y se dedicó a la docencia. Tiene 72 años y desde hace 46 espera el juicio. Norma estudiaba Arquitectura en la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Su hermana estima que fue detenida a fines de septiembre de 1977. Desconocía su paradero por seguridad, pero sabía que solía pasar por el trabajo de su hermano, Guido. La madre, a los 99 años, todavía no sabe qué hicieron con ella. Tampoco conoce el destino de su otra hija, Miryam, que fue secuestrada durante su séptimo mes de embarazo. Las tres militaban, Mabel lo hizo hasta 1974. Eran muy aplicadas, habían salido abanderadas. El recorrido militante de las hermanas Coutada abarca la Juventud Peronista de la UNR y Montoneros.
Militancia justicialista
Mabel define a Norma como “alegre, inteligente, curiosa, solidaria, muy positiva, muy apasionada”. Le encantaba la música, bailar y dibujar. Tenía apenas 21 años cuando la desaparecieron. Oriunda de Corrientes, le decían Lluvia, con énfasis en la elle, por su forma regionalista de pronunciar esa letra.
Más tarde, Juan Pablo Bustamante dará su testimonio y relatará que trabajó con Norma en el frigorífico Sfiwt. “La traté bastante”, dirá sobre su compañera, afiliada a la militancia gremial en 1975. La considerará “una persona muy agradable, muy grata”, que tenía muchos conocimientos de política y de cultura general. El 24 de mayo de 1976 fue secuestrado por el ejército y hasta el 11 de marzo de 1983 estuvo detenido por la Justicia Federal sin explicación. El responsable le había dicho: “Lo que los militares firman con la mano, yo no lo puedo borrar con el codo”. Por último, Bustamante reforzará que no conoce a ex presos políticos que hayan hablado con Lluvia en el cautiverio.
En el círculo militante estaba preanunciado el golpe cívico-militar-clerical del que habla Mabel. En las universidades “todos los días desaparecían compañeros”. El 3 de octubre de 1976 cumplió 26 años; fue la última vez que vio a su hermana Miryam y la única desde que había quedado embarazada. Un tío, el teniente coronel Martelote, les dijo que no insistieran con ella porque la habían matado y los militares tiraban los cuerpos al río. Amenazó con poner en riesgo a la familia en caso de que la búsqueda persistiera.
Los padres estaban orgullosos de la militancia de sus hijas. “Jamás pensamos que los seres humanos podían traspasar y ser peores que las bestias”, increpa Mabel antes de enumerar las vejaciones dictatoriales: apropiación de bebés, violaciones, cautiverio, desapariciones, torturas, vuelos de la muerte. Reniega de la entelequia de la figura de desaparecido. Antes de irse de Rosario por los secuestros diarios, Mabel se encontró con Norma en una plaza y se abrazaron con fuerza porque sabían que “podía ser la última vez”.
Tras dos semanas de ausencia, Lluvia pasó por el estudio contable donde trabajaba su hermano para decirle que había decidido irse del país porque la militancia afrontaba demasiados problemas de seguridad internos y externos. Él le hizo prometer que le enviaría noticias suyas para las fiestas. “Nunca más tuvimos noticias de ella, se la tragó la tierra”, expresa Mabel. “Nadie la vio en ningún centro clandestino de detención”, remarca. Al hermano lo subieron al auto ese año y le preguntaron por Norma, que no había ido al trabajo durante un mes. Él respondió que no sabía nada y lo dejaron bajar. “Tuvo suerte mi hermano”, apunta, y desconfía de que hayan sido de Swift.
En Santo Tomé latía la teoría de los dos demonios. Mucha gente se alejó de la familia Coutada y les adjudicó a ellas tres todos los males. Pasaron de ser “hijas buenas, abanderadas” a “guerrilleras peligrosas”. Mabel indica que vivió en silencio y en soledad, y repara en incesantes allanamientos, en exhaustivos mecanismos de control y de vigilancia. “Todos esos años, hasta que volvió la democracia, vivimos sin decir quiénes éramos”, aporta.
Sobre Miryam, declara que hubo vecinos en Zárate que la vieron salir caminando con dos tipos del ejército. Supone que la llevaron a Campo de Mayo. “Las hacían tener el hijo para apropiar el bebé y después las mataban”, señala. Ahora lee una carta de Norma y habla de heridas que no se cerrarán hasta dar con los restos de sus hermanas ni hasta encontrar a su sobrino apropiado. Deduce que a Norma la llevaron a La Calamita y comenta que la justicia es muy injusta, que esperó 46 años cuando otras causas se han resuelto en meses.
Además, alude a la memoria colectiva con un caso que excede lo familiar. Se trata de “algo que le pasó a la historia argentina”. “Que sigan los juicios”, exige, antes de enunciar la complicidad empresarial con la dictadura. Demanda que los genocidas estén en una cárcel común y no en sus domicilios. Espera que hablen y que haya juicio político a la Corte Suprema. Muestra su preocupación ante el rebrote de negacionismo en este año electoral y cuenta que necesitó 45 años de disputa para que pusieran en su pueblo tres maderas con las inscripciones: “Memoria, Verdad y Justicia”. En el camino soportó revictimizaciones como que le dijeran que sus hermanas debían estar muertas o en Europa.
La jueza le demanda que no se desvíe del tema cuando recorre la violencia política de hoy en día, con una “democracia frágil” donde el terrorismo de Estado “puede volver a repetirse”. “Se hizo mucho, nunca más”, concluye, luego de festejar el poder sanador de la palabra. Es aplaudida antes de volver a buscar la cartera que se olvidó en la silla.
Prisión domiciliaria
Una mujer pide una foto de Amelong para corroborar si es ese que está ahí. Ante la respuesta afirmativa, reacciona: “¿En serio? Yo lo vi, pero está más viejo. ¡Hijo de puta!”. El cartel de un tipo parado entre el público de una imagen de un desaparecido se refleja en el vidrio y, por la perspectiva, parece que estuviera colgado del cuello de uno de los tres gendarmes.
En ese momento, inicia la declaración de Nora Patrich, quien conoció a Coutada por fuera del ámbito de la militancia. En seguida se hicieron compañeras por los intereses comunes. La describe como “un ser humano muy especial”, con gran capacidad de escucha y de enseñanza. Cuenta que ambas militaban contra el hambre, la eliminación de derechos y el trabajo esclavo de la subyugación militar. “Si te interesaba lo que estaba pasando te enterabas”, socava. Tomaban decisiones difíciles en busca de la paz. “Ser pacifista no significaba ser boluda”, aclara, y dispara la risa del público. Sobre el horror, conceptualiza que se trató de un genocidio. En cuanto a Lluvia, dice que su sensibilidad le valió ser una persona muy querida.
Militancia estudiantil
En la sala, alguien pregunta: “¿Está preso Amelong?”. Y recibe su respuesta de inmediato: “Domiciliaria”. Mientras tanto, Daniel Alberto Zárate declara que conoció a Lluvia en Arquitectura, donde compartieron lista para las elecciones en la facultad. Dejó de verla en 1976 y él suspendió su militancia. “Era mejor no enterarse del otro y tampoco contarlo”: recapitula. Ella le había dicho que se estaba por ir del país y él la acompañó a un lugar de compraventa de dólares. La tiene presente como una estudiante con vocación y con ganas. Zárate finaliza su testimonio: “No olvidamos, no perdonamos, no nos reconciliamos”.
Destino supuesto
Daniel Bocoli toma la posta de su tocayo. Entre 2008 y 2015 acompañó a testigos de crímenes de lesa humanidad en un área de la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Santa Fe. Daniel desconoce adónde llevaron a Lluvia. Refunfuña acerca de la obstaculización para acceder a un derecho elemental como lo es saber qué pasó con un familiar: “Sigue sin tener respuesta”. Cree que la memoria se rearma a partir de indicios y agradece el trabajo que hacen los presentes, la Justicia.
Pese a que está de duelo por la muerte de un familiar político al que quería mucho, Adriana Beatriz Beade empieza su declaración testimonial por Google Meet. Es psicóloga, estuvo secuestrada en julio de 1976 y fue compañera de Norma. Su memoria está fragmentada porque “pasaron muchos años”. Lluvia era muy buena estudiante, muy inteligente, delicada, tímida pero “afable, buena conversadora” y con “gran sentido del humor”. Su hipótesis es que a Norma la secuestró el Ejército y la llevaron a La Calamita. Habla de ese probable “centro clandestino de represión” y rectifica su lapsus al instante: “De detención”.
Hay cinco cámaras prendidas de las doce conectadas al juicio de manera remota cuando una mujer del público observa al genocida de la sala y asevera: “Pensar que el tipo este tiene tantas respuestas, hijo de puta, yo quisiera ver qué dice”. A lo que otra le responde: “Y ese, el abogadito de amarillo, se la pasa bostezando, pedazo de hijo de puta”.
Crímenes de lesa humanidad
Mientras una mujer del público mantiene en alto la imagen de Norma Coutada, se sienta ante el tribunal Marta Bertolino. “Fui ferozmente torturada estando embarazada de ocho meses”, lamenta. Ella y su marido, que continúa desaparecido, no podían verse, pero se escuchaban gritar por los tormentos padecidos. Como miembro de la conducción nacional de la Juventud Universitaria Peronista, conoció a Norma Coutada en 1975, a quien valora como una “chica amorosa, muy linda”. “Nos hemos visto varias veces, cierro los ojos y puedo reconstruir su rostro”, detalla. El último encuentro fue antes de la última dictadura. Se enteró de la detención de Lluvia luego de haber sido liberada y supone, por ciertos elementos de estudio, que estuvo en La Calamita.
El abogado de Amelong pide permiso para que sea trasladado a un hospital, ya que aqueja dolor de garganta. El público lo interpreta como una provocación y una exhibición de la impunidad de haber accedido a prisión domiciliaria. El mediodía culmina con una postal cálida en la puerta del edificio de tribunales. Entre banderas de organismos de Derechos Humanos, un hombre grita: “Compañera Norma Coutada”. Y la multitud le contesta: “Presente”. “Ahora y siempre”, retruca. La misma reivindicación les tocará a la totalidad de compañeros y de compañeras víctimas de la última dictadura en apenas unos segundos, antes de que el aplauso termine la jornada.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 22/04/23
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