Primero fue un sueño recurrente. Después se convirtió en el único. Sólo soñaba eso, todas las noches. Y ella siempre estaba. Ella era el sueño, en realidad. Pelirrubia. Abundosa. Tostada por un sol que era sólo para ella, un sol propio que siempre le regalaba su luz. Ella era una mujer rebosante de voluptuosidad e inteligencia. Con ojos vivaces, inquietos. Una belleza contundente, densa. Una diosa nutricia.
Me llevó cinco sesiones de análisis describirla. Y demoré otras tantas hasta animarme a pronunciar su nombre. Cuando lo hice, incómodo en el diván, mirando un punto fijo en la pared, el analista a mis espaldas emitió un quejido leve, como un animal herido.
“Lilita Carrió”, dije finalmente. Y el nombre habilitó la posibilidad de analizar el sueño. El aporte del analista fue fundamental. Durante mi relato, cometí varios actos fallidos. Y en varias palabras cambié la ele por eme. Lilita remitiría, entonces, a “limita”. El límite de mi posibilidad de desear. La belleza demasiado avasallante de Lilita me interrogaba, y anulaba, como sujeto deseante. Su nombre de flor remite, además, a aquello que atrae, a aquello que se abre, a los orificios del cuerpo. El diminutivo funciona como aumentativo, claro. Atracción y horror eran parte de la misma pulsión.
Ella me hablaba de la Virgen, de Gramsci, y de Comodoro Py. Me hablaba de la república y siempre, pero siempre, después de decir “república” decía no sé qué de la res-pública. La interpretación del analista me ayudó mucho, me permitió saber qué simbolizaba y cómo se relacionaba ella con mi historia familiar. Pero Lilita seguía allí, en todos mis sueños.
Recurrí entonces a un psiquiatra. Tomé la medicación que me indicó, pero Lilita seguía en mis sueños. Recurrí luego a un pastor evangélico. Fue muy amable conmigo. Obtuve una respuesta clara, convincente, que hablaba del demonio. Recé, como me indicó. Pero Lilita seguía en mis sueños.
Me recomendaron un brujo, un chamán en realidad, me aclararon. El tipo trabaja en la Bolsa. El chamanismo lo ejerce por vocación. Para ayudar. Tiene ese don y debe usarlo para hacer el bien, me dijo. Y es verdad. No me cobró. Me citó en un barcito cerca de la Bolsa. Trajeado, muy elegante, muy fino. Me escuchó atento, sin mirar el celular ni una sola vez. Y después me dio la respuesta que buscaba.
Fue claro, directo: “Estás caliente con esa chirusa, pibe. Te calienta papi, corta. Te ofrezco dos métodos. El de Onán, terapia manual, digamos. Videos de la mina hay a rolete. Te ponés a mirar uno, y dale que va, manos a la obra. Disfrutate, hijo”, sentenció antes de ofrecerme un plan B.
“Si no funciona, comprás una prenda íntima, la envolvés en papel metalizado y la ponés en el microondas. Eso te va a liberar”, dijo, a la vez que llamaba al mozo. Pagó los dos cafés y desapareció.
Dos días después me sentía nervioso pese a los ansiolíticos, pero ya decidido, en el bar de Pellegrini y Maipú. Pensaba ir sin demora hasta Mitre, donde hay un supermercado. Allí podría comprar tanto la ropa íntima como el papel metalizado. En eso pensaba cuando la vi venir. Era ella. Lilita Carrió. Y venía hacia mí. Por Pellegrini. Y no era sueño. Arrojé unos billetes sobre la mesa y corrí, corrí, corrí sin parar, con todas mis fuerzas. Corrí, corrí con todo mi ser lanzado hacia delante. Corrí.
Imposible. Imposible alejarme de ella. Corrí y corrí, pero ella seguía allí, tras de mí, pegadita, a pocos centímetros. O milímetros. Me soplaba la nuca, literalmente. Y me iba diciendo cosas al oído, sobre todo eso de la res-pública, cosas de la Virgen, no sé qué del virgo potens, del comodoro, de Lombardi, de la ley de medios, del régimen depuesto y de una nueva Argentina.
“Sancta María. Ora pro nobis. Sancta Dei Genitrix. Sancta Virgo virginum. Ora pro nobis. Mater Christi. Mater purissima. Hannah Arendt. Macri. Vita dulcendo et spes nostra, Mauricio. Hernán Lombardi, veni, Creator Spiritus, mentes tuorum visita, imple superna gratia quae tu creasti pectora. Mater castissima, Hernán Lombardi. Mater Creatoris. Mater Salvatoris. Virgo prudentissima. Virgo potens. DNU. Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero, Lombardi, Bullrich, Virgo potens”, me decía Lilita al oído.
Lo decía en un latín eclesiástico y sopla-nuca, prístino, no afectado por el maratón.
Corrimos. A velocidad constante. Sin jadeos. Hicimos el siguiente recorrido: Pellegrini, Mitre, Mendoza, Provincias Unidas. A velocidad pareja. Con elegancia. Gráciles. Etéreos. Como gamos en celo.
No se le veían las piernas a Lilita. Como en ciertos dibujos animados, un torbellino multicolor, un turbión, ocupaba el lugar de las piernas. Su bello torso iba flotando sobre ese vórtice de viento y luz. Conformábamos una amorosa coreografía. Bailábamos. La gente nos gritaba: “¡Enamorados!” “¡Vean, enamorados van!” “¡Veloces y enamorados van!”.
Intenté perderla en las Cuatro Plazas de Mendoza y Provincias Unidas. Dimos varias vueltas alrededor. Fúlgidos de tan ligeros. Parejos. Pegaditos. No hubo caso. Retomé Mendoza. Hasta Alem. Después encaré, encaramos mejor dicho, para el lado del río. Trepé. Salté tapiales. Nadé hasta la isla. Ya no estaba.
Compré la prenda y el papel, y me apuré a llegar a casa. Hice lo que me indicó el chamán. Armé el paquetito con cuidado. Y después me quedé observando, calmado, cómo el objeto oblongo giraba y se iba incendiando. El humo llenó primero el microondas y luego se extendió por toda la casa. Estaba pensando en el cortocircuito, el incendio, el olor a cable quemado, cuando me percaté, con un sobresalto, de que la imagen que reflejaba la tapa de vidrio espejado del horno, ya resquebrajada por el fuego, no era mi rostro, no. Era Lilita, y su cría. Me lancé hacia el pastillero, pero se había convertido en Hernán Lombardi. Sí, un simple pastillero, de plástico, comprado en calle San Martín. La ventana estaba abierta.
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helix jump
30/05/2023 en 11:40
Love is one of the most wonderful things in the world. I hope that all girls will find a boy who call them «Señorita»