Hace varios días que trabaja en la hamburguesería. Lo tomaron rápidamente porque tenía antecedentes y posee moto.
Desde que trabaja allí, todas las imágenes del mundo –incluida la suya– mutaron en su estética: ahora todo es rojo y amarillo como el local de su nuevo trabajo, las cajitas que contienen esas hamburguesas que la gente consume incansablemente y su propia imagen, porque anda por el mundo con una pechera que contiene esos colores, lo mismo que la enorme caja que transporta con la moto, amarilla y roja como la mismísima felicidad.
Se nota que esta es una empresa de otro nivel que los comercios donde trabajó antes. Acá hay premios por productividad. Aunque el precio del viaje es el mismo que en la pollería, se incrementa si realiza más de cinco entregas por hora y más de treinta entregas por turno: de cincuenta pesos, el viaje pasa a cotizarse en sesenta. Claro que no es mucho, pero en la cantidad se aprecia la diferencia.
El ritmo de trabajo permite lograr ese incremento de una manera relativamente fácil. Los pedidos salen uno detrás de otro y siempre están los motoqueros con el motor en marcha porque no terminan de llevar una entrega cuando tienen que salir rajando a transportar otra.
Eso refleja el modo en que allí se hacen las cosas. Adentro, los pibes que cocinan las hamburguesas y las papas fritas corren como locos, lo mismo que los que embalan los pedidos en las cajitas felices. Afuera, los repartidores vuelan por las calles intentando ir siempre más rápido, aunque corran el riesgo de ponerse los pedidos de sombrero y quebrarse el espinazo.
Es duro, pero no le queda otra. La mujer le ha permitido quedarse en la casa –sabe que no tiene dónde meterse y que si lo echa terminará como un perro en la calle– pero durmiendo en la cocina, porque en el dormitorio no lo acepta más. Encima no le habla, así que cada cual hace su vida sin intercambiar siquiera una palabra.
Anda por la vida como un paria. A veces se va un rato antes de entrar al laburo al boliche donde se juntan sus amigos, que lo miran con lástima pero sin hacer comentarios. Salvo El Mencho, que lo observa con sorna, y cada tanto deja caer la pregunta: ¿y?… ¿cómo va el nuevo laburo?… ¿levantándola con pala?…
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