Comenzaron los alegatos de la megacausa Guerrieri IV. El fiscal Adolfo Villate compartió sus fundamentos sobre los crímenes cometidos por los imputados durante el terrorismo de Estado y los enmarcó en el plan sistemático de exterminio.
El inicio de la alegación se hizo esperar más de lo debido en la causa “Guerrieri, Pascual y otros”, en la que están siendo juzgados: Pascual Guerrieri, Jorge Fariña, Juan Daniel Amelong, Marino González, Ariel Antonio López, Walter Pagano, Juan Andrés Cabrera, José Luis Troncoso, Eduardo Costanzo, Rodolfo Isach, Federico Almeder, Juan Carlos Faccendini, Juan Félix Retamozo, Enrique Andrés López, Osvaldo Tebez, Oscar Giai y Roberto Squiro.
Es lunes 5 de junio y la última jornada judicial se disipó mientras el tribunal ponía al tanto a Squiro y a González sobre las ampliaciones de sus imputaciones. Pero las trabas y las dilaciones no cesan: en el ingreso del edificio esperan para ingresar algunas personas militantes por los derechos humanos, a quienes les pidieron minutos atrás que esperaran porque el juicio estaba demorado. Un trabajador del tribunal revela una desprolijidad: López está en zona norte, debe estar presente en el inicio de los alegatos al menos por teleconferencia, y el Poder Judicial todavía no le garantizó el equipo y la conexión para que pudiera hacerlo.
Mientras algunos miembros de la APDH esperan para subir a la audiencia, se abren las puertas del ascensor y dentro está Juan Daniel Amelong, que saluda con un “buen día”; nadie le responde al genocida. El siempre ególatra está separado de Costanzo por un abogado y por un gendarme, intenta ser protagonista y lo consigue; una vez en la sala, una mujer del público reniega de su declaración, que duró más que las intervenciones de los otros 16 imputados juntos: “Yo pensé que prestaba atención, se ve que no y dijo un montón de gansadas”.
El abogado defensor Gonzalo Pablo Miño irrumpe de manera remota para contar que quiere enviar una fotocopia antes de cerrar la instancia probatoria, lo que demandará un tiempo de envío y de revisión que desde el vamos genera fastidio en la querella y retrasa todavía más el comienzo de los alegatos. En la espera, llega Pagano y saluda a Amelong, que le golpea el brazo y le dice “hola” con una sonrisa de complicidad. Miño reemplazará a su colega Laura Sosa Trillo cuando la audiencia se extienda y ella se tenga que ir.
La desprolijidad procesal del juicio enfurece al fiscal, que ahora discute con una compañera, a la que más tarde le dirá: “Vos contestás mal”. Después se quejará de la deficiencia del tribunal e instará: “Hacete cargo”. Amelong solicita cuarto intermedio para comunicarse con su abogado y, mientras aguarda su llegada, se entreduerme con la cabeza apoyada sobre su brazo izquierdo. Pero ahora llega su defensor y dialogan.
Hay cuatro gendarmes merodeando por la sala cuando una mujer comenta: “El pelotudo de Amelong dice que el 4 de septiembre él estaba enfermo”. El milico en cuestión mira con desdén al alcahuete de Costanzo, que habla con su abogado. Ingresa una policía a la sala y la mujer ensañada con Amelong insiste con que es un cínico que, como parte de su defensa dijo que al final nada les venía bien a los organismos de DDHH, en torno a que si se apropiaban de las infancias les molestaba y si los retenían para luego llevarlos con sus familiares, también. Todo eso fue en el marco de la ampliación imputativa, donde se juzgará a los genocidas por los crímenes cometidos contra niñas y niños, considerados sujetos de derecho desde la última reforma del Código Civil y Comercial.
“¡Che! ¿Costanzo no dijo que era sordo? Murmura con el defensor”, aporta un hombre, que se levanta de su butaca para acercarse al resto de la audiencia. “Deambulaba de acá para allá porque no servía para nada”, rememora una mujer sobre el militar mencionado. Mientras el juicio se sigue demorando, un hombre del público supone que los jueces deben estar buscando “facturar por subrogancia”. En una intromisión que desata risas entre las personas presentes, se conecta Pascual Guerrieri durante el cuarto intermedio y, con énfasis, exclama: “¡Buen día!”. La escena se repetirá más tarde, en otra de las tantas pausas que habrá hoy. Como otro síntoma de comicidad que rompe con la tensión judicial, un gendarme apaga la luz de la sala con la espalda, sin querer, mientras no le quita los ojos a la pantalla de su celular.
El hombre que se burló de Costanzo minutos atrás, ahora considera que la ampliación de la imputación no abarca delitos autónomos porque “los pibes dependían de los padres”. Y agrega que si toman a esos delitos desde la autonomía se juzgarían en 5 años, por lo que evalúa: “No va a quedar a quién juzgar”. También responde a otro de los inoportunos saludos de Guerrieri durante el cuarto intermedio: “Está apurado porque se está por morir, seguro”.
La audiencia se retoma con Amelong y con Costanzo presentes a través de Zoom. Pagano también fue trasladado a su domicilio. El fiscal aclara que la respuesta escrita del Sanatorio Parque indica que no existe testimonio institucional de que ahí se haya atendido a Juan Daniel Amelong en el período que él mencionó en su declaración como coartada. El tribunal delibera sobre “pruebas flojas” y decide que no corresponde hacer lugar a lo solicitado por la fiscalía. Menciona la reserva de casación y da por finalizado el período de incorporación de pruebas.
Ahora sí, por fin, el fiscal comienza su alegato: “Lo analizado no es únicamente un pasado”. Y profundiza en que la dictadura cívico-militar-clerical abarca una historia en disputa en el presente con hechos que son individuales y colectivos. Les pide a los jueces que le den sentido a la democracia con este proceso que persigue Memoria, Verdad y Justicia. Acusa que el autoritarismo está ganando terreno, en parte, gracias a la tergiversación mediática que cuenta acontecimientos de una manera que no ocurrieron. En esa línea, rescata el “sentido ordenador para las víctimas” que tiene este trayecto judicial y cómo una condena a los culpables significaría una acción reparatoria.
Narra que, a sangre fría y a fuerza de juego, el último golpe de Estado impuso un modelo económico por medio de una plan de exterminio, encabezado por las Fuerzas Armadas, que contó con varios sectores de la sociedad para ser orquestado. Hace hincapié en la demonización sindical, estrategia de los militares para mermar los reclamos gremiales, ya que creían que había que terminar con la burocracia estatal a través del despido masivo de empleados públicos. Villate asevera que el salario real bajó excesivamente durante el terrorismo de Estado; apenas entre 1976 y 1980, cayó un 40 por ciento. La dictadura sacó controles de precios y bajó las retenciones, además de determinar un endeudamiento de 400 millones de dólares con el Fondo Monetario Internacional (FMI); una cifra que, de todos modos, es menor a la contraída durante el mandato de Mauricio Macri como presidente de Argentina. “Achicar el Estado es agrandar la Nación”, recuerda en torno al lema que condensó esas políticas.
No falta la mención a Rodolfo Walsh, emblemático periodista asesinado por la dictadura genocida que es recordado por su carta a la Junta Militar. Insiste en que la política económica explica crímenes de la miseria generalizada, y advierte: “Los militares no derrocaron a un gobierno, sino a la democracia”. No deja de destacar que se trató de un “plan sistemático de aniquilación” en el que el gobierno de facto fue “fuente del terror, no árbitro entre dos terrorismos”. Además, responsabiliza a la pata civil que eligió ser cómplice del horror para acceder a beneficios sectoriales.
En cuanto a número estadísticos, clasifica a las personas víctimas de desapariciones forzadas y de asesinatos según ocupación y en función de su rango etario: obreros y obreras encabezaron la lista con el 30 por ciento; el 21 por ciento estudiaba; el 17 por ciento, empleadas y empleados formales. También enumera a: periodistas, actores, artistas y personal religioso. Argumenta que la dictadura tuvo un ensañamiento con la juventud obrera y estudiantil, ya que el 81,16 por ciento se encontraba en un intervalo de entre 16 y 35 años.
La historia argentina del siglo XX tuvo varios golpes, pero resalta que en el último, el Estado genocida se jactó de llevar a cabo un “plan sistemático de aniquilación social” contra grupos guerrilleros que militaban por conseguir reivindicaciones laborales, entre otras dignificaciones. Caratula a la fabricación del enemigo como un “modo de ejercer el poder y el terror”, con una marcada ideología occidental y cristiana, erigida sobre el ser nacional. En ese sentido, comparte la premisa maliciosa de los perpetradores de aquella página oscura: “Primero vamos a matar a todos los subversivos; después, a los colaboradores; después, a los simpatizantes; después, a los indiferentes; y, por último, a los tímidos”.
En cuanto a ciertas especificidades del aparato represivo, asume el “rol predominante de Inteligencia” en ese eje, que califica como “sistema nervioso del terrorismo de Estado”, dado que conectó a “los centros clandestinos de detención con sus autoridades” de manera no azarosa, sino planificada. La argucia fue la “lucha antisubversiva”, los socios fueron la iglesia católica, las Fuerzas Armadas y algunos empresarios. Adolfo identifica una inspiración en el modus operandi francés: la división territorial, la tortura para acceder a la información, la muerte sin dejar huellas. Señala que copiaron esa praxis de generar miedo en la población, de usar como arma a la idea de un enemigo interno que incluía a cualquiera que estuviera en desacuerdo con el régimen fascista. “Pero Francia lo hizo en Argelia; Argentina, contra su propia población”, contrasta.
El Destacamento 121 y el Batallón de Inteligencia 601 constituyeron un “lugar neurálgico para la Inteligencia”, que organizaba privaciones ilegítimas de la libertad, amenazas, tormentos, desapariciones físicas, cautiverios, torturas y asesinatos. Fue en la llamada megacausa Guerrieri I cuando se demostró la importancia de las tareas de Inteligencia. Acerca de las atrocidades perpetradas, el fiscal refresca el testimonio de un criminólogo para dejar en claro que se trató de un “régimen de vida incompatible con la dignidad humana”, caracterizado por tormentos físicos y psíquicos. Los centros clandestinos de detención hacían “operaciones por izquierda”, contaban con organigramas que revelaban nombres y seudónimos de miembros de la agrupación Montoneros para reducir sus tareas.
Para el fiscal, el modo represivo fue específico y no se efectuó en todo el entramado social ni en todos los poderes, tenía que ver con “atemorizar para paralizar a la sociedad” hasta que fuera obediente y sumisa. La forma de hacerlo fue ilegal y la técnica condensó distintos tipos de torturas irrestrictas e ilimitadas. Asevera que a las personas desaparecidas se las vaciaba de humanidad, se las sometía a una “supresión sensorial”. Los tormentos a esas víctimas en cautiverio no eran únicamente para extraerles información, sino también para generarles un sometimiento que pudiera “quebrar los espíritus” hasta la liberación, hasta el traslado o hasta la muerte. Claro que ahí perdían su libertad ambulatoria, no sabían en dónde estaban ni qué fecha era, al momento de ingresar a esos guetos, el despojo era hasta del derecho a la identidad, en medio de condiciones inhumanas de higiene personal, sin comunicación adecuada, con aberrante situación sanitaria, en un aislamiento profundo, sin asesoramiento jurídico y con la exposición a escuchar torturas ajenas, tales como “submarino seco y mojado, picana, quemadura de cigarrillo, simulacro de fusilamiento”. Por estos fundamentos expuestos, la fiscalía elucubra que toda persona detenida en dictadura fue víctima de tortura, que fue la “práctica constitutiva de un plan predeterminado”, los tormentos fueron más allá de la técnica específica.
Antes de la valoración de los datos probatorios, el fiscal reivindica la prueba principal: la testimonial. Los militares montaron una estructura con “diversos medios para ocultar huellas” y por eso las declaraciones de los testigos deben tener centralidad. A colación, Villate recalca la dificultad para recordar datos precisos en episodios traumáticos y compadece el dolor que revive cada persona que presta testimonio a la hora de contar lo que vivió.
La única mujer policía de la sala sujeta el retrato de Raquel Negro, quien continúa desaparecida, mientras la fiscalía ahonda sobre la emergencia de antecedentes a esta contienda judicial, tales como el Juicio a las Juntas, los Juicios por la Verdad, y la anulación de las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final. Pone el foco en la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) y rescata el aspecto reparador de los juicios actuales, que permiten profundizar relatos menos técnicos y más subjetivos. A las audiencias testimoniales se les suman pruebas documentales, legajos, actas, comunicados, superposición del aparato legal con el clandestino y distintas fuentes.
Antes de adentrarse en cada caso, para la fiscalía es elemental comunicar detalles de las vidas de las víctimas ante el Ministerio Público Fiscal: familias, estudios, trabajos, sueños, convicciones y militancia. Son tantos los delitos y son tantas las personas con las que se metieron los 17 imputados en esta causa, que la lista no terminará hoy. La fiscalía jaquea la falsedad de los supuestos “enfrentamientos fraguados” y hace Memoria por: Jorge Alejandro Ruggero, Martha del Pilar Luque, Irma Edith Parra Yakin, Bernardo Alfredo Depetris, Carlos Martín Schreiber, Segismundo Martínez, Isabel Soto, Héctor José Cian, Daniel Adolfo Trípodi, Carina Trípodi y Juan Carlos Trípodi. El lunes 12 de junio habrá más datos sobre las historias detrás de cada crimen de lesa humanidad.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 10/06/23
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