Ahora están tomando la birra que acaba de traer Joe. Está bien helada, por lo que Joe le dice: Está buena, ¿no?…

A lo que responde: ¡Diez puntos!…

Sosegados por el sabor bien frío de la cerveza, siguen conversando animadamente. La charla va derivando, con prontitud, hacia cuestiones si se quiere filosóficas, porque Joe le dice que la sociedad quiere tenerlos a raya para que no le disputen el poder a los que mandan.

Pero si no le disputamos el poder, continúa, vivirán eternamente cagándonos.

¿O ellos o nosotros?…, pregunta entonces.

¡Exactamente!…, responde Joe, que se pone a explicarle a continuación lo que hay que hacer en esas circunstancias. Le dice, así que como viven en el capitalismo –sistema en el que probablemente vivan no solamente ellos sino además sus hijos, nietos y toda su descendencia–, sería utópico y descabellado pretender reemplazar lo que, a todas luces, se ve irremplazable. Por lo que la cosa pasa, según Joe, por disputar porciones de poder dentro del propio sistema, lo cual no supone ninguna revolución, desde luego, pero sí una modificación de las relaciones de fuerza en el interior mismo de esa sociedad.

Para eso nació el sindicalismo, explica, didáctico, Joe, y para eso debería seguir existiendo si no fuera por la runfla de burócratas mafiosos que aquí, y en todo el mundo, se han apropiado de las estructuras sindicales.

Él lo mira nuevamente en silencio, pero ya no con recelo sino cautivado por lo que Joe le explica, como si fuese una revelación.

¿Sabés qué tenemos que hacer?…, ahora le pregunta el apóstol de la causa popular, al tiempo que responde: ¡Tenemos que crear un sindicato de motoqueros!… Un sindicato que proteja nuestros intereses, que le ponga límite a la explotación infinita a la que estamos sometidos, que nos permita mejorar nuestros salarios miserables.

¿Y cómo se hace eso?…, a su vez pregunta él, tomando otro trago.

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