En Villa Banana, la casita histórica de Mensajeros de Jesús fue recuperada por mujeres del barrio que reabrieron el lugar y fundaron la cooperativa Aquelarre, que hoy cuenta con una cuadrilla de albañilas encargada de acondicionar el espacio.
A una cuadra del bulevar 27 de Febrero al 4300 y a dos de la avenida Presidente Perón se encuentra el Pasaje Independencia, zona oeste de Rosario. A esa altura, el mapa ya configura un territorio atravesado por la desigualdad social: calles de tierra, casillas de chapa, ladrillos sin revoque y la ausencia de servicios que son básicos.
Es Villa Banana, una de las barriadas más populosas, y más históricas que tiene Rosario. Según datos del Registro Nacional de Barrios Populares, son casi 1.300 familias las que viven en este asentamiento emblemático donde el Estado, en sus tres niveles, articuló un proyecto de urbanización que, al menos, permitirá avanzar con obras esenciales para mejorar la calidad de vida de quienes habitan en Banana. El mismo contempla las calles Rueda y Servando Bayo, y los bulevares 27 de Febrero y Avellaneda. Un proyecto peleado, luchado y largamente esperado por lxs vecinxs y las organizaciones sociales que trabajan allí desde hace tantos años.
Pero el barrio no está exento del contexto de violencia urbana que atraviesa Rosario desde hace por lo menos una década. Como en todos lados, el clima fluctúa. Hay períodos de más calma donde el foco de violencia estalla en otras zonas de la ciudad, pero lo cierto es que Banana constituye –según el rótulo mediático– uno de los “puntos rojos” en un mapa donde las muertes se concentran en un radio de pocos metros, como si todo ocurriese en triángulos de cuadras a la deriva donde lo que predomina es el miedo, la pobreza extrema y los kioscos precarios del narcomenudeo.
“Si vas un poco más allá está complicado, acá por ahora está tranquilo”, dice Mariana, vecina histórica de Villa Banana. Su referencia es clara: el más allá está apenas a una o dos cuadras de distancia de la sede donde hace pie Mensajeros de Jesús, en el pasaje Independencia entre Valparaíso y Lima. Sobre Lima al 2800, en febrero de este año asesinaron en su propia casa a Belén Paz que tenía tan sólo 18 años. Días antes, en Valparaíso al 2700 habían acribillado a Tamara Ailen Benítez sobre un pasillo paralelo a las vías del ferrocarril. El trasfondo del narcomenudeo pareciera ser el hilo conductor entre ambos crímenes con dos mujeres jóvenes como víctimas, una problemática que las organizaciones feministas vienen alertando con enorme preocupación en los últimos años: el aumento de feminicidios territoriales y muertes violentas vinculadas a la violencia callejera.
Los proyectos de integración socio urbana son clave a la hora de repensar la pacificación de los territorios más conflictivos: abrir pasillos, conectar servicios, alumbrar las calles, existir en los mapas de la ciudad. Es que el barrio, los barrios, son mucho más que “zonas” caracterizadas por los observatorios de seguridad, los partes policiales, los comunicados de las fiscalías o las crónicas policiales de los medios masivos. En cada territorio hay una trama –compleja, vital, contradictoria, dolorosa, esperanzadora– tejiendo redes. Hace unos años, cuando todavía la urbanización era materia pendiente del Estado, una militante social de Villa Banana le decía a enREDando: “Tener una calle y una dirección significa que existís. Acá no hay un domicilio exacto”.
Existir y también resistir como lo hacen las organizaciones comunitarias que nacieron en Banana, muchas de ellas desde hace más de dos décadas, como es el caso de Mensajeros de Jesús, una organización eclesial de base que tuvo sus inicios en 1989. Hasta 2004, el espacio fue articulador de talleres de oficios y comedor popular para las familias del barrio. Después, devino el cierre agónico de una institución que supo marcar el camino de lo que significa la solidaridad y la vida comunitaria.
Corría el año 2002 cuando enREDando visitó la organización y charló con el entonces referente Raúl Ríos, el Rulo. “Lo que hacemos es brindar herramientas a la gente para cambiar su situación”, decía. En ese entonces, Mensajeros distribuía diariamente 450 raciones de comida a niños de entre 2 y 12 años, y 230 raciones de copa de leche. Además, gestionaban cuatro huertas orgánicas y desarrollaban programas de promoción de la salud y concientización en derechos humanos. Dignidad, fe, trabajo. Mensajeros edificó los pilares de la esperanza colectiva en una barriada que siempre estuvo postergada.
Pero fue en 2017 cuando el candado se abrió para lentamente comenzar con la refundación del espacio. No es casual: fueron mujeres del barrio –entre ellas Mariana, que aprendió de la militancia de su mamá, Alicia Soplan, lo que implica sostener una organización– las que tomaron la decisión de recomenzar a habitar una casa que estaba en condiciones deplorables. “No había nada, ni luz, ni piso. Estaba abandonando y al principio fue muy duro”. Durante un año se encontraron a llorar, abrazarse y tomar mate, sin saber bien por dónde empezar, pero con la certeza de que allí había que regenerar la vida, el trabajo digno, los lazos comunitarios. Así fue: “Empezamos vendiendo pan casero y rosca, no teníamos ningún recurso económico. Con lo que cada una iba teniendo empezamos a levantar el espacio, pidiendo ayuda, colaboraciones. Después pudimos comprar unas máquinas y comenzamos con un taller de costura pero nunca nos dedicamos exclusivamente a eso”.
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Las voces del grupo de mujeres van hilando el relato: estamos en la casita de Mensajeros donde las chicas conformaron la Cooperativa Aquelarre. En total son entre diez y doce, la mayoría del barrio, quienes sostienen el espacio asumiendo diversas tareas. El trabajo textil es una de ellas pero no la única. “La cooperativa es sobre todo una grupalidad, tenemos ese modo de funcionamiento cooperativo más allá de que sea productivo”, aporta Irina, otra de las integrantes del espacio. Es que en Aquelarre no todo está orientado al taller de oficios aunque lograr la independencia económica para las mujeres del barrio sea un objetivo deseado. Aquí, además, se juntan a repensar problemáticas, a “acuerparse”, a veces solamente a compartir el silencio y los dolores de una compañera. A construir un espacio para las infancias, a imaginar algún proyecto posible para los pibes y las pibas del barrio que están, muchxs de ellxs, a la intemperie.
“El barrio está jodido, sobre todo cuando ves pibes que hace unos años estaban jugando a la pelota y hoy están en otra. Es triste la situación. Las balaceras, las muertes”, reflexiona Mariana, que con sus 41 años pasó, vio y vivió casi todo en Villa Banana. Irina agrega el impacto de una pandemia que dejó secuelas aunque todavía parezcan imperceptibles. “Lo que vimos, además de la gente que no podía salir a cirujear o tener sus changas, es a los pibxs que no tenían escuela, no tenían nada para hacer. Nosotras llegábamos a las nueve a coser barbijos y ya veíamos al soldadito en la esquina. Y nos íbamos a las cinco de la tarde y seguía ahí parado. La única respuesta del Estado era la criminalización con la Gendarmería que los llevaba, y al rato estaban de vuelta en la misma esquina. No se pensó en la salud mental ni el consumo problemáticos de los pibes”.
La preocupación por la situación de lxs jóvenes en el barrio es crucial. Cuesta que se acerquen a los espacios de militancia y, al mismo tiempo, las políticas públicas son muy escasas: “Están muy expuestos a ser tentados por grupos que por unos pesos le ofrecen algún trabajo sucio, por eso queremos abrir el espacio de infancias para empezar a trabajar desde edades tempranas”.
La cuadrilla de albañilas
Levantar ladrillos, hacer la mezcla, revocar, romper, picar. La cuadrilla de albañilas es la encargada de ampliar Mensajeros de Jesús. Actualmente están abocadas a terminar la cocina, un espacio fundamental para continuar con la copa de leche que ahora se prepara en la casa de la mamá de Mariana. Celeste es ingeniera civil y quien comenzó a enseñarle a las demás compañeras el oficio. De a poco se van sumando, por ahora son tres pero la tarea entusiasma aunque el trabajo sea duro y repercuta en el cuerpo. “El cuidado que tenemos como mujeres no lo tienen los varones, usar guantes, no exigirse más de lo que podemos llegar a dar, cuidar el cuerpo. Logramos a través de una donación hacer el techo de losa, nuestro principal objetivo es terminarla”. Las integrantes de la cuadrilla no sólo intervienen en Mensajeros acondicionando el espacio pero también comprometidas con otras tareas, sino que además ya realizan trabajos particulares para privados. “Tenemos nuestras clientas” dicen con orgullo.
Sofía hace seis años que se integró a la cooperativa y asegura que su vida cambió por completo. Dice que andaba “perdida” hasta que se sumó al taller de costura y ahora analiza ser parte de la cuadrilla. Define a Aquelarre en pocas palabras: “Es mi familia, mi lugar, mi refugio”.
Algo similar cuenta Micaela: también andaba “medio medio” antes de ser parte del espacio. Prima de Mariana, cuando habla de lo que significa este aquelarre feminista en su vida sus ojos se llenan de brillo. “Gracias a ellas pude dejar un montón de cosas. Encontré contención, comprensión, ayuda”. Marisel vive en Lima y Gálvez y hace un año que se sumó al taller de costura pero ya anda agarrando la pala para ayudar en la construcción de la cocina. Su vida también cambió, es que antes pasaba las horas del día en su casa, a cargo de las tareas de cuidado, mientras que ahora las comparte junto a sus vecinas y compañeras de militancia.
Laura es una de las mujeres de Villa Banana que rompió el candado en el 2017. “Para mí es todo, siempre trabajé en casas de familia y he formado parte de otras cooperativas, pero un día dije «quiero apuntar a esto». Es meterle muchas horas, mucha fuerza, mucho trabajo. Estamos en una época muy jodida”. Ahora Laura dedica gran parte de su día al trabajo en la cooperativa y a apuntalar las tareas que antes, por falta de tiempo, no podía realizar.
Mariana dice que Aquelarre les permitió encontrarse entre ellas y conocer las historias de vida de sus vecinas, algunas muy duras. Ver que lo que una padecía también lo sufría la otra compañera. Que las violencias machistas, la falta de autonomía económica y las vulneraciones de derechos que históricamente sufren las barriadas no son problemáticas particulares; hablan de una misma trama social, común, colectiva. Es el barrio, la villa, la falta de agua, de luz, de gas natural. La droga calando en los cuerpos más jóvenes, los tiros a metros de la organización; a veces el miedo, los silencios y, sobre todo, el cuidado colectivo que intentan sostener a pesar del contexto cada vez más crudo.
Es por eso que en el último verano, muchas organizaciones de Banana confluyeron en un carnaval para las infancias: el club, la murga, la red de mujeres del oeste, las instituciones del Estado. La convocatoria fue a juntarse y articular en conjunto: “Estamos en un mismo territorio, muchas veces vemos las mismas problemáticas. La manifestación de lo social es la misma. ¿Cómo accedemos a la salud, de qué manera, qué aportan las instituciones estatales para las organizaciones y qué aportan las organizaciones?”, explica Irina. Así nació el Carnaval de la Alegría y la Resistencia. Mensajeros además articula con otros espacios como Pañuelos en Rebeldía o el Bodegón de Pocho en Ludueña.
“Si un día no vuelvo haz la revolución por mí y por todas” es una de las frases pintadas sobre la pared amarilla que da la bienvenida a la casa de la organización. La bandera de los Pueblos Originarios, las hormigas de Pocho, el pañuelo de las Madres, también cubren con lucha los muros de la casa de Mensajeros de Jesús. Adentro se respira poder popular: ollas, máquinas de coser, las producciones textiles, de serigrafía y carpintería, y una cocina que va tomando cuerpo entre las herramientas de construcción.
En Mensajeros de Jesús, la Cooperativa Aquelarre disputa sus sueños aunque el pronóstico social parezca desolador. En los barrios populares de Rosario las muertes se cuentan por día pero las organizaciones sociales no bajan los brazos: allí están, refundando la esperanza en una ciudad que la perdió hace rato.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 17/06/23
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