Compañías brasileñas como Fiat, Volkswagen, Siderúrgica Nacional, Petrobras y Folha de Sao Paulo, entre otras, financiaron y brindaron información e infraestructura a la dictadura militar. A cambio, crecieron en forma desmesurada e hicieron grandes negocios.

Las empresas públicas y privadas, nacionales y multinacionales de Brasil tuvieron una participación activa durante el terrorismo de Estado que perpetró la dictadura militar (1964-1985). Fueron más que cómplices. Mucho más que delatores que suministraban “listas negras” de obreros y obreras que luego eran secuestrados. Formaron parte del enorme aparato represivo desplegado por los genocidas. No sólo financiaron. Aportaron vehículos, predios para ser usados como sitios de secuestro, detención, tortura y muerte. Hasta importaron instrumentos (más precisamente una picana) para someter a tormentos a los secuestrados. Las fuerzas de seguridad llegaron a torturar y matar dentro de las propias fábricas. Todo este plan de exterminio, coordinado con otros países a través del plan Cóndor, tuvo como objetivo la imposición en toda la región de un plan económico al servicio de los intereses más concentrados. Los empresarios-genocidas crecieron en forma desmedida durante la masacre. Hicieron grandes negocios. Tuvieron el visto bueno de las autoridades ilegítimas para ejercer formas de explotación sin límite alguno. Se registraron casos de trabajo esclavo. Muchos obreros tuvieron que aceptar estas condiciones infrahumanas luego de ser sometidos a torturas.

La represión a las organizaciones sindicales fue una de las misiones fundamentales de la dictadura brasileña. En la Argentina de esos años se desmanteló la industria nacional y se extranjerizó la economía, abriéndola al capital financiero. Brasil tomó otro camino. “La dictadura tenía un plan de desarrollo económico, industrialización y modernización conservadora y autoritaria. Eso hizo que sectores de la población apoyaran el golpe”, señaló la politóloga de la Universidad Federal de Rio de Janeiro, María Paula Araújo, en la nota publicada en Infojus Noticias. Agencia Nacional de Noticias Jurídicas, firmada por Martín Cortés y titulada “En Brasil también hubo articulación entre empresarios y militares”.

La politóloga señala asimismo que en Brasil el golpe no significó el fin de la industrialización, sino que profundizó el proceso comenzado en la década de 1930 por el gobierno de Getúlio Vargas. “Por el plan económico de la dictadura, hubo articulación entre empresarios y militares. Pasó a lo largo de toda la dictadura, y no era sólo apoyo, sino también financiamiento”, agregó Araújo.

En 2014, una Comisión de la Verdad creada por la entonces presidenta Dilma Rousseff denunció al principal grupo empresarial del país, la Federación de Industrias de San Pablo, de haber colaborado con el golpe de Estado mediante un acuerdo clandestino de fabricación de armamento para la represión interna. Esa comisión cumplió un papel importante a la hora de investigar la complicidad civil-empresarial, pero fue desactivada tras el golpe contra la mandataria en 2016. El resultado de las investigaciones dio lugar al “Informe de la Comisión Nacional de la Verdad de Brasil”, de 657 páginas, que se puede consultar en línea.

“Un documento del Servicio de Inteligencia Nacional indica que el 31 de marzo de 1964, día del golpe militar que derrocó al presidente constitucional Joao Goulart, fue creado en San Pablo el GPMI, Grupo Permanente de Movilización Industrial, señaló la investigación oficial. El grupo se creó “frente a la necesidad de provisión de armas y equipos militares a los revolucionarios paulistas y basados en la idea de que no existe poder militar sin industria que fabrique ese poderío”.

En junio de 2023, la Universidad Federal de Sao Paulo, a través del Centro de Antropología y Arqueología Forense (CAAF/Unifesp), dio a conocer asimismo una investigación que ofrece una detallada descripción del accionar de empresas como Fiat, Volkswagen, Compañía Siderúrgica Nacional, Petrobras, el diario Folha de Sao Paulo y la celulosa Aracruz, entre otras.

La investigación se titula “Informe público sobre las responsabilidades de las empresas en violaciones a los derechos humanos durante la dictadura”. Fue coordinado por Edson Teles, Carla Osmo y Marília Oliveira Calazans y cuenta con 327 páginas.

“América Latina fue protagonista a la hora de dar visibilidad al tema de la responsabilidad de las empresas por infracciones de los derechos humanos durante los regímenes autoritarios, y en la promoción del concepto de complicidad empresarial en graves violaciones de derechos en el panorama internacional”, señala el informe de la Universidad de Sao Paulo, a la vez que agrega que los procesos destinados a responsabilizar a los actores económicos comúnmente ocurren a nivel local, sin que exista una mayor presión y un mayor interés en investigarlos por parte de los organismos internacionales de derechos humanos. 

El texto hace referencia al concepto “responsabilidad corporativa por lo bajo” para hacer referencia a la necesidad de responsabilizar a las empresas por violaciones de derechos humanos realizadas por actores de la sociedad civil. Y en este sentido señalan la necesidad de que, en el marco del sur global, se adopten herramientas innovadoras para contribuir al diseño de procesos de justicia transicional, desafiando la opinión de que las obligaciones internacionales sobre el respeto a los derechos humanos no se aplican a las empresas.

Represión, precarización, vigilancia y racismo

El estudio confirma cómo las violaciones de los derechos humanos se conectan con la precarización laboral, la falta de protección de los trabajadores y otras violaciones a derechos económicos, sociales y culturales. También se comprobó, a través de varias de las encuestas, la existencia de un sistema de vigilancia de las empresas para perseguir trabajadores. En algunos casos también se observaron detenciones ilegales y ocultamiento del paradero de familiares, torturas y muertes de trabajadores y discriminación racial y/o de género.

Con relación a las acciones contra los pueblos originarios y campesinos, se denuncia el robo de tierras, daños a la propiedad o instalaciones, destrucción de cultivos o producción, destrucción o sustracción de herramientas de trabajo, trabajo esclavo, tortura, violencia sexual, muertes, desapariciones y atropellos contra prácticas religiosas y culturales. Se identificaron indicios de vulneración de derechos de pueblos indígenas por parte de cinco empresas.

Además, se encontraron evidencias de daño al medio ambiente como resultado de las actividades de seis empresas, entre ellas cambios en los cursos de aguas (de río a lago, con impactos sobre la flora y la fauna), polución y contaminación de ríos, suelos y aire, deforestación y riesgos de desertificación.

La investigación menciona el caso de la empresa de material ferroviario Cobrasma, que tuvo un crecimiento relevante en el período de la dictadura militar a partir de incentivos gubernamentales y el acceso a los recursos a bajo costo. Miembros de la familia Vidigal, accionista mayoritaria, participaron en organizaciones que ofrecieron apoyo financiero al golpe militar y a la Operación Bandeirantes. 

La Operación Bandeirantes (Oban) fue una organización al servicio del terrorismo de Estado que coordinó a elementos de las Fuerzas Armadas, la Policía Estatal (civil y militar) y la Policía Federal para la labor específica de “combate a la subversión”. En su sede funcionaba un centro de información e investigación creado por el comandante del Segundo Cuerpo de Ejército, general José Canavarro Pereira, e integrado por miembros de la Fuerza Aérea, Armada, Departamento de Policía Federal, Servicio Nacional de Información, y organismos gubernamentales del Estado de San Pablo. Fue concebida como un agente centralizador e integrador de las diversas fuerzas militares y policiales (órganos de información y represión política), con el propósito de “identificar, localizar y capturar a los elementos que integran los grupos subversivos que operan en la zona del Segundo Cuerpo del Ejército, particularmente en San Pablo, con el propósito de destruir o al menos neutralizar las organizaciones a las que pertenecen”.

Esta organización genocida fue, desde el principio, financiada por empresarios paulistas, por ejemplo Henning Albert Boilesen, por entonces presidente de la compañía Ultragaz, que recaudaba fondos para el aparato de represión: incluso importó un aparato para torturas con electricidad. El propio empresario asistía a las sesiones. 

Cobrasma construyó carros blindados al servicio de la represión. La investigación identificó a directores y empleados que colaboraron activamente, incluido el médico Harry Shibata, director del Instituto Médico Legal del Estado de Sao Paulo entre 1976 y 1983. 

El informe destaca el ataque sistemático contra el movimiento sindical y las organizaciones de trabajadores, lo que implicaba hacer “listas negras”, enviar información sobre los líderes de las huelgas o dirigentes sindicales, vigilar y controlar las actividades de los trabajadores, y contribuir a la caracterización de las huelgas como “actividades políticas subversivas”. Además, los empresarios habilitaron predios para la detención masiva y la tortura de los trabajadores, en algunos casos dentro de las propias empresas. 

Se investigó el caso de la Companhia Siderúrgica Nacional (CSN), por entonces una empresa estatal ubicada en Volta Redonda, en el sur del estado de Río de Janeiro, ciudad que ahora tiene una identidad industrial y obrera, y que en 1973 fue declarada “área de seguridad nacional”. Los trabajadores de CSN eran despedidos y muchos de ellos arrestados. Se instaló un sistema de vigilancia e información, colaborando de esta forma con muchos arrestos de personas luego sometidas a tortura. En la huelga de 1988, los militares invadieron el predio de CSN y asesinaron a tres operarios.

También se comprobó la práctica sistemática de racismo institucional en la empresa, con exposición de los trabajadores negros a condiciones de trabajo más agotadoras y nocivas para la salud, y el envenenamiento por benceno de los trabajadores de hornos y coquerías

La Fiat tenía su propia sala de tortura

La industria del automóvil Fiat, instalada en 1970 en Betim, estado de Minas Gerais, fue posible gracias a subsidios económicos y ventajas fiscales otorgadas por la dictadura. La empresa estructuró un complejo sistema de vigilancia e información sobre sus trabajadores, y mantuvo comunicaciones directas con los grupos de tareas. Se reportó la existencia, dentro del predio de la automotriz, de un espacio denominado “sala de cuerpo de bomberos”. Era un centro de torturas para hacer hablar a los operarios. 

El diario Folha de Sao Paulo creció en forma desmedida durante el gobierno dictatorial, convirtiéndose en un gran conglomerado del sector periodístico. Los dueños de ese medio dieron un apoyo explícito al terrorismo de Estado, y a cambio recibieron grandes beneficios económicos. Esa empresa periodística contaba entre sus empleados a agentes de represión, militares y policiales. A través de su apoyo editorial legitimó ante la opinión pública las graves violaciones a los derechos humanos. También cedió vehículos para llevar adelante la Operación Bandeirantes. Trabajadoras y trabajadores de este diario sufrieron acoso, persecución y despidos “por abandono de su lugar de empleo”, cuando en realidad habían sido secuestrados.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 24/06/23

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