
Decime, González, ¿vos sos pelotudo o te hacés?
Sentado al otro lado del escritorio, González alza las cejas, eleva el labio inferior y afirma lentamente con la cabeza. Prolonga el gesto con ritmo constante, mientras observa detalles del despacho: las paredes recubiertas en madera, un diploma universitario, cuadros de estilo abstracto, sillones de cuero y, dominándolo todo, el escritorio oscuro, amplio, imponente. A un costado, sobre un aparador minimalista, se reparten algunos portarretratos y botellas de whisky importado. González observa. Se toma algunos segundos, apunta a una plaqueta y, en voz alta, lee: Ramiro Aberastegui, Gerente de Publicidad y Marketing. Felicitaciones, che…
—No te llamé para que me felicites, González. Hace cuatro meses que soy gerente.
—Claro, lo que pasa es que no nos habíamos vuelto a ver desde que…
—Estuve ocupado. Y no viene al caso, González. Explicame la campaña de Prados.
—Está muy bien, ¿viste?
—¿Bien? ¿Te volviste loco, González? ¡Bien las pelotas! ¿Cómo carajo se te ocurre publicar “lotes a estrenar”? ¿Lotes a estrenar?
—Son a estrenar, Aberastegui. Esa es la verdad, ¿no? La gente necesita…
—¡La gente y un carajo, González! ¡Son parcelas de cementerio!
Aberastegui intenta incorporarse. Su cuerpo, ancho, firme, se tensa al presionar los puños sobre el amplio sillón ejecutivo. El sonido del teléfono de escritorio lo deja en estado de suspensión. González entorna los ojos, apunta al aparato y vuelve a mirar puntos indistintos del despacho. Aberastegui se deja caer pesadamente sobre el asiento y levanta el auricular. Sí, claro, pasame, responde.
Hola Ricardo, ¿cómo estás querido? Sí, lo sé. Te entiendo, sí. Totalmente de acuerdo. En este mismo momento estamos reunidos por ese tema. Sí, con González. No, claro que no es inexperto. ¿Que lo haga por…? No… No, Ricardo, no creo. Vos quedate tranquilo, lo resolvemos. Confiá en mí. ¿El domingo? Sí, claro, vamos con María y los nenes. Llevo el vino. Dale, fantástico, querido. Mandale un beso a Mirta.
Mientras la conversación transcurre, González se para y camina por el despacho. Se acerca al aparador con los portarretratos. La mayoría tiene al gerente como protagonista: Aberastegui alzando a su joven esposa en una playa del Caribe; Aberastegui en postal navideña con mujer e hijos; Aberastegui sosteniendo en alto una caja de Johnnie Walker, etiqueta verde, en medio de una fiesta. González busca entre las botellas. Vuelve a mirar los portarretratos, elige y se sirve una medida generosa de whisky.
Cuando Aberastegui corta la llamada, González gira hacia el jefe, apoya el vaso sobre el escritorio y dice: Este es bueno en serio…
—¿Qué?
—Que es bueno en serio.
—Ah, sí… es del casamiento de Gómez.
—Sí, ví la foto. Los muchachos me contaron cómo saltaste para agarrar la caja en la ceremonia ésa que hacen… Lo que no entiendo es para qué saltaste, si medís un metro más que el resto. ¿Cuánto medís, Aberastegui?
—Mirá, González, no sé a dónde querés llegar, lo que necesito es que hablemos de…
—Yo iba a ir al casamiento de Gómez, obviamente. No sé si iba a ganarte en el revoleo de la botella, ¿no? Tampoco que el ramo lo fuera a agarrar mi mujer… Perdón: mi ex mujer.
—González, entiendo que estés molesto, ya intenté explicarte…
—¿Molesto? No, ya no estoy molesto. De hecho me vino bien no ir al casamiento de Gómez. Mirá, el que me vendió el traje es amigo: me devolvió la guita y con eso le compré los colchones a mis pibes. Al final, casi que me hiciste un favor.
—Cortala González, no me podés hacer cargo de que…
—¿Que no te haga cargo? ¡Un vivo de Instagram hiciste, Aberastegui! Y no fue en el bautismo de tu sobrino, en la última ecografía de tu mujer o en la concha de tu hermana ¡Un vivo de Instagram hiciste, forro, a las dos de la mañana! ¡En una despedida de soltero!
—¿Y cómo carajo podía saber que tu mujer me sigue?
—Todo el puto día con el telefonito estás, ¿y no sabés quién te sigue en Instagram?
—¿Pero qué carajo tengo que ver, González? A mí no me tirés el fardo, a vos nadie te obligó a…
—¡Un vivo de Instagram, pedazo de hijo de puta!
La puerta de la oficina se abre. Una mujer joven se asoma y descubre a Aberastegui avanzando sobre el escritorio, el rostro enrojecido, el cuerpo listo para dispararse contra la pequeña humanidad del empleado que, sentado, mira impávido con el vaso en la mano. ¿Está todo bien, Rami?, consulta la secretaria. Sí, Catalina, se anticipa González, bárbaro está, ¿vos también querés transmitir en vivo mi charla con el gerente? La mujer duda y mira a Aberastegui, que recupera la compostura, se sienta y con un gesto le indica que se retire.
—Escuchame, González, ya no sirve que me disculpe, pero lo que pasó no tiene nada que ver con lo que estás haciendo con la campaña.
—Claro, la campaña…. Está muy bien lo de Prados. Tan bien está que este mismo domingo le vas a decir a Rivera, al señor Rivera, que te encanta. No, pará, mejor todavía: ¡le podés decir que la campaña está… mortal!
—¿Cómo?
—Es más: deberías ir pensando en mi ascenso, Aberastegui.
—¿Vos me estás hablando en serio? ¡Tomatelás, González! Me hinchaste las pelotas. Rajá de acá. Resolveme hoy mismo la nueva propuesta de campaña o te echo a la mierda, pelotudo.
González se para y toma un trago largo, continuo. Dame un minuto, dice, da media vuelta y abandona el despacho. El gerente apoya los codos sobre la mesa y deja descansar la cara sobre las manos. Pronto, la voz de González lo sobresalta. Acá estoy, Aberastegui, anuncia, mientras entorna la persiana americana del ventanal del despacho. Ahora, señor gerente, le voy a mostrar cómo sigue la campaña de Prados, dice González, mientras llena el vaso hasta rebalsar.
—¿Vos me estás tomando el pelo? ¡No tenés la más puta idea de la calentura que tiene Rivera!
—No, no sé. ¿Será más o menos como la que tenés vos con su mujer? Mirta, ¿no?
Aberastegui se paraliza. Mira hacia la puerta, se inclina levemente hacia adelante y, en voz muy baja, pregunta: ¿Qué decís?
González apoya el brazo izquierdo sobre el escritorio y, con el derecho, pone el teléfono celular a la vista del gerente. Mirate esto, es una joya, dice. Aberastegui se pone los anteojos de lectura y, al acercarse a la pantalla, emite un grito seco, que acompaña con un manotazo.
—¡Epa! ¿Qué hace el gerente? Está mal querer sacarle los bienes personales a los empleados…
—¿De dónde sacaste éso, González? ¡Dámelo ya mismo o te cago a trompadas!
González se para, alejándose del alcance del gerente. Se lleva el índice de la mano izquierda hacia los labios y señala con la cabeza hacia las oficinas administrativas. A diferencia tuya, Aberastegui, puedo ser cauto, ¿sabés?
—Mirá, González, no sé de dónde mierda sacaste éso, pero es ilegal.
—No, para nada. Mirá, un primo mío labura en el rubro hoteles. Por un tema de seguridad tienen que grabar todo, ¿viste? La cuestión es que hacía tiempo que no nos veíamos, nos reencontramos y, vino va, vino viene, me preguntó quién era el pelotudo que había transmitido una despedida de soltero por Instagram. Le mostré tu foto y… ¡pimba! Fue como ganar la lotería.
—No podés hacer nada con eso. ¡Es extorsión! Si lo publicás vas en cana, González.
—¡Pero no! No soy tan boludo. Además, tampoco te haría eso a vos, Ramirito. Pero bueno, siempre alguien lo puede hackear, ¿no? Si se viraliza no es culpa de nadie. ¿No es esa la lógica? ¿No es así como funciona?
—No podés… González, yo te pido por favor, mi mujer está por tener… Y para Rivera soy como… no sé… Por favor, ¡me cagás la vida!
—¡Pero claro! ¡Te cago la vida! ¿Vos podés creer? Y eso que no te mostré todo. ¿Querés que lo escuchemos con volumen?
—¡No! Alberto, por favor, hablemos, resolvamos bien esto.
—¿Seguro no querés ver todo? ¿Querés que te muestre el día de las cintas de cuero? Con razón tanto sillón tapizado… ¿Y el día del perro?
—¿Perro? ¿Qué perro?
—¡Era joda, hombre! Ni un chiste se puede hacer carajo…
González guarda el teléfono, se acerca nuevamente al escritorio y arrima el vaso al gerente. Mirá, Ramiro, dice, esto sigue así. Del bolsillo derecho, González saca una hoja doblada prolijamente en cuatro. Con parsimonia, la despliega con la parte posterior hacia arriba, pasando su mano lentamente por encima, alisándola. Le puse empeño al dibujo, explica, quise ser realista. Hacía mucho que no pintaba, ¿sabés? No tenía tiempo…
Hundido en el sillón, Aberastegui bebe tragos cortos. Su mirada va de la hoja sobre la mesa al bolsillo donde el empleado guarda el teléfono.
González toma un rollo de cinta, corta cuatro trozos parejos, los enrolla y coloca en los vértices de la hoja. El domingo, Ramirito, le vas a llevar este dibujo al señor Rivera. Explicale que lo vamos a publicar en los tres diarios, página impar. Y decile eso de que confíe. De eso se trata, ¿no?
González se acerca hasta el aparador, agarra la botella a medio terminar y la coloca bajo el brazo. Al llegar a la salida del despacho, de espaldas al gerente, pega con prolijidad la hoja en la cara interna de la puerta. Abre, guiña un ojo al jefe y cierra tras de sí.
Desde el sillón, Aberastegui ve la pintura de un campo floreado, con una pequeña capilla entre lomadas verdes, todo en colores pálidos. Sobre el margen inferior, en letra manuscrita, firme y prolija, se lee: “Compre en Prados. Una inversión… para toda la vida”.
Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 09/09/23
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