Nubacoop, primer bar cooperativo de la Argentina, cumple dos décadas de vida. Recuperado por sus trabajadores, late al ritmo de la Terminal de Ómnibus Mariano Moreno donde está enclavado.

Este año se cumplen dos décadas de vida del primer bar cooperativo de Argentina. Los trabajadores de Nubacoop atienden a quienes llegan, a quienes se están por ir y a quienes esperan. Pero también le dan de comer a las personas que todos los días van a trabajar para que la Terminal funcione: quiosqueros, boleteros, maleteros, taxistas, comerciantes, personal de limpieza, de seguridad y de mantenimiento. El flujo de la Terminal de Ómnibus Mariano Moreno, enclavada en el barrio Luis Agote de Rosario, forma parte del paisaje cotidiano de este bar que se suma a una muestra significativa a nivel local y nacional de experiencias cooperativas exitosas.

En la Terminal hay oferta y demanda. Además de los pasajes se venden diarios, revistas, crucigramas, sopas de letras, imanes, chapitas patente y otros recuerdos, comida al paso, café, alfajores, cosas de computación, ropa, helados, almohadas para la cabeza, fichas para intentar pescar alguno de los muñecos atrapados en la máquina, horas de internet, minutos de llamadas y otros anacronismos. Hay una sucursal bancaria y cajeros automáticos para sacar plata que se puede gastar en los elementos enumerados anteriormente. Hay un punto de recarga de tarjetas de colectivo y lugares para gestionar cosas como el boleto educativo, pero también personal de seguridad, bancos incómodos para impedir que las personas duerman en ellos. Hay cosas y hay personas: las que están de paso y las que permanecen horas y horas cada día.

Cerca de veinte mesas están distribuidas a lo largo del bar. Sobre el pasillo por el que transitan las personas, hay escritas algunas promociones en un pizarrón. Una pequeña bandera celeste y blanca cuelga desde el techo, varias heladeras refrigerando bebidas y de fondo un televisor que nadie mira. Sobre la barra hay algunas cartas junto a las torres de medialunas dulces y saladas. En la pared del fondo que viste al bar hay distintas impresiones en vinilo: “Un café es siempre un buen compañero”; “Rosario siempre estuvo cerca”; “El auténtico carlito rosarino se sirve aquí”. 

La vida de Nubacoop se parece mucho a la de Walter, posiblemente porque él estuvo junto a otros compañeros desde el nacimiento de este bar cooperativo, el primero de Argentina. Pero Walter, al igual que otros compañeros, estuvo en el bar desde mucho antes, desde que cada uno cumplía su horario, cobraba su sueldo y se iba a su casa.

“Mi nombre es Walter, tengo 53 años y desde los 18 estoy en la Terminal”. El “Rancho Bar Lácteo Kanter”, así se llamaba originalmente, empezó a funcionar cuando Perón inauguró la Terminal –la primera de su tipo en el país– el 1º de diciembre de 1950. Walter llegó en 1988 por intermedio de uno de los socios del bar –que hace poco falleció– y que lo llevó a lo que sería su primer trabajo. Lo que Walter no podía saber en ese momento era que ese primer trabajo sería el mismo hasta hoy. Pero en el medio pasaron cosas.

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El antropólogo francés Marc Augé denominaba a las estaciones de colectivo, los aeropuertos, los shoppings, los supermercados, las habitaciones de hotel, como los “no lugares”: espacios circunstanciales casi exclusivamente definidos por el pasar de los individuos. En estos lugares de tránsito donde aparentemente la gente sólo circula, no podrían establecerse más que relaciones efímeras, etéreas y casuales. Sin embargo, en estos lugares hay mucha gente que sí está y que sostiene todos los días servicios, oficios, emprendimientos. Gente que pasa gran parte de sus vidas en las Terminales: trabajando, limpiando, vendiendo, cuidando, ofreciendo, hablando: la voz por el parlante anuncia permanentemente la partida y el arribo de los servicios con “destino a” y “provenientes de” múltiples latitudes.

“La Terminal es un mundo aparte”, sintetiza Walter en una especie de tuit. Si fuera el caso, el mundo de Walter debería desplegarse en un enorme hilo.

La experiencia la fue haciendo laburando. Al principio lavaba, “como empiezan todos”, dice. Recuerda que “era impresionante el trabajo que había” a fines de los años ochenta. “Terrible, terrible”, insiste. En ese entonces, en la Terminal había cuatro o cinco bares; hoy hay quince. 

Foto: Fernando Der Meguerditchian

Con el tiempo Walter fue ganando experiencia y antigüedad en el trabajo. Llevaba trece años –sus compañeros tenían quince, veinte o veinticinco años trabajando en el bar– cuando el país estalló por los aires. La relación de dependencia se cortó en octubre de 2001, cuando el bar cerró sus puertas.

“Se fueron”, dice, en relación a los dueños. Dos palabras alcanzan para resumir el abandono. “No había trabajo, no había nada. El país era un caos. Ahora te dicen que estamos mal pero esa vez sí que estábamos mal”. El objetivo que tenían inicialmente era poder cobrar las indemnizaciones. “No sabíamos nada de la autogestión, de armar una cooperativa, ni idea de eso”.

Walter cuenta que quienes laburaban en el bar ya veían venir la bomba. “Cuando estás en un laburo percibís que está todo mal. En el 97, 98, ya se veía que en cualquier momento explotaba, como explotó. Desde el 98 hasta el 2001 había muy poco laburo”. Cuando murió el dueño fundador del bar, llegaron los hijos con un único objetivo: vender el fondo de comercio aprovechando la ubicación estratégica. Pero no estaba todo dicho. Aún había varios capítulos por escribirse.

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“Adentro, nada es seguro. Afuera, seguro es nada”. La frase alcanza una fuerza imponente vista por el espejo retrovisor de la historia. “Él nos abrió los ojos”, dice Walter de este lado del espejo. En ese momento de ebullición total, quien era su abogado les dijo: “Chicos, la verdad es que si ustedes se quedan adentro no les aseguro nada de lo que pueden llegar a lograr, pero lo que sí estoy seguro es que afuera no van a lograr nada”. La decisión fue tomar el bar. Y la toma duró catorce meses.

“Éramos gente de laburo, no estábamos acostumbrados a que venga la policía y nos quiera cerrar. Uno tenía un poco de miedo. Pero nos quedamos”. Durante más de un año cumplieron turnos de ocho o diez horas por día. Lo primordial era que nunca quedara vacío el bar. Después se volvería lema de las recuperadas eso de ocupar-resistir-producir. En el mientras tanto fueron navegando el río de la historia con el timón de la necesidad y la idea de grupo como bandera.

Les habían cortado la luz y el gas. Pero algo tenían que llevar a las casas. Por eso empezaron a trabajar de forma clandestina vendiéndoles a aquellas personas que formaban parte del ecosistema laboral: boleteros, maleteros, taxistas, colectiveros. Para resolver la electricidad contaron con la mano del quiosquero vecino que les hizo la gauchada de pasarles un cable. “Era un comerciante que tranquilamente podría haber mirado para otro lado. Pero se involucró y fue solidario”. Por eso, a modo de flashforward (salto hacia adelante en el tiempo) cuando hicieron la remodelación de la Terminal en 2013 y el bar se mudó unos metros pasando de un lado al otro del quiosquero vecino, decidieron no incluir un quiosco en el bar como han hecho muchos de los otros bares de la Terminal. Una devolución de gentilezas, una cuestión de códigos, un gesto de gratitud.

El gas lo resolvieron con garrafa y una cocinita. Tenían un mechero, un disco, una planchita. “Chiroleábamos, vivíamos. Pero dos por tres teníamos las inspecciones por las denuncias de los otros comercios. Éramos los ocupas”. Pero tenían gente amiga que los ponía en alerta. “Había gente que nos avisaba. El inspector venía con el policía de acá, al que veíamos todos los días”. Ese policía que les anticipaba las inspecciones ya no trabaja en la Terminal.

Las primeras veces que escucharon las palabras autogestión y cooperativa fueron en boca de los trabajadores de Mil Hojas, la fábrica de pastas cuya experiencia fue pionera a nivel nacional en tanto empresa recuperada por sus trabajadores. Después conocieron otros casos como el de Vitrofín, cristalería de Carcarañá también devenida en cooperativa. “Era una movida bastante buena, muchos chicos venían acá”, recuerda Walter, al tiempo que remarca la inacción del sindicato de gastronómicos que en su momento les dijo: “No tienen nada que hacer, ya recibieron el telegrama de despido, con eso pueden cobrar el fondo de desempleo, no tiene sentido que se queden acá”. Walter también dice que al sindicato después le cambió el chip y que apoyaron a otros bares en situaciones parecidas. 

Cuando Walter dice que la Terminal es un mundo, se refiere a su mundo. Hay una fecha que se acuerda patente: 27 de diciembre de 2002. “Fuimos el primer bar cooperativo de la Argentina”. Desde entonces, el mundo de Walter y el de sus compañerxs es el de la autogestión. Hoy tiene más años como cooperativista (20) que como trabajador en relación de dependencia (13). Todos esos años apretados en una Terminal de colectivos.

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En su momento la jueza Liliana Giorgetti fue clara con los trabajadores que se estaban cooperativizando: les dio seis meses para que pudieran demostrar que eran capaces de garantizar los gastos de los insumos, los servicios y el alquiler que le pagan a la Municipalidad de Rosario, dueña del inmueble. De esa demostración dependía el futuro. Esos meses no tuvieron francos y trabajaron entre diez y doce horas por día. Así lograron que todos los informes de la jueza fueran favorables. “Estando en relación de dependencia hacías tus ocho horas y te ibas. Después nos cambió la cabeza, había que pagar proveedores, alquiler, comprar la mercadería, un montón de responsabilidades”.

Veinticuatro horas por siete días a la semana. Los 365 días del año. El bar, al igual que la Terminal, no cierra nunca, salvo cuando hay una pandemia de escala global. Uno de los primeros lugares en vaciarse con una emergencia sanitaria que impone cuarentena es la Terminal de colectivos, acaso uno de los mayores lugares de contacto entre humanos que van y vienen.

La cantidad de años de vida que lleva el bar puede verse reflejada en algunos cambios de la cotidianeidad del hábitat laboral. El local ya no está en su lugar original: en el marco de la reforma que hubo en la Terminal en 2013, el espacio físico se mudó unos metros. Muchas de las personas que estaban cuando el bar se cooperativizó ya no están: el policía que les avisaba cuando venía alguna inspección, el quiosquero que les pasó el cable de la luz, los compañeros que fallecieron en el último tiempo. En fin, la vida. “Hay algunos que ya se jubilaron y otros que fallecieron. Hay sangre joven”. Una postal ilustra lo que dice Walter: en una de las mesas del bar está sentada la hija del quiosquero que les pasó el cable cuando las papas quemaban.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 23/09/23

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