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Los textos de los zócalos de los canales de noticias reproducen sólo la información que difunde el gobierno israelí sin informar nunca que es información del gobierno israelí. En los menos de los canales, los presentadores de algunos programas por lo menos citan esa fuente de vez en cuando. De otra fuente, casi nada. O apenas lo que aporte a instalar como los malos de la película a los que combaten contra Israel. Claro que no se trata de una película. Muertos en las guerras hay. Pero mientras hay guerra, los datos sobre la cantidad de muertes depende casi exclusivamente de quienes más acceso tienen a ellos, que son las conducciones de los bandos en pugna, que los manipulan en función de sus intereses mucho más pronunciadamente que de costumbre.
Las argentinas y los argentinos hemos llorado muertos en guerras, seguramente menos que las y los habitantes de no pocos países y regiones. Israel y Palestina se cuentan largamente entre esos países y regiones con más víctimas de guerras que Argentina.
A ver, tampoco se trata de afirmar eso de que hay más muertos allá que acá sin aclarar que forma parte de una visión de las cosas basada en la información con la que cuenta quien lo afirma y desde su propia visión y recorte de a qué se llama “muertos por las guerras” y a que no.
Por ejemplo, este cronista viene haciendo este cotejo sin contar como “muertos por guerras” a las y los registrados por homicidios a los que suele categorizar como “muertos por la delincuencia”, que en esta ciudad de Rosario en la que tiene residencia son proporcionalmente alrededor del cuádruple que el promedio del resto del país y seguramente también bastante más que en Tel Aviv, donde no hay inseguridad de ese tipo.
Tampoco este cronista incluye como “muertos por guerras” a los que hubieran podido vivir más tiempo del que viven si tuvieran acceso a alimentos y abrigos necesarios, o si habitaran lugares donde las ambulancias llegan con la premura suficiente. Y excluye además a las de femicidios, o de ecocidios, tal vez las más recientes de las categorizaciones que se instalan para aludir a muertes de estas, algunas todavía inclasificables pero siempre injustas, arropadas en contextos de injusticias flagrantes, en brotes del desquicio belicista con que se tramitan las diferencias y los conflictos con los que convivimos y nos reflejan. La guerra como lógica se hace muerte literal hasta en pasiones festivas y alegres como la futbolera. Duele en lo tétrico de un “yo mato por estos colores” ya ni siquiera atravesado por el enfrentamiento directo con el otro. El odio como desquicio y arma dispara con misilazos anunciados oficialmente por sus lanzadores, con piedrazos lanzados a escondidas por manos que sorprenden; se expande vía zócalos constantes que lo simplifican y lo descontextualizan, que lo espectacularizan y emocionalizan.
Encontrar otro modo de tramitar conflictos y diferencias es tan vital como complejo. El amor es difícil sin sinceramientos más definitivos a la hora de la interacción con los semejantes. Asumir responsabilidades en ese sentido es vital. Invitar a evaluar que en toda muerte de estas son mayores las responsabilidades de los que planifican bombardeos no significa exculpar a los que matan con piedras, pero tenerlo en cuenta siempre y obrar en consecuencia es una orientación que este medio sigue y también invita a seguir, junto con la recomendación de hacer mucho más el amor que la guerra, así en la tierra como en zócalos y memes.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 14/10/23
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