¿Querés que te diga la verdad? Terminábamos hechas bolsa, te juro, no podíamos ni caminar de los dolores y las puntadas, aparte de los tobillos siempre vendados y las marcas de los bordes de los bancos en las canillas: dos por tres le pifiábamos. Todavía no teníamos ni 6 años, fijate vos qué decisión, una cosa de otro mundo. Nadie había probado ese tipo de entrenamiento con chicos tan chicos, ¿me entendés? Por lo menos acá, en Argentina. Eran los 80, ¡vos ni habías nacido!

La pliometría era así: teníamos que saltar unos bloques de madera de distintas alturas, de unos veinte y treinta centímetros más o menos. Íbamos rebotando y cada tres de esos bloques se intercalaban unos bancos más altos que nos llegaban hasta la cintura. A esos los subíamos con las piernas juntas y volvíamos a saltar para caer al piso y seguir pasando por arriba del resto de los bloques. Eran unos seis saltos en total. Cuando llegábamos al último banco, teníamos que tirar un mortal adelante y todo eso repetirlo unas tres series de diez, descansar cinco minutos y repetir tres veces, además de los otros ejercicios de la preparación física. Ocho años de pliometría en el lomo y, claro, imaginate, no me hacía señorita y mis viejos, que no se metían mucho, realmente se empezaron a preocupar.

¿Ahora entendés por qué no me crecían las tetas? Era por eso, matemática pura, y eso que ya tenía 14. Me la había pasado dándole a la pliometría desde los 6, era más flaca que un escarbadientes y, según los médicos, no alcanzaba a producir suficiente grasa para las hormonas de la menstruación. Así que me dieron pastillas y, ahí sí, me vino todo: la regla y también el mundo abajo. Porque empecé a menstruar, sí, pero también a engordar. Me cambió el cuerpo, las destrezas ya no me salían, estaba pesada y, aunque yo lo quería disimular poniéndome doble calza y polera debajo de la malla, todo el mundo se daba cuenta, era horrible, ya no sabía qué hacer para disimular los cambios y, para colmo, fijate vos, sentía que todo el gimnasio me señalaba.

Y pasó lo que pasó, ya sabés. Empezaron las dietas, las restricciones, la balanza, los desarreglos con la comida, los ayunos antes de los torneos y los vómitos para estar en peso en el control semanal. Y esa vez, cuando me desmayé y me di la cabeza contra el borde de la viga, hacía tres días que no comía nada y seguía entrenándome como si fuese un Juego Panamericano. ¡Una locura! Era un nacional en el Provincial pero viste cómo nos tomábamos las cosas antes, nada que ver con ustedes que andan metiendo queja por cualquier cosa. Para nosotras era darlo todo, pero ese día, bueno, ese día se acabó.

Me tuvieron que internar, me pusieron suero, me hicieron miles de controles y les dijeron a mis viejos que tenía que dejar de entrenar porque, si no, podía perjudicar mi desarrollo, si quería tener hijos, por ejemplo. Yo no entendía nada, ¡imaginate!, y no entendí nada hasta mucho tiempo después que pude empezar a hablar, pero fueron años difíciles. Ojalá no te pase nunca, no creo, ahora las cosas cambiaron bastante… ¿qué me mirás con esa cara?

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 21/10/23

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