Angelito se había caravaneado esa noche. Y las dos anteriores también. Mientras se bañaba, pensaba en quién podía ser tan hijo de puta como para hacer coincidir las finales del Papi, el torneo más importante de todo Gualeguaychú, con el fin de semana del carnaval. Antes de salir de la ducha, abrió la fría y trató de relajarse, pero las gotas le taladraban el cerebro como estocadas finas. Tarareó Ella debe estar tan linda y se convenció de que esa tarde la iba a romper, que iba a meter el gol decisivo sobre la hora. Y de chilena.

Pero los guachos de Irazusta estaban afiladísimos. Los primeros 20 minutos fueron un monólogo de ellos y el partido seguía 0 a 0 porque evidentemente dios existía y había escuchado a la tía de Angelito, la Norma, que de tanto rezar se quedó afónica y no pudo ni putear al árbitro (el cornudo de Villalba, que bien gorreado estaba) cuando cobró un penal inexistente para los otros. El Enrique, que antes de calzarse el traje de traidor había sido el 10 y el mejor de los nuestros, tardó un rato largo en acomodarla en el círculo de cal porque sostenía (y nosotros lo sabíamos bien porque lo habíamos escuchado mil quinientas veces) que había que apuntarle al pico, que ahí estaba la parte más dura de la pelota y que eso influía en la potencia y sobre todo— en la dirección del remate. La cosa es que le metió un bruto guascazo y le agujereó la red al pobre Unga que ni atinó a tirarse. Faltaba nada y la mitad del público ya se relamía pensando en los lechones y corderos que se iban a comer esa noche en El Corralito, y en los litros de Gancia que se iban a tomar. Pero el fútbol tiene esas cosas y de un rebote aislado nació un contragolpe que terminó en un centro llovido al corazón del área, en el preciso lugar en el que estaba parado Angelito. El tipo se elevó, erguido y con la frente al cielo, torció el cuerpo en el aire, balanceó el peso estirando la pierna izquierda y metió un latigazo letal con la derecha.

La tiró donde estaba la tía Norma, a unos 15 metros del palo derecho, y le tumbó el equipo de mate y los ovillos con los que la vieja tejía unos escarpines para la Pierina, la sobrina nieta que en pocos días iba a nacer. Angelito, después de semejante pirueta, cayó tan mal que todavía seguía aturdido cuando Villalba pitó el final y atronaba el “¡Irazusta no se asusta!”, seguido del (doloroso cuando ajeno) “¡Dale campeón!”.

Hace poco fuimos a la pulpería de los Impini, pero estaba cerrada. Aplaudimos un par de veces, porque habían venido unos amigos de Rosario que la querían conocer, y del fondo, entre las sombras, surgió la silueta inconfundible de Angelito. Nos contó que hacía un par de semanas que estaba laburando ahí, de sereno, que los patrones no dejaban que la hija y las nietas lo visitaran y que tenía una 12/70 abajo de la almohada. “Por las dudas”, se justificó. Cuando ya nos íbamos, con un par de ginebras encima, me agarró del hombro y me susurró: “Te juro, gurí, te juro que aquella tarde le apunté al pico”.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 30/12/23

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