Con la mirada del entrenador sobre la nuca, caminó a paso rápido y se subió. “¿Cuánto pesará hoy esta pendeja?” La balanza marcaba 36. Un kilo arriba de lo normal. “¿Qué estuviste comiendo, Lara? Sos una cerda. ¡Aflojale a los postres, mirá las gambas que tenés! A correr hasta que la balanza vuelva a estar en 35. ¡Aunque te lleve toda la mañana!”
Lara corrió una vuelta, dos vueltas, tres vueltas, cuatro vueltas, cinco vueltas, veinticinco vueltas, cincuenta y dos vueltas, trescientas vueltas, quinientas ochenta vueltas, doscientas mil vueltas al gimnasio del Cenard.
Hay hambres que son hombres. Hay hombres que invaden territorios. Capitanean la arena del cuerpo. Y la despedazan. Espejitos de colores. O espejismos.
Era lunes. La noche anterior había sido el cumpleaños de su hermano Nico. Lo festejaron en familia, en casa de su mamá, en Rosario. Sólo un pedacito de torta de chocolate. Su preferida. Para probarla. Nada de Coca, ni chicitos, ni papas fritas, ni sandwiches de miga. A la madrugada partía el micro para la Capital. Tenía que faltar a la escuela. Le tocaba entrenarse toda la semana con la Selección.
“Vení, nena, subite. Todavía te faltan bajar 400 gramos”.
El saber no ocupa lugar. El cuerpo sí.
“Cuando deje gimnasia me voy a dedicar a comer kilos de helado. Llenarlo todo. Para que no entre nada más. Entrenada”.
Lara sintió una puntada en el abdomen. Un temblor se apoderaba de ella, desde la profundidad de la tierra, como una conmoción de fin de mundo. Con el miedo en la boca y el peso muerto, vomitó y se vació.
Por fin estaba sola. Las voces se habían callado.
“Me muerde la yugular. Ese animal que tiene la boca abierta y los dientes filosos. Me desmayo. Veo colores. No dolores. Dormir sin morir ni morar. No demorar. Me caigo rendida. Desierto. Ningún ser vivo está alrededor. Sólo arena”.
Entre sueños, un montón de peces de colores nadan en una pecera. El agua es límpida. De repente se oscurece. Los peces empiezan a temblar. Pierden el color, se opacan. El agua es ahora marrón oscuro. Los peces andan a los tumbos, chocan contra los vidrios. Algunos se dan vuelta. Flotan al revés.
Un camión con acoplado. La lona tapa la superficie. Se vuela la lona y, debajo, un arsenal de comida para un año entero. Se estaciona en la puerta de la habitación de Lara que baja la mercadería y la esconde en los placares, en cada estante. Las cosas dulces las pone debajo de la cama. El Mantecol, en el cajón.
Su mamá golpea la puerta: “¿Estás bien? Sí, todo bien. Bueno, me tengo que ir. Chau. Chau”.
Lara abre la lata de picadillo y el queso cremoso. Unta las lengüitas de cebolla y queso. Come cuatro paquetes enteros. Después la bandeja de 50 sándwiches de miga triple surtidos. Les mete papas fritas en el medio. Está frita.
Va a la pileta. Nada 6.000 metros seguidos para bajar lo que comió. Es un montón.
Otro camión con acoplado. Trae balanzas. Cada una en sus respectivas cajas. Se estaciona en la puerta de su habitación. Las acomoda cubriendo el piso y su cama. Se acuesta sobre las balanzas. Peso dormido. A cada paso que da, se pesa. Peso muerto.
No está en peso.
Tiene que adelgazar comiendo alrededor del gimnasio. Corriendo. Se lo dijo él.
Corre sin parar. No siente nada. Come sin parar. No siente nada.
Un hombre.
Un hormigueo.
Un hormiguero.
Las hormigas se meten por los agujeros de su nariz. Por sus orejas. Por sus ojos. Caminan por su lengua. Las siente en el esófago. Tiene la garganta llena. Una se anima lejos, se mete en su bombacha. “Estás frita, Lara”.
Las hormigas tienen dientes. La mastican. Le duele el cuerpo.
Siente.
Dolor sí.
Una voz lejana le dice: “Dale nena, dale nena, dale nena, despertate”.
Lara se escapa corriendo en malla y en patas por el medio de Avenida del Libertador.
Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 06/01/24
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