Le había extirpado las alas a sus sueños por decreto, con fuerza de Ley. Había instaurado la dictadura con aquella frase que alguna vez no supo escuchar: “El que se enamora pierde”, le dijeron un instante antes de que su corazón se petrificara definitivamente. Esa fue la única vez que la escuchó, y supuestamente se la repetía su amigo a Simón Bolívar cada vez que éste cortejaba a alguna de las damas de la época. Nunca más la olvidó, y así pasaba los años de su vida relajando su tensión hormonal en camas variadas, pero siempre con esa frase casi como slogan de campaña que anticipaba que no existía ninguna posibilidad de que ello sucediera. Funcionaba como los prospectos de medicamentos, que leemos de antemano para conocer las contraindicaciones. Lo decía, y se lo decía a sí mismo para reafirmar su firme convicción.

Aquella vez lo había dado todo, se vació de amor, regaló sus sentimientos y su corazón sin esperar nada a cambio. Se fue al descenso pero no a la B, se fue a la D sin jugar siquiera un partido de desempate. Lloró amargamente como sólo se puede llorar cuando te vas al descenso, y juró y perjuró al universo entero que ya no volvería a jugar. Para no volver a perder, lo mejor sería no volver a jugar.

Se le pasaban los años y sólo se entremezclaba en algún picadito con alguna señora o señorita ocasional, esos partiditos de plaza en que falta uno y te dicen “¿Che, querés jugar?” Y entraba un ratito, metía un par de goles y se iba a la casa antes que terminara el partido. Por nada del mundo estaba dispuesto a perder, prefería simular un tirón en medio del partido para irse silbando bajito con la certeza de que él, él no iba a volver a perder.

Esta vez lo convocó un viejo amigo en común y tenía que ser él, no había otro que pudiera ocupar ese lugar. Inexorablemente las cartas estaban echadas, tenía que ir él sí o sí. La noche anterior sintió esos retorcijones en la panza que le solían dar en su juventud antes de cada partido, pero no les hizo caso, se fue a dormir como si nada. Nada iba a cambiar al otro día, seguramente iría a jugar un rato para no quedar como cagón y luego fingiría la premeditada lesión para irse a medio tiempo y ocultarle la cara al cachetazo de la derrota. Ya no le importaba ganar, se conformaba con coquetear un ratito con la victoria.

Esa mañana se levantó nervioso, ansioso por el partido de la noche, miraba el reloj cada tanto para saber cuánto faltaba para entrar a la cancha. Se sentía raro, hacía desde aquella vez que se fue al descenso que no tenía ganas de jugar, pero no de jugar un rato y escaparse sin saber el resultado, esa mañana tenía ganas de jugar en serio y por los puntos.

La pasó a buscar a las diez de la noche, justo a las diez, y calculó con precisión el horario esperando desde el cielo un guiño del 10. Hacía 25 años que no la veía, pero cuando la vio atravesar la puerta todo su cuerpo se estremeció, el corazón se aceleró a 400 pulsaciones por minuto, y eso que el partido recién comenzaba. Estaba hermosa, radiante, como si el tiempo no hubiera pasado. Su cabello negro y su sonrisa fácil invitaban a soñarla, algo que no estaba permitido por la dictadura de “El que se enamora pierde”. Hacía mucho que le había cortado las alas a sus sueños. ¿Será que les habrán crecido?, se preguntó incrédulo.

Sintió que estaba jugando el partido de su vida, tiró gambetas endiabladas en la pista de baile, acarició la redondez de su cadera con la sutileza con la que se mete un pase de tres dedos por el medio de los marcadores centrales, jugueteó inquieto con su cabello entre los dedos intentando descifrar en medio del partido qué carajo era lo que le estaba pasando. Definitivamente esto no podía pasar. ¿Y si perdía? ¿Y si se iba al descenso otra vez? ¿Y si otra vez se iba a llorando como sólo se llora cuando te vas al descenso? Pero, qué le importaba si era el partido más importante de los últimos 5 años. Si a su corazón se le había derretido la coraza de hierro que le había mandado a construir a medida para que ya nunca más pudiera ser lastimado. Y jugó y sintió y rió como hacía años, cuando era un pibe.

Quedaron en volver a encontrarse el domingo siguiente en cualquier cancha, de visitante o de local, era lo de menos. Él volvió a soñar en la utopía estúpida de los enamorados. ¿Ella?, ella fingió una lesión y nunca más la volvió a ver.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 13/01/24

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Un comentario

  1. basketball random

    25/01/2024 en 7:04

    La frase “El que se enamora pierde” es una sentencia fatalista que le ha robado a este hombre la posibilidad de experimentar la alegría, el placer y la plenitud que el amor puede brindar. En lugar de eso, ha elegido vivir una existencia vacía y superficial, llena de relaciones superficiales que nunca le permitirán conectar con el corazón de otra persona.

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